La vida en Rangiroa es deliciosa, no olvidaré fácilmente los días que estoy pasando aquí (solo falta Brooke Shields para que parezca El lago azul), pero se que no podría quedarme a vivir para siempre. No es fácil entablar amistad con los polinesios. Como buenos isleños, son gente reservada y callada. Y al final, tu bagaje genético de estresado europeo te puede. Vista desde aquí, hasta Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, parece una frenética urbe llena de gente con prisa. En un pequeño atolón como éste funcionan otros tiempos, otros ritmos. En vez de resort de lujo cinco estrellas dignos de revista de diseño hay sencillas casas polinesias en torno a las cuales sus moradores atesoran todo tipo de cachivaches, una lavadora desvencijada, un viejo coche, muebles, cocos, ropa tendida...
Un joven europeo que ha venido aquí a trabajar y a hacer dinero me dice: "No entiendo a los polinesios. Aquí la gente se levanta, sale con la barca, pesca un pez, se sienta a beber cerveza, se come el pez, por la tarde charlan y al atardecer se acuesta".
Un polinesio trilingüe que es mi guía me dice: "No entiendo a los europeos. ¿Para qué la prisa? El principal problema de la gente joven aquí es que los mejores puestos de trabajo se los quedan los franceses que llegan el continente. Están más preparados pero sobre todo son más voraces. Los ritmos de una isla son distintos. Por eso mucha gente vería bien que se exigiera un mínimo de 10 años de residencias en las islas para optar a determinados puestos de trabajo.
¿Quien lleva la razón? Seguro que los dos.
Recuramos a los maestros. ¿Que diría Kapuscinski?: "La cultura de Occidente es única e irrepetible y por eso no se debe confundir modernización con occidentalización. Los Estados, las culturas, pueden modernizarse, pero no tienen por qué occidentalizarse". (El mundo de hoy, autorretrato de un reportero, citando a Samuel Huntington)