Paco Nadal >> El Viajero

30 jul 2009

La (bucólica) vida del trópico

Por: EL PAÍS

No es fácil vivir en el Trópico si no has nacido aquí. Es verdad que ésta es una tierra de promisión que lo da todo, pero como decía el propio Gauguin, tienes que saber pescar el pez, tienes que saber bajar al fondo del mar para arrancar esos crustáceos y tienes que saber qué plantas se pueden comer y cuáles te pueden matar. Hoy, obviamente, no hacen falta estas habilidades (basta con ir al supermercado), pero el simil sigue siendo válido.
La vida en Rangiroa es deliciosa, no olvidaré fácilmente los días que estoy pasando aquí (solo falta Brooke Shields para que parezca El lago azul), pero se que no podría quedarme a vivir para siempre. No es fácil entablar amistad con los polinesios. Como buenos isleños, son gente reservada y callada. Y al final, tu bagaje genético de estresado europeo te puede. Vista desde aquí, hasta Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, parece una frenética urbe llena de gente con prisa. En un pequeño atolón como éste funcionan otros tiempos, otros ritmos. En vez de resort de lujo cinco estrellas dignos de revista de diseño hay sencillas casas polinesias en torno a las cuales sus moradores atesoran todo tipo de cachivaches, una lavadora desvencijada, un viejo coche, muebles, cocos, ropa tendida...
Un joven europeo que ha venido aquí a trabajar y a hacer dinero me dice: "No entiendo a los polinesios. Aquí la gente se levanta, sale con la barca, pesca un pez, se sienta a beber cerveza, se come el pez, por la tarde charlan y al atardecer se acuesta".
Un polinesio trilingüe que es mi guía me dice: "No entiendo a los europeos. ¿Para qué la prisa? El principal problema de la gente joven aquí es que los mejores puestos de trabajo se los quedan los franceses que llegan el continente. Están más preparados pero sobre todo son más voraces. Los ritmos de una isla son distintos. Por eso mucha gente vería bien que se exigiera un mínimo de 10 años de residencias en las islas para optar a determinados puestos de trabajo.
¿Quien lleva la razón? Seguro que los dos.
Recuramos a los maestros. ¿Que diría Kapuscinski?: "La cultura de Occidente es única e irrepetible y por eso no se debe confundir modernización con occidentalización. Los Estados, las culturas, pueden modernizarse, pero no tienen por qué occidentalizarse". (El mundo de hoy, autorretrato de un reportero, citando a Samuel Huntington)

