San Pedro de Atacama, la localidad del norte de Chile en torno a la cual se centraliza todo el turismo del desierto homónimo, es un encantador pueblo de adobe con planimetría cuadriculada, calles sin asfaltar y casitas de planta baja construidas todas con barro y paja o pintadas de tal color.
Una genuina aldea-oasis del desierto, con una iglesia colonial de un blanco refulgente y una plaza de Armas con grandes árboles y bancos en la que la vida discurre al mismo ritmo cansino y silente que impone la altura y los rigores climáticos del desierto. Todo presidido por la omnipresente silueta del volcán Licancábur, un volcán perfecto, el que un niño dibujaría en su cuaderno escolar: un cono estilizado que se eleva solitario sobre el altiplano hasta los 5.920 metros.
Pero claro, todo no puede ser perfecto. A este idílico montaje llegó el turismo. Y lo que antes era un pueblo minero y agrícola perdido en la inmensidad del altiplano se ha convertido ahora en una especie de parque temático de acceso al desierto de Atacama. La calle Caracoles, la principal y casi única del pueblo, es una sucesión de hostales, restaurantes, agencias de excursiones, cibercafés y tiendas de artesanía y souvenir para una demanda turística que no para de crecer. Casi toda la economía de San Pedro gira ya en torno al turismo, así que quien llegue en busca de la inocencia y la autenticidad, que se vaya olvidando.
Aunque hay que reconocer que, pese a ese empuje del atilaturismo, las ordenanzas municipales han logrado que no se construya un solo edificio disonante y que el pueblo conserve intacta su antigua imagen de aldea de adobe precolombina en mitad de la ruta entre el altiplano y la costa.
Pero esta no es la única curiosidad que el viajero encontrará en San Pedro de Atacama. Mientras subía a Tatío en busca de los géiseres (mañana hablaré de ellos) mi guía me confesó que está prohibido bailar en el pueblo.
“¿Cómo que no se puede bailar?”, le pregunté, perplejo.
“Si, está prohibido. Solo se puede bailar en los locales que tengan licencia de cabaré (carísima y difícil de conseguir). Y no hay ninguno en el pueblo”.
“Y si estoy en un bar con mi novia y nos ponemos a contonearnos llevados por la música, ¿quién me lo va a prohibir?”, insistí.
“Pues si te ven los carabineros, multan al dueño del local”, fue la respuesta.
Y no solo está prohibido el baile. A la noche, me senté en el bar de la plaza y pedí una cerveza. La sorpresa fue mayúscula: solo se puede pedir alcohol en los bares si es acompañado de comida, aunque sea una ración de patatas fritas.
¿Ha vuelto al ley seca a San Pedro de Atacama?
No. La explicación me la dio el mismo camarero: San Pedro fue un punto de encuentro de hippies, aventureros, mochileros y perroflautas desde la década de los 60, cuando lo de hacer turismo en el desierto era aún cosa de chalados. Con el tiempo, se convirtió en un destino famoso de gente joven en busca de marcha y de colgados de todo pelaje que llegaban atraídos por las fiestas, la bebida y la juerga. Por lo que me cuentan, las fiestas, el alcohol (y otro tipo de sustancias menos legales, por supuesto), las borracheras y las peleas callejeras estaban a la orden del día. Hasta que el Ayuntamiento, asustado porque el turismo convencional (es decir, el que deja pasta) empezaba a escasear y porque aquello parecía Sodoma y Gomorra, cortó por lo sano a golpe de ordenanza municipal.
Pero bueno, no os asustéis. San Pedro no es el Vaticano. Hay marcha y ambiente de sobra (aunque los bares cierran a las 12 en laborables y a la una de la madrugada en fin de semana), buen rollito de gente joven y un montón de turistas en busca de excursiones a los fabulosos parajes desértico que rodean el pueblo. Que en definitiva es lo que la gente viene buscando aquí.
Quien quiera bailar, siempre le quedará Ibiza.
Aquí os dejo algunos datos prácticos para dormir, comer y contratar excursiones en San Pedro de Atacama: