Paco Nadal >> El Viajero

14 abr 2010

Carnac, donde Obélix se sacó el máster

Por: EL PAÍS

Imagina miles de piedras de gran tamaño colocadas de forma vertical. Alineadas en precisas hileras de centenares de metros de longitud. Imagina que las has tenido que traer desde un lugar lejano. Imagina que no conoces la rueda ni el hierro ni la grúa ni la excavadora y mucho menos el martillo neumático. Imagina que.... ¡basta, es imposible de imaginar!
Pues eso es lo que sientes cuando llegas a Carnac , el mayor conjunto megalítico del mundo y el más espectacular de Bretaña , tierra rica en yacimientos prehistóricos.
Carnac es una pequeña localidad del golfo de Morbihan. Había leído mucho sobre los menhires de Carnac y había visto fotos, pero nada es comparable con la impresión que te produce al verlo en directo.

Hace 6000 años, los pobladores de estas tierras levantaron extraños alineamientos de enormes piedras de granito con una técnica que aún hoy siguen siendo un misterio. Quedan en la actualidad 3.000 menhires en el entorno de Carnac, colocados en cuatro grandes alineamientos, el mayor de los cuales alberga 1.100 piedras.

Cómo cortaron aquellas piedras, cómo las trasladaron hasta aquí, cómo pudieron levantarlas y cimentarlas en el suelo sigue siendo un misterio. El más grande de los menhires de Carnac (el de la foto pequeña) tiene seis metros de altura visible; pero hay otro derribado en la cercana Locmariaquer, el "gran menhir roto" , que tuvo 20 metros de altura y un peso de 350 toneladas. ¡Increíble!
Tampoco se sabe su finalidad. ¿Recinto funerario? ¿observatorio astronómico? Personalmente prefiero no saberlo. Prefiero que el misterio de su utilidad aumente la magia de su tamaño y su soledad. Nos empeñamos en darle a todo una razón, un uso. Y a veces es más poético que la imaginación nos lleve a puertos en los que el barco de la razón nunca recalaría.
AVISO: Carnac genera poesía en temporada baja. En verano es tal el número de turistas que se ha tenido que colocar una valla para impedir acercarse a los menhires en esas fechas. ¡Ah, el turismo!, tan parecido a Atila.
Una de las cosas que más me ha impresionado de Bretaña son sus pueblos. Y dentro de esos pueblos tan bien conservados, las viejas "casas de entramado", fincas de varias alturas que datan de... ¡los siglos XV, XVI y XVII!
Una maravilla de la arquitectura popular hechas con entramado de vigas de madera y mampostería de barro cocido que ahí están, erguidas y orgullosas, 500 años después, como si nada hubiera pasado. ¡Eso si que es construir con materiales de primera calidad y no lo que ofrecen los promotores de hoy día!
Están todas restauradas y en uso. Hay muchas en el casco antiguo de Quimper, la antigua capital de Cornualles, que tiene la catedral más bonita de Bretaña (la foto pequeña del lateral). Y muchas también en el centro histórico de Vannes (foto de arriba), con uno de los barrios medievales mejor conservados de la región.
Me gusta pararme delante de estas reliquias de la vida cotidiana e imaginar cómo sería la vida del vecindario en aquellos lejanos tiempos. ¿Habría reuniones de la comunidad para discutir sobre un problema en las cañerías? ¿existiría un señor Cuesta y un portero Emilio y unas vecinas cotillas llamadas Concha, Marisa y Vicenta? Seguro que tendrían las mismas glorias y miserias que cualquier comunidad de vecinos actual. En ciertos aspectos, la Humanidad ha progresado poco.
Su contemplación también me lleva a otro razonamiento. ¿Por qué en Centroeuropa tienen unos pueblos cuidados, armónicos y respetuosos con la tradición arquitectónica local y los pueblos de España son (con las lógicas y razonables excepciones) tan anodinos y vulgares. Tan feos, vamos.
Mi opinión tiene que ver con uno de los pecados capitales del carácter mediterráneo: nuestra absoluta falta de respeto y cuidado hacia lo público. Nuestra casa es sagrada, pero nuestra casa acaba en la puerta. La fachada, la calle, el entorno que la rodea ya no es nuestro, es de todos, y no tenemos por qué preocuparnos de él. Por eso nadie respeta una arquitectura acorde al entorno, tiramos los viejo para construir vulgaridades en ladrillo visto, llenamos de balaustradas y caballos rampantes de piedra vista el chalé para aparentar no se qué y, lo que es peor, las administraciones públicas no exigen para construir una normativa estética que evite que nuestros pueblos sean (con excepciones, no seré yo quien generalice en esto) un decálogo del kitsch (en Bretaña, por ejemplo, como en Suiza, no puedes construir como quieras, tienes que respetar la arquitectura de la comarca).
En España hay localidades preciosas, desde luego. Pero en general no tenemos el más mínimo buen gusto para urbanizar y mantener la ampliaciones modernas de nuestros pueblos. Y quien crea que exagero solo tiene que darse una vuelta "por ahí afuera".
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Esta es la Ville Close de Concarneau, una ciudad amurallada y rodeada de agua por los cuatro costado.
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Y ésta, la deliciosa plaza mayor de Malestroit, una pequeña villa en el canal de Nantes a Brest