28 jul 2009

Escritos de un salvaje

Por: EL PAÍS

"Ojalá llegue el día en que iré a desaparecer a los bosques en una isla de Oceanía a vivir de éxtasis, de calma y de arte. Rodeado de una nueva familia, lejos de esta lucha europea por el dinero " Paul Gaugin, "Escritos de un salvaje".
Conforme pasan los días en el atolón empiezo a mimetizarme con un salvaje. Me basta una camisa y un bañador. Ni me lavo ni me afeito, he aprendido a abrir cocos con el machete para sacar la carne y el agua dulzona que atesoran y he quemado en un fuego ritual todo el armario de ropa "pijonáutica" que traje para el crucero. Como hacían los peregrinos cuando llegaban a Finisterre. ¡Hala! ¡que le den a la civilización!
Al abrigo de la mosquitera de mi cabaña (fuera de ella, ni de coña) he vuelto a releer las cartas que Paul Gaugin mandó a sus amigos y familiares durante su periodo tahitiano (1891-1903, publicadas como "Escritos de un salvaje, ediciones Akal) y empiezo a entender por qué el pobre anduvo todos esos años colgado del exiguo filo que separa la cordura de la demencia. Vivir en un pedazo de tierra de diez kilómetros de largo por medio de ancho, que no levanta más de un metro sobre la superficie del océano (que además se oye desde cualquier punto de la isla) y donde solo hay cocoteros, corales y más cocoteros... o te magnifica la creatividad o te vuelve loco. O ambas cosas. Y eso que Gauguin vivió siempre en Tahití, la isla grande, y no en un pequeño atolón; hasta que se fue a las Marquesas, donde murió.
Rangiroa, el atolón en el que me encuentro, es un anillo de arrecifes de coral con un perímetro de 200 kilómetros. Pero esos 200 km. no son continuos. Están fragmentados por canales y pasos de agua, como si cortaramos a pedazos un roscón de Reyes. Cada uno de esos pedazos es un motu.
En el motu principal y más grande, en el que vivo, está el pequeño aeropuerto, las dos principales aldeas (Avatoru y Tiputa), dos iglesias, la única carretera asfaltada, un cementerio, una oficina de correos, dos bancos, media docena de tiendas de abarrotes, otra media de restaurantes locales -changarros de palma y sillas de plástico donde sirven el pescado que acaban de sacar de la laguna - y poco más. El motu contiguo también está habitado y tiene caminos de tierra y una iglesia. Y en el resto, nada: cocoteros y arrecifes decoral.
En un ambiente así: ¿quien añora esa "lucha europea por el dinero"? a la que se refería el pobre de Gauguin. Aunque, la verdad, un poco de ese elemento corruptor del capitalismo no le habría venido mal al bueno de Paul. Gauguin llevó una vida mísera en Tahití, pasó mil y una penalidades y acabó solo, arruinado y enfrentado a todos. El paraíso no es siempre lo que parece.
Pero a mi lo de la "lucha europea por el dinero" y el mito roussoniano del buen salvaje me genera otra serie de dudas. Como las normas del buen bloguero me indican que este post ya es suficientemente largo, os las cuento mañana.

27 jul 2009

Mi vida en un atolón

Por: EL PAÍS

La buena vida a bordo del Bora Bora Cruises ha terminado. He acabo el trabajo que venía a hacer, pero dado que estoy en la otra punta del mundo sería absurdo volverse tan pronto. He decidido aprovechar y quedarme unos días más por mi cuenta. Ya conozco la parte más glamourosa de Tahití, la de sus islas más turísticas. Lo que me apetece ahora es conocer la otra parte, la de la vida local, la de los tahitianos.
Para ello he elegido Rangiroa, un atolón del archipiélago de las Tuamotu (uno de los cinco que componen la Polinesia Francesa), a unos 400 kilómetros (una hora de vuelo) de Tahití. Un atolón es uno de los caprichos geográficos más fascinantes que existen. Desde el avión parece un flotador de arena y palmeras perdido en mitad del océano. Cuesta pensar que una estrucutura que no levanta más de dos metros sobre la superficie del agua no sea engullida por ésta en un mal temporal. Sobre su formación solo tenemos teorías, la más palusible es la que formuló el mismísimo Darwin, a saber y de forma muy resumida: un volcán submarino emerge con su torrente de lava y rocas sobre la supercie del mar. Cuando se apaga, alrededor se forma un anillo de coral. El volcán va desgantándose por la erosión y hundiéndose en la agua por su propio peso. Al cabo de unos millones de años, la montaña desaparace y queda solo el anillo de arrecifes de coral que la rodeaba. ¡Casi nada!
Esta es mi cabaña en Rangiroa. En casi todas las islas habitadas es fácil encontrar una pensión familiar, el alojamiento más práctico si quieres huir de los grandes resort turísticos. Casi todas ofrecen cabañas como ésta, muy sencillas, con techo de paja, paredes de madera y una tarima elevada sobre pilotes. Desayuno y ceno con los dueños, Norbert y Tilde y sus cuatro hijos. A veces voy con Norbert a ver los delfines en el paso de Tiputa o me enseña cómo prepara el atún crudo y la leche de coco para la cena.
La vista desde mi cama (pasada por el tamiz de la mosquitera). Una cabaña polinesia en un sitio en el que resguardarse del sol y la lluvia pero íntimamente ligada al entorno a través de mil vanos, huecos y agujeros. Huecos que aprovechan todos los insectos de la zona para hacerte visitas a cualquier hora. Por la noche, cuando enciendo la luz del cuarto de baño, rezo para que lo que vea en ese momento nos sea más grande ni más negro que lo que vi la noche pasada. A veces aparecen lagartijas en el lavabo, curiosos renacuajos en el pie de ducha o cucharachas en cualquier rincón. A estas últimas las aniquilo tan rápido como puedo. A la mañana siguiente su cadáver ha desaparecido sin dejar rastro: me malicio que hay otros muchos inquilinos por aquí a los ni conozco pero a los que les encanta que les deje cena todas las noches.
¡Ahora si que me acuerdo de Paul Gaugin y su vida de salvaje!

