El ministro de Defensa de EE UU, Chuck Hagel, junto a su homólogo israelí, Moshe Yaalon / Foto: Getty
Puede que Israel haya logrado que el Pentágono acceda a autorizarle la compra de más de 3.000 millones de dólares en armamento de última generación. Puede, incluso, que los soldados israelíes vayan a contar en el futuro con el mítico V-22 Osprey, un sofisticado convertiplano que vuela como un avión y aterriza como un helicóptero, diseñado a medida del cuerpo de infantería de Marines. Pero uno no siempre consigue lo que quiere, e Israel se ha quedado sin el arma que más codiciaba, necesaria, a su entender, para poder atacar a Irán cómo y dónde más le duele: en sus instalaciones nucleares subterráneas.
Israel quería la bomba por antonomasia, un dispositivo con el pomposo nombre de Massive Ordnance Penetrator, solicitado por la Fuerza Aérea en 2009 y completado en 2012. Son 13.600 kilos de bomba, con 2.400 kilos de explosivos, capaz, según estimaciones militares, de penetrar 60 metros bajo tierra antes de explotar. El Pentágono dispondrá en total de unas 20 unidades, cuyo diseño y ensamblaje ha costado al menos 300 millones de dólares, según estimaciones independientes. Las bombas están diseñadas para destruir búnkeres subterráneos donde se almacenan armas químicas, biológicas o nucleares.
El jefe del Pentágono, Chuck Hagel, ha acabado este martes una visita a Israel en la que ha cerrado el acuerdo de venta de material bélico norteamericano a Israel: radares de barrido electrónico activo para cazas de la Fuerza Aérea; misiles antirradar; aviones cisterna KC-135, y los V-22 Osprey. Según fuentes del departamento de Defensa de EE UU, Israel pidió también el Massive Ordnance Penetrator, pero el Pentágono se negó a considerar la solicitud.