Nunca he podido entender las razones que llevan al gremio de la restauración española a esa desmedida querencia por los decibelios, pero estoy seguro de que usted y su pabellón auditivo saben bien a qué me refiero. Lo normal en una venta hispana es que funcione a la vez la televisión (aunque ni un solo comensal se fije en ella) y la radio (siempre con la cadena comercial más estridente), ambas por supuesto a un volumen cercano a la barrera del sonido. Si el salón es suficientemente grande puede haber incluso dos aparatos de televisión, cada uno sintonizado con cadenas diferentes. A esto suele añadírsele el soniquete repetitivo de una o varias máquinas tragaperras que berrean Los pajaritos y la máquina expendedora de tabaco repitiendo aquello de ?Su tabaco, muchas gracias!, como si el cliente hubiera olvidado que iba a por su dosis de nicotina y no a por una segadora de césped. Súmenle el molinillo del café (aparato mortífero y ruidoso donde los haya), varios corrillos de comensales hablando a gritos y otra media docena de clientes chillándole a su teléfono móvil y tendrán una radiografía acústica casi exacta de nuestros bares. Una vez entré a una taberna donde no había ni televisor, ni radio, ni un solo ruido. Los parroquianos comían como asustados, de tapadillo. Se miraban de reojo y procuraban terminar lo antes posible para marcharse rápido y sacudirse el agobio del silencio. Era como servir menús del día en un tanatorio.
Cuando por razones de trabajo viajo por zonas rurales profundas (a veces no tan profundas), y entro a cenar a algún restaurante aún vacío, bien porque es temprano, bien porque nadie en su sano juicio anda por esos andurriales un lunes de invierno, lo primero que hace la patrona del local es encenderme la televisión. Como si diera por sentado que me da miedo estar a solas conmigo mismo. O para exorcizar Dios sabe que malos espíritus. Siempre les digo que la apaguen, que prefiero el silencio, pero por lo general no lo entiende y la dejan en marcha por si, como me espetó una vez un camarero, llegan más clientes y no son tan raros como usted. ¿Podrá la medicina alguna vez explicar esa asombrosa unión entre el pabellón auditivo y el tracto intestinal de los españoles?