23 jul 2009

La última cena

Por: EL PAÍS

Cuando se lo cuente a lo amigos me va a resultar muy difícil seleccionar el momento cumbre de este viaje tuti plen "comosideverdadfuerarico" en el Ti´a Moana (para los que lleguen atrasados: crucero de hiper lujo en plan selecto en el que viajo en estos momentos por los mares del Sur -Tahití y sus islas-, no porque me haya tocado la bonoloto sino por que estoy haciendo un reportaje para una revista; para más background, ver post anteriores).
Anoche nos sorprendieron con una cena con antorchas en una playa desierta de la isla de Huahine. Una movida considerable. Hubo que desplazar hasta la arena al cocinero francés y sus ayudantes, toda la cocina, camareros, vajilla, antorchas, mesas, sillas, una pantalla gigante sobre la que se proyectaban danzas y música tradicional tahitiana... Un placer que uno ha visto muchas veces en el Hola! o en Memorias de África pero que jamás pensó que pudiera vivir como protagonista (¡qué lejos aquellas latas de fabada de la expedición a Groenlandia!). No sé si podré volver a cenar una vulgar tortilla fracesa en casa delante de la tele cuando vuelva. ¡Mira que se mi acostumbro a esta buena vida!

(PD: Blas, no sufras; lo bueno -y ultra capitalista-colonizador- también tiene un final. Esto se acaba. A partir de mañana mi vida por los Mares del Sur dará un giro copérnico. ¡No se puede - ni se debe- ser siempre tan sibarita!)

22 jul 2009

Tahití y sus islas, desde la borda

Por: EL PAÍS

El Ti´a Moana sigue navegando por el archipiélago de la Sociedad. El cocinero francés sigue hiperactivo. Y yo sigo engordando.
Desde la borda del barco voy haciéndome una idea de cómo son Tahití y sus islas: uno de los paisajes de isla tropical más perfectos que he visto en mi vida. Hay tardes en las que el barco amarra en una cala tan soberbia, tan natural, que si exceptuamos un par de cabañas perdidas entre los cocoteros y dos o tres catamaranes fondeados en sus aguas azules, podría ser el mismo escenario que vieron el capitán Cook y su tripulación cuando llegaron aquí en 1769.
Una gama infinita de verdes se despliega por las laderas volcánicas: palmeras cocoteras, coníferas, albizias falcata, castaños de la Polinesia? Todos colocados en un orden lógico para componer un plano idílico, como si hubiera intervenido un paisajista. Y luego, arriba, las crestas erosionadas del viejo volcán, como dientes de sierra oscuros en los que se enredan las nubes cargadas de humedad del Pacífico.
Se ha construido muy poco en estas islas. Muy poco si comparamos con otras zonas tropicales del Caribe y el sudeste asiático. No hay construcciones elevadas ni modernas ni de corte occidental y los hoteles suelen ser bungalow de arquitectura polinesia sobre pilotes en las lagunas coralinas que rodean la isla.
Por eso el paisaje es tan pulcro. En el lado opuesto (o precisamante debido a esto), Tahití no es un destino precisamente barato. Nada es perfecto. Lo exclusivo, lo no masificado, tiene un precio. No es lo mismo estar en un bungalow aislado en medio del arrecife rodeado de cocoteros que en un resort de quince pisos y mil habitaciones. Y cada cosa tiene su precio.
Aunque tampoco es barato para los propios polinesios. En un archipiélago perdido en mitad del Pacífico como éste, hay que importarlo casi todo. Son asequibles los productos locales (el pescado es fabuloso y muy barato; la carne de ternera es muy buena y está muy bien de precio porque viene de Nueva Zelanda). Pero luego un tetrabrik de zumo cuesta 3 euros en el supermercado y una cena a base de pizza, lo mismo que en Europa.