12 abr 2010

Crêpe a la bretona punto com

Por: EL PAÍS

Si hay una palabra que defina la esencia nacional francesa es... crêpe . Los no iniciados siempre hemos pensado que si eran los quesos, que si las ostras, que si.... Pues no, el emblema de la comida popular de media Francia es el humilde y no siempre bien ponderado crepe. Tanto que se dice que hay dos Francias: la de los que comen churros (al sur) y la de los que comen crepes (al norte).
Dicen también que el crepe es originario de Bretaña, donde es la comida nacional. Hay más de 1.500 creperies por toda la región y el menú del día más popular es el de un crepe de entrada, un crepe de plato principal y un crepe dulce de postre (así no te tienes que calentar la cabeza si ese día quieres carne o pescado), todo bien regado con sidra natural. Aunque reconozco que por mucho que te gusten los crepes (como es mi caso) este ritmo monotemático de ingesta no lo aguanta nadie que no haya nacido bretón, ¡pardiez!
Estuve en una de las creperie más populares y famosas de Finisterre: Le Fregate, del chef Christophe Beuriot , en la pequeña localidad costera de Le Faou. Ocupa en un edificio de 1650, decorado de manera muy sencilla, y hace unos crepes de morirse. Como todo buen chef, Christophe es capaz de aguantar tortura china antes de confesar su secreto, pero a fuerza de insistir me dijo que uno de ellos es hacer la masa en el momento (en Bretaña es pecado comer un crepe amasado un par de horas antes) y usar harina de blé noir , una poligonacea parecida al cereal pero que no lo es, y por tanto no tiene gluten. Se le llama el trigo sarraceno, porque lo introdujeron los árabes y es el mismo que se usa en Cataluña para las farinetas. Y otro secreto: la masa ha de ser tan fina como un papel de fumar... pero que no se rompa. En la alta Bretaña se les llama galettes.
Christophe ofrece en la carta de Le Fregate 120 tipos distintos de crepes o gallette. Y no cocina más porque no se lo propone. Así que nos pusimos a innovar y nos salió un nuevo crêpe de blé noir: el país.com. ¡Estaba para chuparse los dedos!

