Tal y como venía narrando en los dos post anteriores, tras un largo y azaroso viaje de dos días en avión y cuatro en un velero llegué por fin a Kapingamarangi, un remoto atolón perdido en mitad del océano Pacífico perteneciente a la Micronesia pero con un pasado español.
¿Y qué fue lo primero que me llamó la atención de aquel lugar extraño y de tan difícil acceso?: ¡que no salió a recibirnos ni Dios!
“Pero.. ¿cómo es posible?”, pensaba mientras arriábamos el bote auxiliar. Un islote rodeado de océano, al que llega un barco cada seis meses…. ¿y nadie siente la necesidad de fisgonear desde la playa cuando se acerca una vela? ¿Tanto aislamiento les habrá atrofiado el gen de la curiosidad? ¿Se habrán ido? ¿Serán poco hospitalarios?