Paco Nadal >> El Viajero

26 feb 2010

Las tripas de un aeropuerto (I)

Por: EL PAÍS

Reconozco que aunque soy ?de ciencias?, existen dos fenómenos que desbordan mi comprensión: uno es cómo puede flotar un barco (un barco de 100.000 toneladas, me refiero). Y otro, cómo funciona un aeropuerto (como funciona todos los días sin que ocurran mil percances más de los que ocurren todos los días, me refiero). Siempre lo he atribuido a un milagro.
Lo primero lo teorizó hace tiempo un tal Arquímedes. Lo segundo, lo del aeropuerto, con semejante cantidad de aviones yendo y viniendo, personal trabajando, máquinas, ordenadores, viajeros, maletas y problemas del más variado pelaje, todo junto y revuelto en una misma olla a presión, me sigue pareciendo de ciencia-ficción.
Por eso dije que sí al instante cuando Iberia me ofreció la posibilidad de conocer la T4 por dentro, la terminal más nueva y emblemática del aeropuerto madrileño de Barajas, las tripas del monstruo, la trastienda de un gigantesco maremágnum donde trabajan a diario 50.000 personas, por donde pasan cada día 137.000 personas con 137.000 historias y problemas diferentes, en donde aterrizan y despegan cada día unas 1.200 aeronaves y por el que pasan al año 20 millones de maletas.
Si un aeropuerto del tamaño de Barajas es fascinante por fuera, por dentro lo es más aún. Fascinante?. ¡e incomprensible por su complejidad para un neófito en la materia como yo!
Por ejemplo, las maletas. Los usuarios llegamos al mostrador de facturación, damos nuestro billete y nuestra identificación, recibimos una tarjeta de embarque, el operador u operadora coloca una etiqueta adhesiva al asa de cada bulto con un código de barras y un identificador, la cinta se pone en marcha y?.. ¡nuestras maletas desaparecen! Con un poco de buena suerte, volverán a aparecer 24 horas después en el otro lado del mundo, justo en el lugar donde nosotros estamos esperándolas. ¿Milagro? ¿Qué ha ocurrido en ese intervalo?
Pues que nadie más vuelve a tocar tu maleta. En la T4 existe una autopista de 120 kilómetros de cintas mecanizadas e informatizadas (la más grande del mundo) por donde el equipaje circula de manera automática hasta el muelle de embarque.
La primera cinta desemboca en otra y ésta en otra y en otra hasta que todo converge en una especie de muelle donde cada bulto cae en una góndola de color amarillo (como las de la foto de arriba). Un bulto por cada góndola. En el momento de caer, el sistema informático transfiere a la memoria de la góndola toda la información de ese bulto: a dónde va, en qué vuelo sale, a quién pertenece. Y el sistema pone en marcha la góndola amarilla por el laberinto de cintas de la T4. Repartidos estratégicamente hay cientos de arcos lectores (como el de la foto lateral) que van leyendo el código de barras de cada maleta y tomando decisiones por sí solo.
Por ejemplo, el pasajero ha facturado con muchas horas de antelación y no merece la pena que la maleta esté dando vueltas por el sistema y consumiendo energía durante horas: pues la manda a un almacén intermedio donde se para hasta que dos horas antes de la salida del vuelo se vuelve a activar automáticamente para tomar la cinta adecuada que la llevará a la puerta asignada a ese vuelo.
Que por el contrario un pasajero ha facturado muy tarde y la maleta va con retraso? no llega? no llega. Pues el sistema prioriza a esa góndola y en cada cruce (hay cientos de cruces y pasos a nivel en ese enjambre de cintas y góndolas por las tripas del monstruo) frena a las demás para darle paso a ésta.
Que una etiqueta se ha colocado mal, se ha doblado accidentalmente y los arcos no leen la información: pues el sistema la manda por un conducto lateral y llega a una zona donde se hace una revisión manual para localizar el problema y volverla a colocar en el sistema.
Parece ciencia ficción, pero así es. El sistema está preparado para picos de 60.000 maletas-día (el 2 de agosto de 2009 se llego a un récord de 52.000 bultos).
A estas alturas de la explicación a mi me había asaltado ya la misma duda que os estará asaltando a vosotros. Y entonces?¿cómo es posible que se pierda una maleta?
La respuesta, en el siguiente post (este ya está siendo bastante largo)
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PD: ironías del destino, hoy tenía que haber escrito el post desde Chile. Llevaba tiempo preparando un viaje en barco por los canales patagónicos que debería de haber empezado anoche. Pero el vuelo se suspendió; el aeropuerto de Santiago está de momento cerrado. A la espera de que me confirmen cuando podré volar, todo mi cariño y toda mi solidaridad con los chilenos. Una vez más: ¡Fuerza, Chile!.

