Tantos meses alertando en todo el mundo sobre la inminente llegada del lobo para nada: finalmente el lobo, avezado negociador, se sentó en la mesa a dialogar como uno más. No cabe duda de que Benjamín Netanyahu se ha creído su papel. Tiene la certeza de que si el nuevo acuerdo provisional de las potencias mundiales con Irán se convierte en definitivo sin contemplar una prohibición de enriquecer uranio, la existencia misma de Israel pasará a depender de lo que decidan los ayatolás en Irán. Su angustia y su enfado son patentes. Y no está solo. Sus reservas las comparte la amplia mayoría del espectro político de Israel, salvo contadas excepciones como el presidente Simón Peres, que vuelve a acometer una discreta labor de oposición interna.
El problema, para Israel, es que se le haya dado credibilidad a Irán y a sus nuevos líderes políticos. Para Netanyahu éstos sólo son nuevos actores en un drama que se representa en las mismas tablas desde hace tres décadas, cuando la revolución islámica llevó al poder a unos ayatolás poco dados a la diplomacia. El miércoles, sin ir más lejos, el líder supremo Alí Jamenei llamó a Israel “perro rabioso”. En todo el mundo la solución común a la rabia canina es la misma. De entre lo más florido de su retórica, esa comparación es de las más comedidas. “La luz de la esperanza volverá a brillar en Palestina y esta tierra islámica volverá a ser una nación palestina… la falsa entidad sionista desaparecerá de la faz de la geografía terrestre”, dijo el año pasado.