El Cairo es una ciudad monocroma. Todo es de color marrón, el mismo color marrón de la arena del desierto que la rodea y de la agobiante polución que, como las inundaciones bíblicas del Nilo, añade cada año una nueva capa de polvo a sus desvencijadas fachadas.
Escribo este post desde El Cairo, la “Madre del Mundo”, como la llamaron desde la Antigüedad. La ciudad más grande de África, en la que, según los clásicos, el suelo era de oro, una hipérbole manifiestamente exagerada del cronista que poco tiene que ver con el estado calamitoso actual de las calles sin asfaltar y las aceras levantadas.
Pero el encanto y la belleza de El Cairo radica precisamente en eso, en que es un caos organizado. Una ciudad vibrante, llena de energía, 16 millones de habitantes y nadie sabe cuantos millones de coches tratándo de abrirse paso por unos viales hechos a la medida de un zoco medieval. El Cairo es el ruido perpetuo de un claxon y el de la música estridente que sale de las barcazas y los restaurantes flotantes que surcan el Nilo. El gran espectáculo humano escenificado a diario en unas aceras y plazas donde cada centímetro cuadrado parece estar hecho para golpear a los sentidos.
Por lo que he podido comprobar en El Cairo también hay turistas; aunque muchos menos que en el Mar Rojo. El miedo a las revueltas ha contraído hasta límites axfisiantes una de las principales fuentes de negocios del país, que supone el 14% del PIB egipcio. Reconozcámoslo: el turista moderno es poco revolucionario.
Pero dando un paseo por las congestionadas calles del viejo Cairo no veo más señales de la Revolución que una mayor presencia de retenes militares en edificios oficiales y residencias gubernamentales. Y cientos de vendedores ociosos en los bazares esperando que vuelvan los asustadizos extranjeros.
“Lo que empezamos a notar es un cierto auge del turismo de la Revolución”, me dice un cairota. Extranjeros que vienen atraídos por los sucesos históricos recién acaecidos, para ver en directo y con curiosidad morbosa la plaza de Tahrir y otro escenarios que han visto mil veces en diferido en la pantalla de su televisor.
Me acerco a la plaza de Tahrir (que además está cerca de mi hotel) y confirmo lo que ya sabía de anteriores visitas a El Cairo: es una de las plazas más vulgares del mundo. Poco que hacer aquí más allá del morbo de una foto de recuerdo. Hay un enorme quiosco lleno de banderas en uno de los lados, pero al acercarme compruebo que son del Real Madrid, del Barcelona y de otros equipos de fútbol europeos. Señal inequívoca de que este país tiende a la normalización. Quedan algunos chiringuitos hechos con tableros y lonas en mitad de la plaza en los que algunos activistas explican a la escasa concurrencia en qué punto se encuentra ahora mismo la transición egipcia.
Pero Tahrir no es hoy más que lo siempre fue: una plaza grande y fea llena de coches y pitidos. Y la mayoría de los cairotas con los que he hablado preferiría que siguiera siendo así; señal de que el futuro democrático de Egipto se dirime en las urnas sin necesidad de volver a forzar al poder en las calles.
Lo que tampoco han cambiado son la pirámides. Ni de sitio (obviamente; llevan tres mil años aquí) ni de condición como objeto del deseo para los forasteros. Todos los turistas que hoy visitamos El Cairo estamos concentrados aquí. Debe de haber una docena de autobuses (nada comparado con los centenares de un día normal), pero casi mejor. Ya me parece agobiante lo que hoy me rodea como para que se triplicara el número.
Compruebo asimismo que el gen del turista postrevolucionario sigue siendo igual de simple. Siguen haciendo las mismas tonterías de siempre, con o sin Revolución Árabe. A veces pienso que más que derribar un gobierno lo que debería de haber es una sedición mundial que enseñara al turista que no es obligatorio hacerse la misma foto que todos los millones anteriores y en el mismo sitio.
Pero me da que derribar a Mubarak y a Gadafi fue cosa de niños comparado con esa otra tarea titánica.
Así que solo tuve que poner la cámara y disparar sin casi mirar el visor. La fotos de turistas haciendo el turista salían solas.
En fin, insisto: a quien le apetezca conocer Egipto éste es el momento. Los precios han bajado considerablemente, yo me estoy moviendo con libertad y sin sensación de peligro alguna y no es lo mismo ver las pirámides con doce autobuses que con doscientos. Avisados quedáis.