26 feb 2010

El valle morisco

Por: EL PAÍS

Como ya os comenté, he estado unos días por una de las zonas más bonitas y fascinantes de la Región de Murcia : la vega media del Segura y, muy en especial, el valle de Ricote .
Es un paisaje sacado de un belén navideño o de un desierto oriental. Un lugar donde las almunias, las acequias, las palmeras y los azarbes dibujan una lengua verde y sinuosa que contrasta con las laderas ocres y calcinadas del valle que las circunda. Todo bajo una bóveda celeste siempre azul, siempre luminosa, pero tan parca en humedades que, como decía el poeta Vicente Medina ?¡Paéce que ya en el cielo al igual que en los hombres que no sienten las penas de los pobres, ni el brillo de una lágrima se advierte!?.
La escasez de agua ha marcado la vida, el carácter y el alma de sus gentes. Los ciclos eternos de sequías y riadas devastadoras, que se sucedían con abrumadora periodicidad, modelaron el paisaje y le dieron impronta a los cultivos. Un lugar con una cultura riquísima que hunde sus raíces en la etapa hispanomusulmana y en la que se escenifica día a día el milagro de la vida en cada gota de agua.
En la vega media del Segura hay balnearios donde ya se relajaban los romanos. Hay pueblos de cal y azulete. Hay iglesias mudéjares y palmerales que forman pequeños oasis. Hay bosques de ribera y norias que giran y giran sin más fuerza motriz que la del propio azarbe del que se alimentan. Hay cangilones, bancales, tablachos, azudes, azarbes y un sinfín de vocablos de raíz árabe que salpican la jerga huertana. Un lugar mágico. La Murcia desconocida.

25 feb 2010

¿Quién necesita el feisbuk ese?

Por: EL PAÍS

Muchas veces, cuando viajo por zonas rurales, me acuerdo de eso que los expertos llaman la brecha digital. Hay una parte de la sociedad que vive (vivimos) a 1000 por hora y se comunica (nos comunicamos) a 1000 por hora: tenemos twitter, facebook, buzz, messanger, tuenti, el correo electronico, el sms.... Demasiadas formas de comunicación para, a veces no tener, nada que comunicarnos.
Y por otro lado, en el mismo espacio/tiempo, existe otra sociedad que vive tan o más feliz pero sin twitter, facebook, buzz, messanger, tuenti, el correo electrónico, el sms.... y sobre todo, vive sin la perentoria necesidad de mandarse 20 mensajes por hora. Gente de localidades de pequeño o mediano tamaño que pasa por la vida a un ritmo más pausado y que, literalmente, le trae al pairo esa velocidad de locos en la que viven (vivimos) "lo de la sociedad de la información".
Gente que aún se comunica a la vieja usanza, como la costumbre de anunciar los óbitos mediante una furgoneta con megafonía que aún pervive en muchos pueblos de España (en mi pueblo de Murcia aún pasa el de la funeraria con un megáfono anunciando: "Se ha muerto Paco el Carcoma, el hijo de la Sorda, cuñao del Mariano el Bala...; nadie conoce a nadie por los apellidos, sino por el mote) o con esquelas pegadas con papel celo en los escaparates y las farolas con descripciones tan elocuentes como ésta que encontré el otro día en un pueblo de la vega del Segura, en Murcia
"Ha muerto Antonio tal de tal, el trompezón, el operador del cine Capitol, hermano de José y Paco los del butano blanco, sobrino de Pilar la de la calle Esparteros, primo de Pedro y Ana".
Con semejante descripción, ¿quién necesita el feisbuk ese?
Estoy pasando unos días en mi tierra, en Murcia. Tomo notas para un libro que me han encargado sobre el valle de Ricote , una de las zonas más bonitas de esta castigada región, donde el ladrillo visto y las grúas han sustituido a las palmeras y a los limoneros.
Ayer caminaba por el centro de una localidad de cierta importancia cuando pregunté por una dirección a unas niñas adolescentes españolas que tonteaban en un banco del paseo. La respuesta:
"Pues por esa calle p'allá, sigue p'allá.. y luego... hay una cosa, así...osea, una cosa en medio, ...tuerce p'acá.. allá al final está.

