Paco Nadal >> El Viajero

14 oct 2010

Estambul y el Pudding Shop

Por: EL PAÍS

La mezquita Azul de Estambul


Hay muchos autobuses diarios entre Sofía y Estambul, pero no sé por qué todos los que yo encontré salían al atardecer. Así que para el último tramo de esta aventura terrestre hacia Oriente, para el punto y final del mayor atracón de autobús de mi vida... me tocó pasar otra noche en ruta. Diez horas más en blanco.
Cuando por fin las primeras luces del alba delataron la cercanía de Estambul, mi alma debatía seriamente la posibilidad de romper lazos de unión con mi cuerpo. Tras ocho días de viaje y 3.681 kilómetros de autocar (menos el tramo Triestre-Ljubliana en tren, para ser precisos), la puerta de Asia se abría ante mí, radiante de cúpulas y minaretes. Radiante de exotismo. Pero yo era incapaz de sentirlo. Al bajar en la estación de Estambul me hice la promesa de no volver a montar nunca más en autobús.
En Estambul siempre me ha gustado hacer dos cosas: ir a Santa Sofía , a reconciliarme con el género humano, capaz de levantar semejante prodigio de la ingeniería nada menos que en el año 537. E ir a relajarme en un hamman, dejando que un señor gordo, peludo y con bigote me masajée como si quisiera matarme.
Pero esta vez me tenía prometido otros dos rituales si terminaba el viaje con éxito. El primero: cruzar el puente sobre el Bósforo para poder contar algún día a mis nietos que llegué a Asia por carretera.
El segundo era ir casi en peregrinación al Pudding Shop . Para quien no haya oído hablar de él, es un antiguo café-restaurante cerca de la plaza de las mezquitas que fue el centro de reunión de hippies y mochileros desde los años sesenta. En una época en que no había Twitter ni móvil, ni oficina de turismo ni reservas por Internet, Estambul se convirtió en una especie de hub intermedio entre Europa y los destinos exóticos en Asia para los buscavidas de todo el mundo. Y el Pudding Shop era su local de reunión y su agencia de viajes.
Pasaban por aquí y dejaban mensajes clavados en las paredes demandando un transporte para Kathmandú o para Goa, un compañero para la aventura, un sitio para dormir o algo para fumar. Prisa no había.
Creo que el Pudding sigue perteneciendo a los mismos propietarios, pero como ya nada es lo que era en esta Estambul vendida al turismo de masas, se ha transformado en un restaurante self-service con wi-fi, mantel de hilo y aire acondicionado.
Hay que agradecerles que hayan mantenido (o al menos mantenían, cuando yo estuve allí por última vez) engalanadas las paredes con recortes de periódicos y fotografías de aquel pasado glorioso, cuando docenas de trotamundos se ponían aquí ciegos a baklava y marihuana, cenaban a la luz de la luna en su famoso patio y esperaban un camión, una Combi Wolksvagen o cualquier cosa con ruedas que les permitiera seguir viaje a destinos míticos: Afganistán, India, Nepal, la Ruta de la Seda? en lo que dio en llamarse el "hippie trail" Pero esa, la verdad, será ya otra historia.
Para saber más del Pudding y aquellos viajes a Asia recomiendo el libro de mi amigo Chema Rodríguez, "Anochece en Kathmandú".


El Pudding Shop, en la época en que llegué a Estambul en autobús

13 oct 2010

Sófia, con acento en la "o"

Por: EL PAÍS

Si la Legión desfila con una cabra, ¿por qué no va a poder hacerlo este señor con un oso?


MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 7

Conforme avanzo hacia Oriente, los vehículos que tomo son más viejos, los conductores que los manejan tienen más querencia por la música folclórica a niveles sonoros cercanos a la hipoacusia y mis soliloquios son más largos porque es difícil encontrar a alguien que hable un idioma no eslavo.
Atravieso Serbia de norte a sur. Tras nueve horas de viaje para salvar 380 kilómetros entro en Sofía, la capital búlgara, cuando la oscuridad se ha apropiado ya de sus calles. Por el camino he aprendido algo de búlgaro: no se dice Sofía, con acento en la "i"; es Sófia, con acento en la "ó".
Por no sé qué extraña razón, el autocar, en vez de ir a una estación central, como todos los autocares del mundo, se detiene en una calle solitaria y oscura como una procesión de Jueves Santo. No hay nada, más que media docena de taxis esperando. Bajo la tétrica luz de la única farola de la calle, los colmillos lobunos de sus propietarios relucen como en un cuento de Jack London. Es la pesadilla de un mochilero hecha realidad: de noche, en una ciudad desconocida, sin saber dónde estás, sin moneda local y sin nadie que hable un idioma inteligible. Desisto de heroicidades y me dejo caer de bruces en las garras interesadas del primero de los taxistas. Total, ¡qué más da que te time uno u otro!
Durante el trayecto no hay más nexo de unión que la palabra ?hotel?. Él se empeña en hablarme en búlgaro y yo me desgañito para explicarle que no lo entiendo, pero a él le da igual. Al rato se me ocurre decirle que mi apellido es Nadal y chilla: ?Nadal, Barcelona... ¡Stoichkov!?. ¡Por fin hemos encontrado un tema de conversación¡ Bendito sea el balompie.
Media hora más tarde se detiene en una zona supuestamente céntrica, aunque la única luz y evidencia de vida es un casposo cartel de neón con la palabra salvadora: "hotel". Tal y como me imaginaba, me ha llevado donde le ha dado la gana, no donde le pedí. En el esperado rifirrafe final consigo dejar los 30 dólares que me reclama en 15. Sé que aún así le pago el doble del precio de la carrera, pero estoy agotado. Al cuerno esos siete dólares y medio. Me tumbo en la cama del hotel y caigo muerto. Luego otros viajeros me confirmarían que los taxistas búlgaros son célebres por sus clavadas a turistas incautos.
Sófia no es París, pero tiene un punto agradable y las calles son un hervidero de gente y coches a cual más ruidoso y humeante. El look "telón de acero" vive todavía en el diseño, en la moda y sobre todo en los racionales, grises e inertes edificios de la era soviética. El monumento más importante y visitado de la ciudad es la catedral de Alexander Nevsky , el mayor templo ortodoxo del país, levantado en honor a los 200.000 rusos que se dejaron el pellejo durante el siglo pasado para echar a los otomanos de Bulgaria.
Luego, en una calle, me cruzo con un señor acompañado de un oso. Del susto doy un respingo y aparezco en la acera contraria. Pero es inofensivo. El oso baila atado de una cadena al son del acordeón y luego el señor recoge las monedas que le lanzan los transeúntes.
Desde hace días vivo en la perpetua obsesión de estar en un rodaje de Emir Kusturica . Solo falta la Fanfare Cioc?rlia

Interior de la catedral ortodoxa de Alexander Nevsky, en Sófia, la capital de Bulgaria

 

12 oct 2010

Las dos caras de Belgrado

Por: EL PAÍS


MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 6
Nunca olvidaré la llegada a Belgrado en aquel viaje en autocar desde Madrid a Estambul a través de los Balcanes. La guerra en Kosovo había terminado hacía apenas un año y tres meses de bombardeos de la OTAN habían dejado la capital serbia llena de magulladuras, tanto físicas como emocionales.

Pero mientras que en Eslovenia o en Croacia las heridas del conflicto se veían desdibujadas o, al menos, maquilladas, en Belgrado la tristeza y la escasez se palpaban en el ambiente. Bajar de aquel autobús en una gris estación de edificios destartalados y con un pavimento que un día tuvo que ser de asfalto picado ahora por la viruela de mil charcos fue como retroceder 50 años en la historia de Europa.
Parecía como si todos los habitantes de la ciudad estuvieran en la calle a la vez y tres cuartas partes de ellos, tratara de ganarse la vida en aquella estación de autobuses y sus alrededores. Una marea de presuntos taxistas acosaban a los viajeros recién llegados: ?Taxi, taxi?. En las aceras se agolpaban interminables filas de vendedores ambulantes que a todas luces no fueron siempre vendedores ambulantes. Casi una década de guerra y embargos habían sumido a Serbia en un pozo económico. Y cada cual trataba de sacarse unos dinares trapicheando en la calle con cualquier cosa comerciable.