10 abr 2010

¿Mallorca? No, Bretaña

Por: EL PAÍS

Si hay un elemento que define la costa bretona es el viento. El viento condiciona la vida de sus habitantes y modela el paisaje. Un viento que generalmente sopla del oeste, del océano. Y llega cargado de humedades.
Hoy he seguido el sendero de los Aduaneros por la península del Cap de la Chevre , cerca de Crozon, en el departamento de Finisterre. Es una de las zonas más espectaculares del sendero: grandes acantilados y la soledad más absoluta. Solo algunas antiguas aldeas de pescadores cuyas humildes casas de mampostería de granito son ahora segundas residencias de franceses y alemanes urbanos.
Aquí se palpa la acción del viento. En la parte oeste de la península, la de la foto de arriba, no crece más que un ralo matorral achaparado. Ni un árbol, nada que sobresalga más allá de un palmo sobre el nivel del suelo. El viento se encarga de hacerlo morir.
Si en embargo, de regreso (he hecho una ruta circular para volver a donde dejé el coche) por la otra costa de la península, por la cara este, me encuentro con la sorpresa de la foto de abajo: ¿habré llegado a Mallorca? Me recuerda las calas de Soller o de Sa Foradada. Elegantes pinares que enmarcan una postal casi mediterránea. De hecho hace poco hubo una polémica en Francia porque se utilizaron fotos de esta misma cala del Cap de la Chevre de Bretaña para ilustrar un folleto turístico de la isla de Córcega, en el Mediterráneo. Y claro, como se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, alguien les pilló.
Moraleja: nunca te fíes de lo que ves en un folleto turístico.

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Más información del sendero de los Aduaneros en Pòle Randonnées en Bretagne y en Tourisme de Bretagne (en español).

08 abr 2010

2.000 kilómetros de senda por la costa

Por: EL PAÍS

La principal razón que me ha traído a Bretaña es recorrer a pie una parte del sendero de los Aduaneros . Y digo una parte porque esta senda por la costa bretona tiene....¡casi 2.000 kilómetros de longitud! Dos mil kilómetros de senda peatonal pegada al mar, bien deslindada, señalizada con carteles metálicos y con una pequeña red de albergues y gîtes d'etape para dormir. ¿Un sueño? No, existe de verdad.
Si lo comparamos con España, donde pese a la ley de Costas, el litoral siguen siendo una cortina continua de cemento, las playas públicas siguen estando plagadas de chiringuitos, chalés ilegales y todo tipo de obstáculos y enlazar a pie una población con otra es, en la mayoría de los casos, una gimkana más compleja que el Camel Trophy pues... te da envidia, para que lo vamos a negar. Bien es cierto que la climatología bretona mete mucha menos presión sobre el litoral, que aquí el verano dura un mes y que los listos del negocio del ladrillo nunca pusieron sus garras sobre estas zonas atlánticas (con jodernos el Mediterráneo han tenido suficiente).

El sendero tiene su historia. En el siglo XVII, Jean-Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV , decidió implantar un sistema de tasas aduaneras para gravar los productos de exportación. Y para que nadie colara de contrabando mercancías (sobre todo desde la pérfida Gran Bretaña), estableció un servicio de vigilancia aduanera a lo largo de toda la costa norte. Estos aduaneros tenían una caseta donde resguardarse y un tramo de costa asignado para vigilar las velas contrabandistas. Esos caminos usados por los agentes de aduana, reparados, unidos y señalizados, son los que ahora se han convertido en el GR 34, el sendero de gran recorrido que surca toda la costa bretona.

El primer día hice un tramo de unos 20 kilómetros en la Pointe de Chateau, una península entre la isla de Brehat y la localidad de Perros-Guirec. El envoltorio es espectacular: crestas y rocas que emergen por doquier, islotes desperdigados entre el oleaje, gaviotas, una placentera sensación de lejanía, la grandiosidad de los espacios abiertos... Un paisaje muy celta que me recordaba a Escocia, a Irlanda, a Galicia.