Vale. Me compraré un GPS.
Como obviamente con semejante explicación no encuentro la dirección, vuelvo a preguntar a otras dos niñas adolescente que viene de frente por la acera. Esa vez son sudamericanas:
"Sí, está por aquella calle. Ve usted el Banco de Santander, pues en esa esquina gire a la derecha, luego siga todo recto y donde encuentre una pequeña plaza, tuerza a su izquierda. No le ha de ser muy difícil, en cualquier caso vuelva a preguntar una vez allí".

¡Glups! ¿Se nos quedó la riqueza de vocabulario al otro lado del Atlántico?; en esta orilla del océano, ¿hablamos español o lo perpetramos? ¿Por qué en Sudamérica todas las clases sociales hablan un español riquísimo y aquí parece que con media docena de palabras nos apañamos? ¿Están nuestros adolescente "atontaos"? No sé, pero la pobreza del vocabulario que empleamos por estos pagos empieza a alarmarme. (¡ojo!, esto pasa en cualquier lado, no solo en mi tierra).

22 feb 2010

Tambores lejanos en la selva del Ituri

Por: EL PAÍS

Me preguntáis por cómo y con quién me movía por el territorio de los pigmeos mbuti del río Ituri, en el Congo. Viajaba en una piragua de madera con dos pescadores bantú a los que contraté en un poblado cercano a la carretera que va a Kisangani. Uno de ellos hablaba kilese, una de las lenguas de los pigmeos, y me traducía al francés.

Los pigmeos son gente afable, tímida y pacífica. Para su desgracia, están ya muy habituados al contacto con otros pueblos de alrededor y con blancos; un contacto en el que como ya expliqué casi siempre han llevado la parte menos favorecida. Oí hablar de grupos que vivían en lo más recóndito del Ituri y sus afluentes que aún se resistían a ese mestizaje, pero en las zonas que yo visité, más cercanas a la carretera (en realidad, una pista de tierra, la única de todo el este del Congo, que une Goma con Kisangani ) y por tanto a la supuesta "civilización", la aculturización y la disolución de sus modo de vida en otro ajeno era mayor. En varias aldeas vi especies de factorías de cestos y canastas hechas con hojas que los pigmeos hacían para cambiar en los mercados de los bantú e incluso para el incipiente turismo que en aquellos lejanos años empezaba a llegar por allí.
Pero esa relación con los negros bantús no es reciente. Viene de siglos y ha sido objeto de estudio por parte de muchos antropólogos. Serge Bahuchet la definía como dos sistemas económicos diferentes, con sus propios métodos de producción y de consumo, pero con interferencia a nivel de producción. La similitudes y diferencias entre sus lenguas han dado también muchas pistas de esta interacción entre pigmeos y grandes negros en la cuenca del río Congo. Solo que en las últimas décadas la diferencia entre ambas culturas se ha magnificado, con la consiguiente pérdida para la más débil.
Los pigmeos mbuti tiene un alto sentido de la musicalidad. Utilizan sus tambores y flautas en cuanto hay una oportunidad de fiesta o en grandes celebraciones y sus cantos polifónicos se elevan por encima de la canopia como un salmo celestial. Así los fotografíe el último día de mi estancia en el Ituri, cuando cantaron y bailaron en mi honor.