Caminé en dirección a lo que parecía un centro urbano. Y al primer cartel de "hotel" que vi, me colé. El recepcionista me explicó que sólo podía pagar en efectivo (el embargo de la UE había inhabilitado el uso de tarjetas) pero gustosamente me cambiaba mis dólares a precio de mercado negro: casi tres veces más que el oficial.

Al día siguiente salí a deambular y Belgrado me lo agradeció mostrándome su cara más amable. Subí y bajé varias veces por una calle peatonal llena de vida y ambiente, Kneza Mihaila, la arteria principal del viejo Belgrado, el lugar de los cafetines, de los restaurantes, de los comercios. Un ir y venir de gentes amables pero enfundadas en ropajes oscuros y tristes, con la sombra de la posguerra aún en su rostro, lo que no sabría decir era de qué posguerra, de tantas como han asolado esta torturada región de los Balnaces. Y dediqué muchas horas a holgazanear y observar a los transeúntes en un parque maravilloso que se asomaba al Danubio: Kalemegdan. El lugar al que van a besarse los novios, a jugar al ajedrez los desocupados, a pasear las familias. El pulmón verde de la ciudad.

El atardecer me sorprendió en ese parque, cerca de la Fortaleza, entre parejas que se fotografiaban con el gran río de fondo y otras que buscaban amparo para sus caricias. Y me pareció imposible que esas mismas gentes y en esa misma ciudad hubieran jaleado a un tal Milosevic y sus secuaces para poner en marcha la última gran guerra europea con limpieza étnica incluida.
Localicé una línea de autocar que enlazaba con Sofía, la capital de Bulgaría, y saqué un billete para el día siguiente.

10 oct 2010

Si las low-cost pierden, ¿tu ganas?

Por: EL PAÍS

Hago un inciso en el viaje a Estambul en autobús (lo sigo en el próximo post) porque el viernes se conoció una noticia que me parece relevante para los viajeros.
La Agencia Catalana de Consumo ha dado la razón a 176 pasajeros que en 2008 presentaron demandas contra las compañías de bajo coste (low cost) Vueling, Clickair (actualmente fusionada con la anterior), Ryanair, EasyJet y Transavia por prácticas abusivas. En opinión de la ACC estas compañías no tienen derecho ni a cobrar un extra por pagar con tarjeta de crédito ni por facturar una maleta, tampoco pueden prometer un precio en la web que al final y sin remedio es muy inferior al que se facturará, ni pueden dejar activado por defecto en el formulario de reserva la opción del seguro de viaje, a no ser que éste sea obligatorio.
Las cinco compañías de bajo coste, además de devolver el dinero a los afectados, tendrán que pagar multas que van de los 4.000 a los 56.400 euros. Ryanair ha sido condenada además por vender a precios superiores a los anunciados.
¿El principio del fin de los abusos de las low-cost?
Lo dudo. La legislación es lo suficientemente farragosa y los procedimientos suficientemente lentos y complejos como para que el usuario final, la parte más débil, salga ganado en el envite. Estos 176 demandantes han tenido que pleitear durante dos años. ¿Cuantos viajeros estamos dispuestos a mantener un pulso legal durante ese tiempo? Yo mismo confieso que he desistido de algunas reclamaciones que hice contra aerolíneas aburrido de que, además de haber perdido el dinero o una conexión, me torearan y obligaran a perder más tiempo presentando recursos y recursos contra sus alegaciones.
Las low cost aparecieron como la gran revolución en el mundo del transporte aéreo. Forzaron a las compañías regulares a entrar en una guerra de precios absurda en la que nunca podían competir y el resultado fue que éstas en vez del precio, bajaron la calidad del servicio a límites sospechosos (si habéis contado el número de personal de cabina que iba en un vuelo transoceánico de Iberia o de Air France, por ejemplo, antes y el que va ahora, veréis la diferencia) .
Y ahora esas mismas low cost que se suponía que habían descubierto la pólvora reconocen que el modelo no les funciona y tienen que recurrir a tretas dignas de un trilero cobrando por facturar la maleta, colándote un seguro en la letra pequeña o renunciando al copiloto. Buena parte de sus vuelos operan porque reciben subvenciones de las administraciones públicas.
¿Hemos salido ganando o perdiendo con las low-cost?
¿Caminamos hacia un mayor deterioro en la calidad del servicio a cambio de que un martes de invierno a las cinco de la mañana podamos encontrar un vuelo hiperbarato?

MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 5
El autobús croata que tomé en Zagreb camino de Belgrado sólo llega a la zona de nadie entre las barreras fronterizas de Croacia y Serbia. Ignoro si ahora la relación de vecindad entre los antiguos socios ex-yugoslavos habrá mejorado, pero en aquella época, en estado aún de shock post-guerra, los vehículos no podían cruzar la frontera.
Así que allí en medio de una tierra quemada, como en un intercambio de prisioneros, los viajeros bajamos del autobús croata, tomamos nuestros atillos y caminamos un centenar de metros hasta el puesto de los guardias serbios, donde subimos a otro autobús. Después cada vehículo reculó camino de su país. Cuatro años de guerra no se olvidan en un suspiro.
En la oficina fronteriza serbia, un policía sube al vehículo pidiendo los pasaportes. Al ver el mío, dice ?Espagnolo, you need visa?. Le señalo la página de mi pasaporte donde tengo estampado el sello salvador mientras le dedico una sonrisa estúpida que no mejoraría Mr. Bean. Baja con los documentos de los 15 pasajeros en la mano y a los diez minutos vuelve el chófer con todos? menos con el mío. ?Espagnolo? policja?, me dice, mientras esboza una sonrisa lobuna. ¡Lo sabia!
Ya lo comenté ayer. Nada te hace sentir más inseguro y más desvalido que una frontera. Estás en manos de un tipo con gorra y mísero sueldo de funcionario que en ese momento es el rey del mambo, puede hacer contigo lo que quiera. Y no pienso solo en fronteras en situaciones de estrés como ésta, o las de países del Tercer Mundo. Quien haya intentado entrar a EEUU tras el 11-S sabe a qué me refiero.
Resignado, me acerco a la oficina y el mismo policía-armario ropero me interroga en un casposo inglés.
- ?¿A dónde va??
- ?A Estambul?, respondo.
- ?Ya, ¿de negocios?"
- ?No, no (ante la duda de si para negocios se precisa otro tipo de visado, opto por la verdad).
- Voy de turismo, de vacaciones?.
En ese momento me hubiera gustado tener una microcámara instalada en el entrecejo para grabar la perplejidad de su cara.
-?¿De vacaciones? a Estambul? por aquí??, exclama aturdido mientras trastea en el teclado de un ordenador. Imagino que está cerrando el archivo ?Sospechosos en busca y captura? para abrir el de ?Estúpidos, pirados y locos?.
-?Sí, sí, créame?, trato de mostrarme sereno y convincente. ?Tengo miedo a volar en avión y recorro Europa en autobús?.
En vista de que en ?Estúpidos, pirados y locos? tampoco aparece ningún ?Paco Nadal, espagnolo?, vuelve a comprobar que el visado no es falso y que no tiene por dónde rechazarme y me lanza el pasaporte con desgana. De sus labios entrecerrados sale un imperceptible...
- ?OK?.
-"OK" exclamo yo también, ¡estoy dentro! Estoy en Serbia.
Camino de Belgrado cruzamos varios ríos con puentes provisionales. Imagino que los originales se los cepilló una bomba inteligente de la OTAN. Quien sabe, a lo mejor hasta yo mismo vi en el televisor, en el confort de mi casa, cómo una bomba volaba el puente por el que ahora mismo cruzo. Ahora las bombas llevan vídeo. Y las guerras te las sirven en directo, limpias, edulcoradas, trivializadas y listas para consumir en el informativo de las tres. Entre las noticias de economía y las de sociedad. Y las asumimos, indiferentes, como asumiríamos un anuncio de pasta de dientes. ¡La guerra está siempre tan lejos!

