De todos los grandes barcos que naufragaron frente a las costas de Cabo de Palos, uno destaca por la magnitud de su tragedia: el
S.S. Sirio, un vapor-correo italiano cargado de emigrantes europeos rumbo a América que se hundió en el Bajo de Fuera en 1906.
Los restos del Sirio se encuentran ahora a unos 55 metros de profundidad, repartidos en ambas caras de esta traicionera montaña submarina. Es una de las inmersiones estrella de Cabo de Palos. Nos hemos sumergido en su búsqueda.
Entro en las bodegas de la nave a través de un boquete de la cubierta y entre los contraluces azulados de este laberinto de hierros me parece escuchar aún las voces de los casi mil pasajeros que reían, hablaban, comían o sesteaban en este mismo espacio a las cuatro de la tarde del 4 de agosto de 1906, el momento preciso en el que el barco, en ruta regular entre Génova y Sao Paulo (Brasil), embarrancó en el bajo de Fuera.
Ese día reinaba una calma chicha en el litoral murciano. El mar estaba al plato y la visibilidad era total. El Sirio, un vapor de dos chimeneas, 115 metros de eslora y 13 de manga, construido en Glasgow en 1883, había partido de Génova dos días antes en dirección a Barcelona, donde recogió a 94 emigrantes españoles en busca de un futuro mejor en América.
De allí salió el día 3 por la tarde en dirección a Cádiz. Oficialmente viajaban a bordo 765 pasajeros y 127 tripulantes. Tras la comida, el capitán Piccone, un veterano con 46 años de servicio que pensaba retirarse después de este viaje, decidió echarse una siesta y dejó el mando, supuestamente, al tercer piloto, un oficial inexperto. Los habitantes de Cabo de Palos y los tripulantes de algunas barcas que faenaban en la zona vieron aproximarse las dos chimeneas del Sirio en una derrota extraña, demasiado cercana a tierra.
De repente, un bramido agónico rompió el letargo del agosto murciano. El Sirio, lanzado a 15 nudos de velocidad, acababa de incrustarse en la cabeza del bajo de Fuera. El buque avanzó aún unos metros, mientras la roca desgarraba sus entrañas y las planchas retorcidas mataban en el acto a los operarios de la sala de máquinas. La nave quedó literalmente clavada en la roca, con la proa fuera del agua y la popa sumergida. Tras unos segundos de silencio angustioso, el escenario se lleno de ruidos: el griterío de los supervivientes, el crujir de la estructura del buque, el silbido del vapor escapando por todas las grietas... Pero el barco no se hundió.
Quedó así, clavado, en una posición casi ridícula, con la proa al aire y la popa bajo agua hasta que 16 días después un temporal de levante lo mandó al fondo del mar. Pese a todo, pese a las excepcionales condiciones del día, pese a estar a sólo cinco kilómetros y medio de la costa y el rápido auxilio de algunas embarcaciones que faenaban en las cercanías, perecieron en el accidente entre 440 y 500 personas, según diversas fuentes. ¿Qué pasó en el Sirio? ¿por qué tanta mortandad? ¿Por qué navegaba tan cerca de la costa?
Pues como siempre suele ocurrir, por un cúmulo de despropósitos. Los primeros en ponerse a salvo en un bote fueron el capitán Piccone y toda la tripulación, que abandonaron al barco y al pasaje a su suerte. Si ellos hubieran puesto calma en esa situación se habría salvado la mayoría. Los pasajeros empezaron a lanzarse al agua temiendo que el barco se hundiera en cualquier momento, pero en 1906 muy pocos sabían nadar. Las mujeres llevaban pesadas ropas que las mandaban directamente al fondo, como plomadas. Además había docenas de niños a bordo, porque entonces se emigraba en familia. Hubo peleas y asesinatos entre los que trataban de lograr un hueco en los escasos botes salvavidas que pudieron ser arriados. Por eso le llaman el
Titanic del Mediterráneo.
Pero la clave de la tragedia la desveló meses más tarde una comisión de investigación italiana. El
Sirio, como otros muchos barcos de pasajeros de la época, recogía emigrantes clandestinos a lo largo de la costa, una práctica habitual en aquellos duros años de la emigración europea al Nuevo Mundo donde los más pobres sólo podían viajar en pésimas condiciones hacinados en las bodegas tras un soborno a la tripulación. Esa fue la razón de que el Sirio navegara en una derrota que no era la suya: buscaba pasaje ilegal en algún puerto murciano, casi con seguridad, en Águilas.
Tras el hundimiento, el barco se partió en dos. La proa se fue al fondo por la ladera sureste del bajo, mientras que la popa rodó por la ladera opuesta de la montaña submarina, donde reposa aún a unos 50 metros de profundidad, acostada sobre la amura de estribor. Un agujero de la cubierta permite acceder a la bodega y ver los váter de porcelana blanca de los camarotes de primera clase, con una curiosa manivela que accionaba la cisterna, y varias de botellas de vino y champán medio enterradas en el lodo que por desgracia nunca sirvieron para brindar por una nueva vida en América.
Quienes ahora se rasgan las vestiduras por la cantidad de emigrantes que viene a nuestro país y se preguntan cómo tiene la osadía de meterse en una patera para cruzar el Atlántico deberían de tener un poco más de memoria y acordarse de que, hasta no hace mucho, éramos nosotros, los españoles, los ricos y prepotentes europeos, los que nos metíamos en pateras en busca de un futuro mejor en América.