18 feb 2010

De elefantes y termitas

Por: EL PAÍS

A diferencia de esos pigmeos que vi cerca de la carretera, en dependencia total de los bantú congoleños, conforme me adentraba en la espesura del río Ituri encontraba poblados en los que la aculturización era menor y donde las formas de vida tradicional aún marcaban el ritmo de la comunidad.
Los pigmeos del Ituri viven en claros de la selva, en poblados de una docena de cabañas en forma de iglú que construyen con un entramado de palos cubierto por grandes hojas de banano que hacen la estructura casi impermeable. Encienden el fuego en el interior y como no hay ningún respiradero, la habitación se ennegrece por completo.
La división del trabajo en la aldea estaba bien marcada. Cuando llegaba a media mañana a una de ellas, apenas había hombres: estaban de caza. Las mujeres en cambio tenían asignadas todas las tareas de recolección, incluida la de traer madera al poblado y cortarla, un trabajo arduo que también comportaba un gran desgaste físico. Me llamó la atención la abultada barriga que presentaban casi todos los niños; algunos tenían el pelo rubio y ensortijado. Les di unos globos que llevaba y se lanzaron a jugar con ellos como cualquier otro niño del mundo. Por entre las chozas corrían alguna gallina con sus polluelos y varios perros famélicos. A los perros los utilizan en la caza: les colocan unos cencerros de madera y ahuyentan con su ruido a las presas.

Además de grandes animales, incluidos elefantes, en su menú también entraban pequeños animales y roedores que capturaban con trampas. Los bantús solían menospreciar a los pigmeos por su poco exigente dieta. Comían además muchos tipos de insectos: una orugas enormes que ya había visto antes en el mercado de Kisangani, y muy en especial, termitas, uno de los manjares en la dieta de lo mbuti del río Ituri.
Cada poblado tenía en "propiedad" varios termiteros, que controlaban para predecir el momento en que se iba a producir el ejambramiento: la salida en tropel de los termes. Era un momento de excitación para la comunidad. Las mujeres cubrían el termitero con hojas de banano y capturaban por miles las termitas que escapan de la colina de tierra. Una vez despojadas de las alas se freían y se convertían en un manjar y en un motivo de fiesta para la comunidad.
De todas formas, hasta donde pude comprobar, quedaban pocos o ningún poblado pigmeo que llevara una vida autosuficiente. Su dependencia de los bantú era cada vez mayor. Y más nociva. El trueque y el sedentarismo habían sustituido a las grandes partidas de cazadores nómadas.

17 feb 2010

Los pigmeos del Ituri

Por: EL PAÍS

Durante varios días deambule por la cuenca del Ituri para visitar y fotografiar diversas comunidades de pigmeos . Fue uno de los trabajos fotográficos que más cariño le tengo, no solo por la espectacularidad de la selva que me rodeaba sino por la oportunidad de conocer a uno de los pueblos más antiguos, sorprendentes y maltratados del África ecuatorial. El reportaje se publicó en uno de los primeros números de la revista Altaïr.
Los pigmeos son los pobladores originales de las densas selvas que rodean el río Congo y sus afluentes. Su población supera los 300.000 individuos distribuidos por una decena de países, desde Camerún a Gabón pasando por los dos Congos. Una de las comunidades más grandes es la de los pigmeos mbuti de la cuenca del Ituri. Desde hace miles de años, los mbuti han vivido en perfecta comunión con estos densos bosques. Son cazadores y recolectores; cazan antílopes, monos, cerdos salvajes... recolectan frutos, miel, raíces. Son expertos curanderos, el bosque es su hogar y saben como sacarle partido a cada árbol, a cada hoja. Se mueven y se camuflan en él como si fueran una parte más del entorno. Seguirles a la carrera en una partida de caza, cargado de cámaras y con una estatura a todas luces excesiva para las trochas que ellos mismo abrían en la selva fue toda una experiencia.
Pero ese bosque que para ellos es hogar, farmacia y supermercado es también el objeto de la codicia de las grandes empresas madereras y mineras. Desde hace años, su espacio vital se reduce de forma alarmante. Su cultura no conoce ni la escritura ni el metal. Intercambia la caza que les sobra y los productos de recolección, además de cestas y otros objetos que hacen con material vegetal, por arroz, azúcar, legumbres y herramientas de metal (puntas de flecha, ollas..) con sus vecinos, los bantú. Solo que esta relación dista mucho de ser igualitaria. Me impresionó mucho ver el estado de semiesclavitud al que muchos granjeros bantús sometían a sus empleados/criados pigmeos.
Éstos, que ya no vivían en poblados en el interior de la selva, sino en torno a asentamientos bantú, te miraban desde la orilla de la carretera con su aspecto adulto en un cuerpo de adolescentes, un cráneo muy grande en relación a la estatura, labios prominentes, nariz achatada, pelo negro y ensortijado. Y una mirada de infinita tristeza. "Esta fue siempre nuestra tierra, pero no tenemos siquiera el derecho a sentirnos ciudadanos", parecían gritar.