Y desperdigadas por los prados, siempre mirando al mar, algunas casitas de ensueño. No por su magnificencia o lujo (aunque los franceses también abusan de los enanitos de jardín -mal gusto hay en todo lados- , al menos no se hacen mansiones con ínfulas de Falcon Crest como algunos por estos pagos). No: eran fabulosas por su ubicación, por su sencillez, por su soledad. Como esta de la foto. ¡Dios mío! Si un día me pierdo.. ¡estoy allí! Me la pido para retirarme a escribir. O a leer. O a lo que sea.
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Más información del sendero de los Aduaneros en Pòle Randonnnées en Bretagne y en Tourisme de Bretagne
Bretaña es el mar, me decía mi amiga. El mar, el viento, el graznido de las gaviotas y el olor a salitre. Aunque en realidad, hay mucha más Bretaña de interior, de ganaderos y agricultores, de pueblos de llanura, que de puertos y pescadores. Un oficio en franco retroceso. Pero ya se sabe, un cliché es un cliché y cuesta mucho cambiarlo.
De camino hacia el oeste paro en Loguivy, una pequeña localidad costera donde los botes duermen la siesta sobre un lecho de limo verdoso en espera de que el mar vuelva de sus correrías diarias. Deambulo por el espigón cuando un hombre mayor tocado con una gorra de marinero se me acerca y me ofrece conversación. Parece un "capitán de altura" sacado de un relato de Jorge Amado ("el capitán Vasco Moscoso de Aragón"). Se llama Roger le Bellec, tiene 69 años y es marino retirado. Le pregunto si aún quedan pescadores en Bretaña y me contesta que en ese pueblo aún hay doce barcos que faenan la langosta, el cangrejo y las coquillas.
- ¿Y es peligroso navegar por estos mares?
- "Que vá", me contesta. "Estos apenas se separan de la costa y vuelven a dormir cada noche a su casa. Peligroso era lo que hacíamos en el 59, cuando trabajaba en un barco de Marsella que pescaba langostino cerca de la Antártida. Aquello si que era duro".
Es lo que me encanta de la gente de la mar. Le dices buenos días y te responden con material suficiente para escribir una novela. Una vida llena de aventuras, como una trama de Jack London . Roger es de palabra fácil (o de tiempo ocioso, estar jubilado es lo que tiene) y no necesita que le de mucho carrete para seguir largando su biografía.
- Pasábamos 10 meses fuera de casa y había solo 8 camas para 20 de la tripulación. Una vez se enganchó un tiburón en la red y al ir a soltarlo se revolvió y casi me arranca el brazo (me enseña la cicatriz para certificarlo; los viejos marinos nunca miente, si acaso exageran un poco: ver Los viejos marineros, de Jorge Amado). No había médico a bordo y el capitán me la desinfectó con amoniaco. Como aquelo pintaba mal decidieron coserme la raja en vivo. El capitán me dio un vaso de cognac. Pero le dije: Capitán, si me tengo que morir, mejor hacerlo en buenas condiciones... y me bebí la botella entera de un trago". Y aquí sigo, vivo.
Así son los viejos marinos bretones. Duros como los acantilados de esta tierra de vientos y mareas. Y para certificarlo, me enseña una foto de cuando era pescador de altura, con su barba, su cara de pillo, su jersey de lana y su gorra de fieltro... y todo un futuro por delante.
Lo primero que hice en Bretaña fue alquilar una bicicleta en Dol de Bretagne, un pueblecito encantador de casas de piedra (como casi todos), para recorrer la bahía del Mont St. Michel, en el extremo noreste de la península bretona .
Gus Planet me preguntaba si el celebérrimo Mont St. Michel pertenece a Bretaña o a Normandía. Pues la bahía que le da nombre hace frontera entre las dos regiones, pero el monasterio más fotografiado de Francia, ese enclavado sobre un peñón puntiagudo que queda aislado en una isla mareal, está por apenas unos kilómetros en Normandía, para desgracia de los bretones, que por unos miles de metros perdieron el segundo lugar más turístico de Francia. Pero bueno, tampoco es que les haga falta. Aquí sobran atractivos.
Hacia él me dirigía pedaleando por una costa llana y diáfana, un escenario construido con solo dos planos y líneas horizontales que fugan hacia el infinito, cuando aprendí mi primera lección de climatología bretona. Vivir con las ventanas abiertas al Atlántico tiene sus peajes y el viento, cuando sopla (que es casi siempre) sopla de verdad. Una cortina negra se aproximaba por el oeste barruntando tormenta. Y lo que en principio era una brisa se convirtió en un pequeño huracán. De repente los nubarrones eclipsaron el cielo y un diluvio universal de cinco minutos se abalanzó sobre la tierra. Aunque tardé segundos en refugiarme en una parada de autobús, me calé hasta los huesos. El viento se hacía cada vez más intenso y aunque lo llevaba de espaldas decidí que no podría llegar al Mont St. Michel: luego había que regresar con él de frente. Y así ocurrió: tardé el doble de tiempo en volver a Dol con la tempestad en contra. No siempre se puede tener buena suerte.