En el autobús serbio, camino de Belgrado

 

07 oct 2010

Cerveza se dice "pivo"

Por: EL PAÍS


MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 4

Desde Ljubljana, la capital eslovena, la continuación lógica de este viaje hacia Oriente es por Croacia, país que hay que atravesar de norte a sur si quieres llegar a Estambul por los Balcanes.

Así que saco un billete para Zagreb y me dispongo a adentrarme poco a poco en lo que quedó de la antigua Yugoslavia. El otoño sigue empleándose a fondo sobre los bosques que tapizan las ondulaciones eslovenas, tan tupidos que se ahogan en si mismos. El escudo dorado de las caducifolias se alterna con el verde los pastos y el blanco refulgente de los campanarios de las iglesias que anuncian la llegada de cada nuevo pueblo.

Zagreb, la capital de Croacia, también parece sacada de un cuento de Sissi emperatiriz, no en vano fue una de las grandes capitales del imperio austro-húngaro. Es la segunda vez que visito la capital croata y, como la primera, me siento feliz. Zagreb es coqueta, pequeña y monumental. Flota en el ambiente una rara quietud provinciana, una sensación de que todo está cerca, asequible. Y luego están los tranvías. Adoro las ciudades con tranvía. El traqueteo metálico sobre las vías y el monocorde sonido del silbato convierten la ciudad en una especie de maqueta ferroviaria diseñada al tamaño y medida del paseante.
Al anochecer me siento en una terraza de la calle Bogoviceva a paladear la cena. Pido una buena burek (empanadilla típica croata) y me bebo un par de pivos (cervezas de medio litro). Los efluvios de la cerveza se mezclan con la carencia de sueño y paso horas en un nirvana viajero viendo desfilar a gentes alegres y desenfadas. De no ser por el clavo abrasador de la memoria, uno negaría que este país se hubiera desangrado en una guerra civil hace apenas cinco años. Filosofo sobre lo celestial y lo terreno, sobre el romanticismo de los tranvías, sobre la ciudad habitable? Creo que no pediré una tercera pivo.
Al día siguiente indago sobre la posibilidades para continuar. Lo más lógico sería remontar el valle del río Sava hasta Belgrado. Aunque también hay una conexión por Macedonia atravesando Kosovo. Es decir, Guatelama o Guatepeor.
Opto por ir a Belgrado.
Siempre me ha producido cosquilleo interno la travesía de las fronteras. Por cómoda y segura que sea una raya fronteriza, no puedo evitar que un latigazo de desasosiego me sacuda el estómago. No hay otro lugar donde el ser humano se sienta más indefenso que en una frontera.
Si encima en la orilla de la carretera ves carteles que avisan: ?Peligro, minas? y observas aquí y allá defensas de hormigón contra carros de combate, como ocurre cuando llegas a la frontera serbo-croata, la erupción de adrenalina supera la del volcán Pichincha. La guerra acabó, pero no la desconfianza entre los rivales.

¿Guerra?, quien dijo que por aquí pasó una guerra. Las dos fotos grandes corresponden al casco histórico de Zagreb. La pequeña es un paisaje de la campiña eslovena desde la ventanilla del autobús.


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Nota: para quien no se lea los post anteriores, pero tenga querencia a agarrar la enciclopedia en busca de errores, les recuerdo que esta no es la narración de un viaje actual (como ya dije en el principio). El viaje lo realicé en el otoño de 2000. La guerra en Bosnia y Croacia había acabado oficialmente en 1995, pero solo un año antes de pasar yo por allí, entre abril y junio de 1999, la OTAN había bombardeado Serbia y muy en especial, Belgrado, para poner fin a la guerra en Kosovo.

