Como todo el mundo sabe, Pernambuco es ese sitio remoto y desconocido al que Mortadelo y Filemón huían cada vez que hacían una trastada como agentes de la T.I.A y tenían que poner tierra de por medio.
Pero mira por donde Pernambuco existe. Es un estado del Nordeste de Brasil, capital Recife, ciudad desde la que hoy escribo este post. Para volar a la isla de Fernando de Noronha, que es mi destino final, hay que hacer escala en Recife (o en Natal) así que pensé que era una muy buena excusa para decir que una vez estuve en Pernambuco y explorar de paso una ciudad que no suele estar en el catálogo de los lugares turísticos más visitados de Brasil.
Recife es una ciudad moderna y agradable con rascacielos de 40 pisos delante de una playa enorme, preciosa y con ocho kilómetros de arena dorada. Si leéis en alguna guía mala que es la Venecia de Brasil no os creáis nada. No se parece ni por asomo, por mucho que esté enclavada en la confluencia de cinco ríos y tenga puentes que los cruzan. Pero tiene otras cosas de interés que justifican la visita.
Daos una vuelta por el Recife Antiguo. Aún quedan algunos edificios decimonónicos (uno de ellos acoge el centro cultural del Banco de Santander), un fuerte holandés y algunas iglesias coloniales cuyos ingenuos campanarios de adobe encalado conviven con rascacielos vanguardistas de acero y cristal. Un curioso contraste. El nuevo y el viejo Brasil, en la misma cuadra.
Merece la pena entrar en los antiguos barracones portuarios que se han rehabilitado en la plaza del Kilómetro Cero (una especie de puerta del Sol pero a la pernambucana): hay un buen restaurante de comida al peso (en Brasil los restaurantes populares no cobran por menú, sino que pones el plato en una balanza y te cobran según lo que marque la aguja) y una gran tienda de la mejor artesanía pernambucana, que es de las mejores y más variadas de Brasil.
Ir al barrio de Brasilia Teimosa, el barrio de los pescadores, que lograron frenar la especulación urbana y ahora viven en las mismas casitas bajas en que vivieron sus antepasados, pero rodeados por enormes predios de 30 y 40 pisos de altura. Un curioso contraste.
Daos luego una vuelta por el mercado de São Jose, el más grande y colorido del Recife Antiguo. Ir a al atardecer, a eso de las cinco, cuando las luces del ocaso hacen aún más hechizante el batiburrillo humano que va y viene siempre ajetreado, y que colorea las chirimoyas, las piñas, los mangos y las guayabas que se amontonan sobre las mesas y los cientos de cables del tendido eléctrico que cruzan el cielo de las calles como un pentagrama de cobre.
Si queréis una experiencia más local, entrad en alguna de las muchas tiendas de santería que hay en el mercado y alrededores. Yo lo hice ayer y la señora que me atendió me explico muy amablemente lo que eran las orixás, quién era Jemanjá, qué conjuros para enamorar se hacían con miel, qué hierbas usaba para quitar el mal de ojo y cómo engarzaba las cadenas de conchas marinas que sirven para hacer ofrendas a las diosas.
Pero de repente, todo se torció. Cogí una figura de cera de color rojo con aspecto de macho cabrío que vi en un estante y le dije:
- “¿Y éste quién es?”
- “Belcebú, me respondió dando un respingo.
Respingo al que correspondí con otro similar. “Joder, qué casualidad”, me dije.
Como no me apetecía tener a semejante sujeto entre las manos las extendí y le ofrecí la figura de marras a la señora para que la cogiera, no se me fuera a caer al suelo y tuviéramos problemas con la reclamación del Infierno queriendo saber quién iba a pagar el desaguisado. Mi sorpresa fue mayor cuando vi que la señora reculaba con un gesto de espanto, haciéndome ver que no quería tocarla.
- “Vaya por Dios”, me dije. “Con la de trastos que hay en la tienda y he tenido que coger la dichosa figurita de Belcebú. Qué tino tengo”.
En fin que la dejé en su sitio de nuevo, no sin cierto temor, y aún hoy -24 horas después- ando lavándome la manos cada cierto tiempo no vaya ser que se me pegara algo malo. Y eso que soy ateo. Estas cosas me pasan a mí por irme a Pernambuco.