Por los arenales infinitos que dejaba la marea en su huida veía volar a los char à voile, los carros de vela. Una especie de windsurf de secano y con ruedas muy populares en estos playazos de la costa francesa. Yo probé uno una vez en el desierto de los Monegros, pero para que engañarnos: no es lo mismo.
PD: en cualquier caso, esto era un aperitivo. Lo que venía a hacer en Bretaña se hace a pie.

04 abr 2010

Era la Bretaña francesa

Por: EL PAÍS


Dedicado a jamr, queralt, zaphod bleebox, José A. Sencianes, abuela Cris, Paco Elvira y ET (aunque hizo trampas), que acertaron.
Y a todos los demás, por continuar aquí.

Podía haber sido Galicia, pero no. El lugar en el que he pasado los últimos días es la Bretaña, el extremo oeste de Francia, el finis térrae del país vecino, donde existen una provincia llamada Finisterre y un trozo de costa tan preñado de acantilados, rompientes y tormentas que le llaman de la Muerte.
Podría ser Galicia, es verdad. Porque como ella, aquel finis terrae galo (o mejor dicho, bretón) hunde sus raíces en la cultura celta, es profundamente católico, utiliza grandes cruceiros de oscuro granito para marcar los caminos y el sonido de la gaita, de las gaviotas y de los carros cargados de heno pone banda sonora a un territorio lleno de leyendas, de brumas, de cielos grises, de vientos húmedos que llegan del Atlántico, de prados verdes y de tradiciones rurales muy diferentes a las del resto del país.
Pero no es Galicia. Es la Bretaña francesa . Le pregunté a una amiga bretona nada más llegar, ?¿qué es para ti lo que mejor define a la Bretaña?? Y no dudo ni un instante: ?El mar, Bretaña es el mar?.
Y así lo sientes cuando viajas por ella. Hay 2.000 kilómetros de costa (no porque sea así de larga sino por su torturada orografía, llena de rías, estuarios, entrantes, cabos, penínsulas, golfos.. y todo tipo de accidentes geográficos). Un mar bravío, oscuro en invierno, verde turquesa transparente en verano, lleno de acantilados, de villas pesqueras, de ciudades medievales amuralladas, de criaderos de ostras, de enormes playazos tan solitarios en la bajamar que parecen desiertos de quita y pon.
Y de gigantescas mareas: en St. Maló el nivel del agua puede oscilar hasta 13 metros entre la pleamar y la bajamar. Eso fue lo primero que me llamó la atención nada más llegar. En Bretaña el paisaje muda. Cuando la marea baja el escenario se transforma. Y todas las islas, islotes, acantilados, puertos, radas y bahías dejan ver por abajo sus intimidades como sentinas oscuras, cual barcos clavados en la arena sobre una quilla de color negro.
Este es el paisaje que recorreré durante los próximos post. Me encantaría que lo hiciéramos juntos. Lo primero que nos espera es una bicicleta en la bahía del Mont St. Michel.

01 abr 2010

¿Dónde estoy?

Por: EL PAÍS

Llevo unos días en una región de Europa donde existe un Finisterre y una costa de la Muerte, donde las ostras son abundantes, buenísimas y muy baratas; donde hay una cruz de piedra de granito en casi cada cruce de caminos y donde la manteqilla se toma con sal.
¿Dónde estoy?
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El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

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Sobre el autor

Paco Nadal

Paco Nadal es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.

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El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

Un relato trepidante por unos de los destinos menos turísticos y más inseguros del mundo. Un viaje en solitario lleno de emoción y melancolía a lo largo de una región azotada por constantes guerras y conflictos étnicos. Un viaje plagado de sentimientos que consigue conectar al lector con los sufrimientos y las esperanzas de África.

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