22 jul 2009

Bora Bora

Por: EL PAÍS

Bora Bora es un topónimo que suena exótico, misterioso. Mucho antes de saber que era una isla de la Polinesia Francesa, ya me excitaba los sentidos leer este nombre en libros de navegantes o en crónicas de viajes. Me la imaginaba lejana, luminosa, verde. Una isla de piratas y galeones, como en un libro de Stevenson, donde las playas eran paseos infinitos de arena dorada orlados por rascacielos de palmeras y los hombres bebían ron antes de abordar naves enemigas con el cuchillo en la boca.
Ahora que la he visto, he cambiado mi opinión. Bora Bora es la isla más bonita que he visto en mi vida. La postal perfecta. Un viejo volcán, casi vencido por la erosión, que se eleva aún orgulloso como una aguja afilada sobre las aguas del Pacífico. Alredor, un anillo completo de arrecifes de coral. Y ocluida entre el arrecife y la montaña, una laguna de aguas de colores imposibles azul turquesas y verdes esmeraldas .
Es verdad que también Bora Bora es la isla más turística y llena de hoteles de todo Tahití. Para muchos demasiado masificada, aunque según los datos oficiales en ella pernoctan al año una media de 100.000 turistas (si dividimos, sale a 273,9 turistas por día, que tampoco es tanto; sobre todo si has estado un mes de agosto en Benidorm o en La Manga del Mar Menor).
No puedo corroborar si Bora Bora está mucho o poco masificada. El Ti´a Moana ha parado solo un momento y no he podido visitar el interior.
Lo que sí sé es que vista desde aquí, desde el exterior, es la isla perfecta. Un perfil de ensueño. La isla de Stevenson y sus piratas.

20 jul 2009

El mejor desayuno de mi vida

Por: EL PAÍS

Crucé Europa de punta a punta por primera vez con 15 años. He tragado todo el polvo del mundo en campamentos juveniles, de boys scouts o de clubes montañeros desde que tengo uso de razón. Me han picado todos los chinches habidos y por haber en pensiones de mala muerte viajando de mochilero en transporte público o en aquel viejo Seat 850 de quinta mano que se calentaba como un horno cuando llegaba una cuesta arriba. He recorrido media África a bordo de camiones de carga, compartiendo espacio con la población local amén de con sacos de pescado seco, cabras, gallinas y mercancías de lo más variopinto.
Por eso no se me caen los anillos al decir que?. alguna vez??, de vez en cuando, ?. aunque sea de casualidad?.¡¡¡ME TENÍA QUE TOCAR HACER UN VIAJE DE SUPER LUJO, OSTISSS!!! . Es más?. puedo asegurar sin rubor? ¡¡¡HASTA ME GUSTA ESTO DE IR DE VIAJERO RICO ALGUNA VEZ!!!!!
Me explico. He volado desde Tahití a Bora Bora para embarcarme en el Ti´a Moana, un barco de la compañía Bora Bora Cruises que realiza un crucero de una semana por las islas de la Sociedad, uno de los cinco archipiélagos que conforman la Polinesia Francesa.
Cundo uno dice la palabra crucero piensa en bufé libre de garrafón, montón de peña bailando la conga y horteradas tipo ?Vacaciones en el mar?. Naaaada que ver. En cuanto subes al Ti´a Moana te percatas de ello. En la vida había visto un barco tan elegante, con una decoración tan vanguardista (nada de lámparas de araña y moquetas encarnadas) y un servicio tan cuidado. Tiene 20 camarotes, pero solo van ocupados otros cuatro además del mío. Hay una pareja hispano-libanesa (de viaje de novios), una pareja italiana (de viaje de novios), una pareja holandesa (de viaje de novios) y una pareja alemana con su hija (de nueve años). Y 30 personas de tripulación para atendernos.
El primer desayuno nos lo han servido sobre la laguna del atolón, con el agua cálida por los tobillos, en mesas suficientemente separadas para respetar la intimidad de cada uno. Una pasada. Lo confieso, por un momento no he añorado nada de nada aquellos desayunos cutres en aquellas cutres pensiones?. para que engañarnos (aunque obviamente, la broma no es barata: tarifas de Bora Bora Cruises).

