Hace sólo cuatro meses parecía cosa del pasado, un rey venido a menos, con una victoria electoral pírrica a sus espaldas, todo por perder y poco que ganar. A su izquierda y derecha, dos nuevas estrellas de la política israelí emergían refulgentes, dispuestas a comerse el mundo, con las miras puestas en el ansiado trono de aquel al que los israelíes se referían con el cómico nombre de Rey Bibi.
A Benjamín Netanyahu, las urnas le habían obligado a encontrar incómodos y extraños compañeros de Gobierno: Naftalí Bennett, del ultrancionalista Casa Judía, y Yair Lapid, del centrista Hay Futuro. Es fácil ahora imaginarse a Netanyahu dando un paso atrás para situarse en una oscuridad prudente, frotándose las manos y pensando que la paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.
Lapid y Bennett forjaron una alianza preelectoral, con la que extrajeron de sus programas electorales una serie de puntos comunes con los que acudieron a negociar con Netanyahu. Éste los aceptó en su mayoría, sobre todo los de las reformas económicas y recortes en el gasto público y el de obligar a los ultraortodoxos a que se integraran más en el mercado laboral y el Ejército.
Lo que Netanyahu se tragó, sin embargo, no fue cicuta, sino las ambiciones de ambos políticos, y especialmente de Lapid, a quien tras las elecciones de enero las encuestas daban como posible primer ministro.
Tras largas semanas y duras negociaciones para formar coalición, Netanyahu le dio a Bennett los ministerios de Economía y Asuntos Religiosos, forzándole a ser segundón en el Gobierno. A día de hoy sigue siendo la voz de los colonos en el Gobierno, y poco más. A Lapid, ese apuesto exactor y expresentador de televisión, que quería ser ministro de Exteriores, Netanyahu le dio el amargo regalo de la impopularidad.
Lapid quería ser ministro de Exteriores, la plataforma para ascender al puesto de Primer Ministro. Netanyahu se enrocó. Cualquier cosa menos eso. Ese puesto quedaba bajo su tutela hasta que acabara el juicio contra quien antes lo ocupaba, Avigdor Lieberman, a quien se encausó por corrupción. “Le di mi palabra a alguien y eso no puedo romperlo”, era el mensaje de Bibi a Lapid.
Se tuvo que conformar con ser ministro de Finanzas. Bibi le convenció: Si lo que quieres es mejorar el nivel de vida de la clase media, y evitar que Israel se convierta en Europa, es tu mejor opción. Lapid aceptó y presentó un nuevo presupuesto lleno de recortes y amargas medidas de austeridad: el aumento del IVA al 18%, efectivo ayer; el incremento de las facturas de la luz y el agua; la subida del precio de la gasolina. Es, hoy por hoy, uno de los políticos más impopulares del país.
“Con Bibi y Lapid ya no hay futuro”, gritaban los manifestantes el sábado en manifestaciones en Jerusalén, Tel Aviv y Haifa, horas antes de que entrara en vigor el aumento del IVA. “Bibi, Lapid y Bennett nos van a hundir”, decían. Puede que Bibi se hunda, pero se ha asegurado muy bien de que nadie en el actual panorama político esté en disposición de sucederle.
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