06 oct 2010

Última salida a los Balcanes

Por: EL PAÍS

MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 3

Desde Milán tomo un autocar a Venecia. Va lleno de estudiantes. Y desde Venecia otro a Trieste. Pero llego tarde. Por sólo diez minutos he perdido el único autobús diario que enlaza esta ciudad fronteriza con Ljubljana (léase Liubliana), la capital de Eslovenia.

El viejo Triestre destila literatura de la buena


Trieste es una de las ciudades más literarias de Europa. Es la ciudad de Svevo, de Rainer Maria Rilke, de James Joyce, de Claudio Magrís. Paseas por el puerto y sientes la presencia abrumadora de tantas páginas escritas aquí por tan selecto elenco. Pero quiero salir pronto de Trieste, quiero salir de la civilizada UE, donde todo es casi tan perfecto que nunca pasa nada.
Quiero llegar ya a los Balcanes. Así que decido que no me merece la pena perder un día para salvar los 150 kilómetros que me separan de la capital de Eslovenia y compro un billete para el tren que parte hacia Ljubljana a las 16.48. En él viajamos cuatro gatos. Después del bullicio de los transportes italianos, tanto silencio acentúa en mi interior esa percepción de tristeza y nostalgia que inevitablemente ataca a los viajeros solitarios al menos una vez en su recorrido. Por fortuna, la belleza de los bosques de haya y roble vestidos de otoño que cubren los Alpes Julianos dulcifica la travesía.
Siempre que viajo a una ciudad del ex-bloque del Este me asalta la misma sensación de dirigirme a un lugar triste, gris y melancólico. Con esa idea me bajo del tren en la estación de Ljubljana, pero apenas entro al vestíbulo de la estación el tópico se desvanece. La capital eslovena rebosa de gente joven, de ambiente callejero, de luces, de terrazas? Una vez en la calle, una patinadora casi me arrolla y veo gente en bicis por carriles especiales para las dos ruedas. Una ciudad donde la gente se desplaza en patines y bicicletas debe ser agradable a la fuerza.
La estación de autobuses comparte edificio con la del ferrocarril. Me aseguro de los horarios de mañana para Zagreb (tres enlaces diarios, pero todos muy temprano) y busco un hotel. Cuando salgo a cenar llega la verdadera sorpresa. Ljubljana, ?la amada? en esloveno, es una preciosidad de ciudad, una cajita de bombones ceñida por bosques de coníferas y un río que ata la ciudad vieja al cerro del castillo. Podría pasar por una miniatura de Praga. Aunque noviembre se barrunta ya en el horizonte la temperatura es primaveral y los restaurantes sacan a la calle mesas adornadas con velas en las que una multitud de gente joven ríe, bebe y charla.
Podría caer enamorado aquí, ahora mismo, en esta hermosa ciudad de nombre impronunciable.

Ljubljana, la capital eslovena, es una Praga en pequeñito

05 oct 2010

¡Qué incómodo es dormir en un autobús!