17 jul 2009

Maraes y tatoos

Por: EL PAÍS

Una isla volcánica en mitad del océano es como una de aquellas mesas de comedor de nuestras abuelas, llenas de portarretratos, ceniceros y figuritas de porcelana. Tienen mucha superficie, pero son poco aprovechables. Las laderas escarpadas del viejo volcán salen del mar como muros de contención y se elevan en vertical cientos de metros tapizadas además por una vegetación tan abigarrada que en el hipotético caso de que alguien intentara escalarlas tendría que abrirse paso a machetazos.
Por eso la vida en Tahití y en el resto de islas de la Polinesia se circunscribe al estrecho anillo de tierra llana que queda entre la laguna de coral y el volcán. En esa bufanda de dominio horizontal tiene que quedar espacio para la única carretera local, que normalmente circunvala la isla; para las viviendas de la población, casas de planta baja y tejado de color vivo (abunda el rojo); para las iglesias de agudos campanarios, para los cultivos y plantaciones y para los maraes.
Los maraes son los lugares ceremoniales sagrados de los antiguos ma?hois. Hay docenas por todas las islas. Construcciones megalíticas en forma rectangular, pavimentadas con grandes piedras volcánicas donde se celebraban ceremonias religiosas, reuniones tribales, coronaciones reales y hasta sacrificios humanos. Son el lugar de los dioses, de los Atua. Se distinguen a lo lejos por los unu que los jalonan; estelas de madera tallada que simbolizan a pájaros mensajeros que conectan la tierra con los dioses.
Lugares sagrados que hablan de viejos rituales en unas islas cargadas de misterios (aunque no todos los turistas que pasan una semana metidos en un resort de lujo llegan a entenderlo). Como el de los tatuajes. En una sociedad sin escritura, el tatuaje era un rito de gran importancia. Tenía un valor estético, pero también hablaba del rango social del portador, de su oficio, de la tribu de la que provenía. Era más importante en los hombres que en las mujeres y aún hoy muchos polinesios se tatúan el cuerpo entero como seña de identidad frente a la aculturización que les llegó de ultramar.

