La vista desde mi habitación en Bimini, en el hotel Big Game Club. Fotos © paco nadal
Mala noticia para el gremio de la restauración y el fetichismo: uno de los lugares donde se emborrachaba Hemingway ha desaparecido. Por fortuna para los mitómanos quedan otros miles repartidos por el mundo (algunos cientos de ellos, sospechosamente, en Madrid). El hígado de don Ernest aguantaban lo que no está escrito.
El lugar la que me refiero es el Angler Hotel de Bimini, una isla minúscula del archipiélago de las Bahamas, a la que el premio Nobel solía venir a pescar y a escribir y desde la que ahora escribo yo esta crónica, que sin duda no merecerá ningún Nobel.
Bimini es un sitio especial: lo componen dos pequeñas islas tan llanas como la palma de la mano y varios cayos. Binimi Sur tiene forma rectangular y apenas está habitada, más allá de un par de hoteles, el aeropuerto y un centro de investigación marina. En Bimini Norte la única zona habitable es una manga de arena de 11 kilómetros de largo por apenas 365 metros de ancho donde se alza el único pueblo digno de llamarse así, Alice Town, que en realidad es una única calle tipo Far West rodeada de arena y manglares.
Hemingway se enamoró de Bimini durante una estancia en 1935 y repitió los dos años siguientes. Aquí escribió parte de “Tener y no tener”. Según mi guía se alojaba en el Angler Hotel, donde los domingos montaba memorables veladas de boxeo y alcohol. También según mi guía, el Angler Hotel es una visita imprescindible si estás en Bimini. Así que pregunto por él a un paisano con gorro de lana de rastafari y me señala unas ruinas. “Ese ‘era’ el Angler hotel, mister. Ardió en el 2006 con uno de los dueños dentro. Una tragedia”. Por lo que compruebo, del venerable edificio solo queda en pie la chimenea entre un amasijo de cascotes. Decididamente, las guías de papel se actualizan muy poco.
Nunca he visto un agua tan transparente como ésta
Pero con Hemingway o sin él, Bimini me está encantado. Como siempre pasa en estos archipiélagos, la capital es un jaleo cosmopolita y frío tomado por los estándares del turismo internacional. Pero en cuanto te alejas de ella y te vas a una isla pequeña y remota, la percepción de la vida cambia.
A diferencia de Nassau, la capital de Bahamas, en Bimini todo es pausado y sencillo. No podía ser de otra forma en un pedazo de arena con esas dimensiones (recuerdo: 11 kilómetro de largo por 365 metros de ancho) en medio de una nada donde nunca pasa nada. La gente es amable, las puertas de las casas se dejan abiertas, cuando te quieres mover de un sitio a otro te pones al pie de la única carretera y el primero que pasa con un carrito de golf (el vehículo más usado en la isla) te lleva sin necesidad siquiera de sacar el dedo, en los bares la gente bebe ron y cerveza Kalik y reza los domingos engalanados como para una boda en alguna de las 11 iglesias de 5 diferentes religiones que hay para poco más de 2.000 almas.
Pero lo que más me gusta de Bimini es que la luz tiene una calidez especial y el agua del mar es el agua de mar más clara y transparente que he visto en mi vida. Una combinación, luz y colores marinos, embriagante. Puedes pasar horas sentado en el extremo de la manga de arena de Bimini Norte, justo en el canal que da paso a la rada y que la separa de Bimini Sur, extasiado con la gama infinita de verdes y azules que se combinan en el océano según sube o baja la marea.
Al atardecer te puedes quedar en un hotel de turistas norteamericanos haciendo lo mismo que hacen los norteamericanos en cualquier lugar del mundo (el norteamericano) o te puedes ir al Joe's Bar o al chiringuito playero de Stuart a mezclarte con la gente local, a tomarte una ensalada de conch (el molusco base de la dieta bahameña) o de langosta con una Kalik Gold (mi cerveza local favorita) o a bailar con los bahameños mientras el sol se pone sobre un cristal transparente llamado también mar del Caribe.
El chiringuito de Joe se parece al del anuncio de "me estás estresando". Pero hace una ensalada
de langosta por 12 dólares que te mueres.