16 feb 2010

La fiesta de "Pedro Páramo ya..."

Por: EL PAÍS


Aunque dije que hoy seguiría contando el viaje por Zaire, permitidme que haga una pausa para invitaros a la presentación de mi nuevo libro, "Pedro Páramo ya no vive aquí", con el que gané el V Premio Eurostars de Literatura de Viajes.
El fiestón será mañana miércoles 17 en la planta 30 del hotel Eurostars de Madrid (Castellana 259B), una de las cuatro nuevas torres de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid.
Será en el salón panorámico, con las mejores vistas de Madrid desde uno de sus rascacielos más emblemáticos. Os espero allí. Me encantará verós y pasar un rato juntos.
Lo presentan Javier Rioyo y Javier Coronas, mis dos compañeros de fatigas en la SER. Solo por estar un rato con ellos merece la pena ir.
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PD: se que muchos habéis intentado poner comentarios en las últimas horas y no habéis podido. Hay un problema con el servidor y lo están tratando de solucionar (es algo del carburador, como le solía pasar a mi viejo Seat 850). Lo siento, a veces la tecnología no es tan del siglo XXI como creemos. Espero que quede todo arreglado esta mañana.

15 feb 2010

El corazón de las tinieblas

Por: EL PAÍS

Junto a conseguir agua potable, moverse (desplazarse) es uno de los trabajos más arduos en África y que más energía demanda a sus habitantes. Ir de A a B, algo que para un tercio de la población mundial es tan sencillo como tomar el bus o el metro o el tranvía que une A con B, es para un africano una prueba de paciencia, resignación y fortaleza digna de una epopeya homérica. También para los forasteros.
Por eso, durante aquel viaje por el ex-Zaire , actual Congo, no desdeñé cualquier cosa que se moviera con tal de seguir viaje en la dirección deseada, aunque a veces fuera peor el remedio que la enfermedad. Una noche, bebiendo cerveza (demasiada cerveza, quizá) a orillas del lago Kivu conocí a tres austríacos con lo que intimé y me ofrecieron un hueco en su furgoneta hasta la Reserva Natural de la Rwindi, uno de los parques nacionales con fauna autóctona. Pero pronto comprendí que la cuadriculada mentalidad prusiana de mis benefactores era incompatible con el talante africano. Aquellos tipos viajaban como si estuvieran desfilando por Berlín ante el Führer: rectos y marciales. ¡Solo que esto era África, kartofen! A la tercera avería de aquella ruina rodante llamada furgoneta (lo habitual por estos pagos), los austríacos montaron en cólera y exigieron soluciones rápidas y efectivas a André, el zaireño que conducía. Como si el concesionario de Volkswagen estuviera a la vuelta de una acacia. En vista de que ya estabamos en el interior de la reserva y el motor seguía sin dar señales de vida, dormimos todos apiñados entre el coche y un gran fuego, mientras la noche se llenaba de rugidos y extraños sonidos. No pegué ojo de puro miedo.
Dos días después abandoné la explosiva mezcla afroteutónica y convencí a un tipo para que me llevara con su coche a la confluencia del río Itruri con el Congo. Pero como le regateé demasiado el precio del viaje me dejó tirado a nueve kilómetros del destino, bajo el sol justiciero y el peso de mi mochila.
Cuando por fin alcancé una aldea de pescadores a orillas del río Ituri, uno de los afluentes del gran Congo, el río donde mueren todos los ríos, el "corazón de las tienieblas", de Conrad, contraté a un par de chavales con una piragua para que me llevaran a un lugar muy especial, el verdadero objetivo de mi viaje por la cuenca del Congo.
Tenía una cita con gente muy especial. Me esperaban en la Edad de Piedra.
¿Os imagináis quién? La respuesta, en el próximo post.

