El camino a Damasco tiene hoy nueve puestos de control militar. La forma segura, la única de llegar a la asediada capital siria, es desde Beirut, una carretera de 110 kilómetros que, tras el fértil valle de la Bekaa, se adentra en una guerra con los secarrales del desierto de decorado. El coche avanza cuatro kilómetros en tierra de nadie, tras la frontera libanesa y antes de llegar oficialmente a suelo sirio. Finalmente, un desangelado edificio oficial recibe al visitante, con grandes retratos del presidente Bachar el Asad y su padre. La mitad de las ventanillas de inmigración está cerrada. Sobre una de las que funcionan, se lee “Turistas”, sin ironía. Pocas colas hay que hacer. Muchos sirios han huido a Líbano por la guerra. Casi ninguno quiere volver.
Luego, las tiendas fronterizas, libres de impuestos en las laderas, cerradas. Algunos restaurantes, cerrados. Comercios de electrodomésticos y muebles, antes abiertos a los viajeros que venían de Beirut, cerrados. Consecuencias de la guerra.
Los puestos de control con barricadas son variados. En algunos los soldados inspeccionan minuciosamente los pasaportes. En otros, saludan sin mirar. En un pequeño promontorio, se divisa una cúpula, el palacio de los monarcas de Catar, construido para la jequesa Mozah. Dicen los sirios que, después de que comenzara la guerra, el jeque retirado Hamad hizo construir un muro de protección alrededor de la vivienda, para protegerla de los ataques. Más le vale, después de todo el armamento que le ha ofrecido a los opositores que luchan por acabar con el gobierno de la familia El Asad.