14 jul 2009

Desde los Mares del Sur

Por: EL PAÍS

Tahiti es uno de esos topónimos que muy pocos saben situar en el mapa (yo mismo tuve que recurrir a un atlas cuando me dijeron que prepara este viaje) pero que a todos nos suena a paraíso. Y es que hay imágenes que quedan grabadas en nuestro subconsciente de manera involuntaria y nos acompaña de por vida, aunque no sepamos con exactitud de donde vienen.
En el caso de Tahití si tienen un origen conocido. El más cercano: Marlon Brando y el motín de la Bounty. Aquella película, la leyenda en torno a su rodaje y su idilio con una bella tahitiana llamada Tarita contribuyeron más a dar a conocer este archipiélago perdido en mitad del Pacífico que todos los dineros que hubiera podido gastarse en folletos la oficina de turismo.
Aunque el mito venía de antes. El propio Gauguin y otros viajeros contribuyeron a crear en la Europa del XIX esa imagen de paraíso idílico con sus escritos, a veces exagerados. "Tengo ante mi el mar y Moreea, que cambia de aspecto cada cuarto de hora. Un pareo y nada más. Ni frío ni calor... No tengo nada de que quejarme en estos momentos. Todas las noches chiquillas endiabladas invaden mi lecho. Ayer tuve tres con que ocuparme...", escribe en otra de sus cartas. Aunque en realidad se moría de hambre, no vendía una tela y estaba peleado con toda la colonia, que lo consideraba un proscrito y un excéntrico. Así era el bueno de Paul.
Por centrar un poco el destino para los que no tengáis un atlas a mano: la Polinesia Francesa está a mitad de camino entre Sudamérica y Australia. La componen 118 islas distribuidas en cinco archipiélagos distintos, repartidos a su vez por una superficie de agua similar a la de toda Europa. La isla principal es Tahití, con apenas 1000 kilómetros cuadrados de superficie. Aquí viven 170.000 de los 270.000 habitantes totales de la Polinesia. La sensación de aislamiento es total: el archipiélago de las Marquesas, por ejemplo, está a 1.500 kilómetros de Tahití. Y las islas Gambier, las más alejadas, a 1.700 kilómetros. Considerando que los primeros polinesios conquistaron todo esto a golpe de canoa y sin GPS, os podéis hacer una idea de la gesta.
Desde luego, si la imagen estereotipada del paraíso es una playa de arena blanca, una línea perfecta de cococteros y una laguna de coral con aguas verde turquesa, ese paraíso está aquí. También hay problemas sociales, económicos o ecológicos, como en todos lados. Pero la foto de postal perfecta, no se la quita nadie a esta Polinesia que habla en francés.
De momento solo he visto Tahití y la capital, Papeete. No es la isla más turística, porque no tiene tan buenas playas como otras. Pero hay otras muchas cosas de interés. Mañana os las cuento.

14 jul 2009

Sensualidad en versión tahitiana

Por: EL PAÍS

Pocas cosas han hecho tanto daño a la música y las danzas tradicionales como el turismo. La banalización de los bailes folclóricos en los programas de los touroperadores para turistas ramplones ha convertido el arte popular en el reino del kistch. Solo hay que ver los pseudo-tablaos flamencos que abundan por la Costa del Sol.
Arrastrado por esa corriente, confieso que a mi lo de los bailes polinésicos me sonaba a horterada para atraer turistas. Hasta que ayer fue al Heiva i Tahití, el famoso festival de danzas tahitianas que se celebra todos los meses de julio en Papeete, la capital, y una las razones por las que he venido a la isla de Tahití. Y aluciné.
El Heiva es el mayor acontecimiento cultural del año en la Polinesia. Acuden grupos de todo el Pacífico (mañana actúa uno de Japón, país en el que hay más de 100 escuelas de danza polinésica) y el To?ata, el auditorio especial en el que se celebra, en el centro de Papeete, se llena todas las noches.
El Ori Tahiti, la danza polinésica, es una mezcla de sensualidad y percusión. Tan sensual que en cuanto llegaron los primeros misioneros católicos y protestantes la prohibieron por pecaminosa (con la iglesia hemos topado). Anoche, cada grupo de los que actuó colocó unos 200 bailarines en el escenario, con un vestuario espectacular, confeccionado siempre con productos naturales de las islas (flores, hojas, perlas, semillas?) y una excelente coreografía. Y acompañados por una orquesta de percusión que dejaría en mantillas a las batucadas de Carlinhos Brown.
Lo dicho. Un espectáculo. Cuatro horas de ritmos a golpe de cadera y tambor de los que sales más excitado que con una sobredosis de cafeína. Me gusto en especial la actuación de Heikura Nui, un grupo de Tahití con una coreografía y una puesta en escena soberbia.

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Paco Nadal

Paco Nadal es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.

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El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

Un relato trepidante por unos de los destinos menos turísticos y más inseguros del mundo. Un viaje en solitario lleno de emoción y melancolía a lo largo de una región azotada por constantes guerras y conflictos étnicos. Un viaje plagado de sentimientos que consigue conectar al lector con los sufrimientos y las esperanzas de África.

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