Por: EL PAÍS


MADRID-ESTAMBUL EN AUTOBÚS, DÍA 2
Llueve con furia sobre la N-II mientras mi casa rodante desgrana el primer tramo de este particular viaje a Oriente. Es curiosa la tipología de los usuarios de autobús. De todos los autobuses en general: nunca es un reflejo de la tipología de la sociedad; simplemente, en este país toma el autocar quien no ha podido comprarse un coche o no puede conducirlo; jubilados, inmigrantes, amas de casa de cierta edad y menores de 18 años.
Hoy, en este bus que me lleva hacia Asia, vía Barcelona, el 99% de los ocupantes es extranjero. El otro 1% soy yo. También el 99% somos hombres. El otro 1% se llama Fátima y es una joven marroquí que trabaja en España y va a visitar a sus padres, inmigrantes en Italia. Hay muchos marroquíes. También varios viajeros con aspecto eslavo que deben de ir a Rumanía o a Polonia. Hay también un mochilero estadounidense. Se llama Christopher y lleva dos años vagabundeando por Europa.
A las cinco de la tarde tomo en Barcelona otro autobús de Julià con destino a Milán. El viaje dura 15 horas. Compruebo con decepción que todos los asientos están vendidos; ni soñar con estirarse en la fila de atrás para pasar la noche. Mi compañero es un anciano italiano, poco hablador. Entre los dos ocupamos tres asientos y por supuesto sólo nos corresponde dos ¡Qué horror, qué estrecho es esto!
Por fin cae la temida noche. Me he preparado un plan minucioso para pasarla con éxito. Como la normativa obliga al chófer a parar cada cuatro horas, esos periodos me servirán para marcarme una rutina. Rutina A: no dormir hasta la parada de las 24.00, a fin de acumular sueño. Resultado: el vino de la cena me adormece y a las 22,30 ya estoy dando cabezas como un borrego. Rutina B: aprovechar para dormir como un tronco entre las cero horas y la parada de las cuatro de la mañana. Resultado: las cabezadas de antes me han desvelado y no puedo pegar ojo, ¡socorro!
A las cuatro de la mañana paramos en Montpellier y estoy roto. Me tomo una tila y decido prescindir de la rutina. De las cuarto a las ocho de la mañana duermo seis minutos. Algo es algo. Por fin, cuando clarea ya sobre los tejados de Turín caigo reventado sobre el asiento. Una hora después oigo entre sueños: ¡Milano, Milano, hemos llegado! Apunto en mi libreta no volver a viajar sin Orfidal.

Milán es una ciudad grande e industrial. Sigue lloviendo y el sol apenas filtra una tenue claridad entre el manto de nubarrones plomizos. Me meto en un hotel y duermo cinco horas seguidas. Por la tarde doy una vuelta por el Duomo, la galería Vittorio Enmanuelle y el teatro de la Scala y me voy a dormir otra vez. Podría hacerme adicto a la cama.
(...continuará...)

"Si hay alguna manera de ver menos cosas de un país que desde un coche, yo no la conozco", dicen que dijo una vez el escritor de viajes británico Eric Newby.
-Yo sí la conozco: desde un avión (el apunte es mío).
El avión ha elevado la prisa a categoría de necesidad. Se viaja tan rápido que en tres horas de vuelo te puedes plantar en la selva tropical, en el desierto o en una ciudad de rascacielos sin saber qué diablos te has dejado por el camino. Una vez desayuné en un poblado mísero de Etiopía y por la noche estaba cenando en un famoso (y muy caro) asador de Madrid. Me costó días recuperarme de ese shock.

¿Se puede viajar aún sin prisa, a la antigua usanza, saboreando cada metro de la aventura?
Con esta premisa -y pequeño presupuesto de un medio de comunicación al que convencí de que ésta era una buena idea para un reportaje- me lancé hace unos años a uno de los viajes más locos y divertidos que recuerdo: llegar a Asia desde la puerta de mi casa viajando en autobús regular. De ciudad en ciudad, sin reserva previa ni planificación. Simplemente me presentaría en la ventanilla de la estación de autobuses de turno y pediría un billete para la siguiente capital. Una vez allí, repetiría la operación. Y así sucesivamente.
Compré un billete desde Madrid a Barcelona y una fría mañana de invierno me presenté en la Estación Sur ligero de equipaje y dispuesto a iniciar una inusual peregrinación hacia Oriente.
Esta es la historia de aquel viaje..... (continuará....)


El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

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Sobre el autor

Paco Nadal

Paco Nadal es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.

Último libro

El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

El cuerno del elefante, un viaje a Sudán

Un relato trepidante por unos de los destinos menos turísticos y más inseguros del mundo. Un viaje en solitario lleno de emoción y melancolía a lo largo de una región azotada por constantes guerras y conflictos étnicos. Un viaje plagado de sentimientos que consigue conectar al lector con los sufrimientos y las esperanzas de África.

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