He caminado hasta el espigón que protege el puerto y me he sentado aquí a disfrutar de la soledad. Solo hay viento, grandes extensiones de arena de bajamar, un horizonte infinito y una bandera roja que despunta sobre los carrizos que coronan las dunas. Los charcos que ha dejado la marea espejean como papeles de plata. El vendaval arranca remolinos incluso en estas pequeñas lagunas de aguas estancadas, rizando su superficie como una piel de naranja. Entonces sale por fin un tímido sol entre las oscuras nubes y sus rayos pintan la escena a brochazos, como si un gran foco dorado recorriera la negritud de la marisma. El mar es un mar frío; sugerente pero amenazador. Un mar de invierno que inspira temor y también nostalgia. Un mar "lento, negro, negro como el cuervo que sigue a las barcas de pesca" escribía el gran poeta galés Dylan Thomas.
De repente, en la soledad de la llanura arenosa que deja la marea baja aparece una joven con un perro. Lleva un gran gorro de lana y pantalones vaqueros que dejan adivinar unas piernas largas y delgadas. No debe de tener más de 20 años. El perro corre y salta a su lado, como un poseso. La joven camina por la arena resuelta, con determinación, como si fuera a un sitio concreto. Transmite confianza. De vez en cuando lanza un palo y el perro enloquece aún más. Todo en la escena es inmóvil, eterno.
Menos la chica del gorro de lana, que sigue jugando con su perro y caminando de manera tan resuelta. Me dan ganas de correr tras ella y darme a conocer, de enamorarme. Pero de repente el sol vuelve a ocultarse. Y la chica se aleja hacia el otro extremo del arenal, allí donde un faro avisa de la presencia del bajío. Y me quedo en el espigón. Inmóvil, como los acantilados y las marismas que me rodean. Los charcos de la bajamar pierden su relieve. Y vuelvo a caer, como el estuario de Barmouth en esta tarde ventosa, en una dulce y melancólica apatía. Así de mágico es Gales.