11 feb 2010

Zaire en autostop

Por: EL PAÍS

Al desempolvar las fotos del río Congo para el post de ayer recordé el primer gran viaje que hice por el África negra. Fue hace muchos años y el país que recorrí ha cambiado tanto que ya ni se llama igual. Aquel viaje que hice a bordo de camiones de carga por un territorio tan virgen y poco evolucionado que parecía la selva de Tarzán se llamaba entonces Zaire , y lo gobernaba un dictador fantoche: Mobutu. Era un país gigantesco, cinco veces la extensión de España, con una ausencia total del estado en buena parte del territorio. En toda la zona este, la de los Grandes Lagos, limítrofe con Ruanda, Burundi y Uganda, simplemente no había servicio alguno: ni transporte público, ni correos, ni sanidad, ni alojamientos... cada uno de las apañaba como podía. Igual que cuando Livingstone y Stanley aparecieron por allí.
Hoy el país se llama República Democrática del Congo . Ha cambiado a Mobutu por la saga de los Kabila y la ausencia del estado sigue siendo igual de clamorosa que antes. Solo que ahora además el estado ha perdido el control de buena parte del territorio, en especial esa franja de los Grandes Lagos, desestabilizada tras las matanzas de Ruanda y Burundi de 1994 .
Viajaba de la única manera que se puede viajar por el Congo y por buena parte del África negra: subido a la caja de los caminos de carga, los únicos que se atreven a moverse por las destartaladas pistas africanas. Me desplazaba por la única carretera transitable en el este de Zaire: una pista de tierra de casi mil kilómetros de longitud entre Bukavu y Kisangani por la que discurre el escaso trafico rodado del país y que quedaba anegada en cuanto empezaba la temporada de lluvias. Dormía encima del camión, en chozas a la vera del camino e incluso a veces en misiones protestantes o católicas donde cenaba caliente, pero me comían los chinches y las garrapatas.

Pese a todo, el paisaje era soberbio. La carretera, la misma que luego vimos en todos los informativos atestada de refugiados vagando sin rumbo con sus bultos en la cabeza mientras huían de las matanzas entre tutsis y hutus, partía con su fuerte color anaranjado la monotonía verde de la selva. Una cortina vegetal envolvía la escena con un impenetrable misterio.
La rutina era siempre la misma. Madrugaba para ir al mercado central del pueblo y negociar un hueco en la carga de algún camión que partiera en la dirección que quería... o a veces en cualquier dirección. Pasaba días y noches enteras encima de las más variopintas mercancías y rodeado de la más pintoresca compañía. Agarrado a lo que podía, luchaba por no caer de aquel trasto infernal en cualquier bache, mientras mis compañeros reían divertidos de ver a un musumgo (blanco) en aquella tesitura. Una vez pasé dos días encima de sacos de pescado seco que venían del lago Alberto. No hubo jabón en todo Zaire capaz de quitarme después ese olor nauseabundo de mis ropas: en cuanto llegaba a un pueblo me perseguían todos los gatos, relamiendose. Otra vez viajaba con veinte zaireños y una cabra. La cabra murió una noche oscura y lluviosa, supongo que de pulmonía. Solo el dueño le lloró a lágrima tendida; el resto de compañeros sonreía sin tapujos: cuando acabó el velatorio de la pobre cabra...¡nos la comimos asada!

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Sobre el autor

Paco Nadal

Paco Nadal es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.

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El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

Un relato trepidante por unos de los destinos menos turísticos y más inseguros del mundo. Un viaje en solitario lleno de emoción y melancolía a lo largo de una región azotada por constantes guerras y conflictos étnicos. Un viaje plagado de sentimientos que consigue conectar al lector con los sufrimientos y las esperanzas de África.

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