“Lo que más le gusta a un nepalí es el dulce y el picante”, me confiesa Manoj, el guía que me enseña esta mañana los palacios de la plaza Durbar de Bhaktapur, en Nepal, desde donde hoy escribo. “No me extraña que me guste tanto este país pobre y montañoso”, pienso entonces yo en voz baja.
Lo del dulce lo puedo perdonar, pero el picante me parece la sal del viajero, la alegría de la vida culinaria. Nada me pone más que una buena conversación, una buena comida y un buen tarro de chile habanero. Los países, y la gente, que gustan del picante… son de fiar.
Lo del dulce lo entiendo también una nación de gente melosa y cordial, de sonrisa fácil y trato tan franco y afable que hacen sentirse cómodo al extranjero pese a que viven en el décimo país más pobre del planeta.
Llegué a Nepal anteayer.
Voy camino de Bhután pero aprovechando la escala he pensado quedarme unos días a deambular por aquí. Como ya conozco Kathmandú decido pasar la primera noche en Bhaktapur, la otra gran capital histórica del valle, mucho más auténtica y mejor conservada que la caótica y modernizada capital del país.
Pero cuando el taxi que me trae del aeropuerto se interna por las calles laberínticas y medievales del viejo Bhaktapur queda aprisionado por un gentío que atora los viales vestido con ropas multicolores mientras arroja al aire polvos rojos y amarillos y granos de arroz. Grupos de música con atronadores tambores ponen banda sonora a esta especie de éxtasis colectivo. Parece que me he colado en un anuncio de coches o de colonias baratas.
“Mister, no car in historical center. Impossible, you should go walking. No car”. Me grita angustiado el chófer. Resulta que hoy se celebraba la fiesta grande de la ciudad, el Biscuit o fiesta de las Ofrendas, en las que cientos de mujeres ataviadas con saris rojos (las casadas) o multicolor (las solteras) peregrinan en fila de templo en templo de la ciudad para dejar una dádiva en forma de agua pura, flores, dulces y granos de cereal y arroz. Y las calles están tomadas por esa marea humana.
Así que agarro mi maleta y mi bolsa de cámaras y continúo a pie entre una multitud vociferante y alegre. Traía 15 horas de vuelo y una noche en blanco, y la firme decisión de irme a descansar al hotel. Pero he tardado 0,5 segundos en cambiar de opinión, dejándome atrapar por la alegría y la fiesta así que –maleta en ristre- me he dejado llevar por la algarabía. ¡Carpe Diem! ¿Quién necesita una cama ahora? Me queda toda la eternidad para descansar.
Las calles de Bhaktapur son hoy un espejo de ese Nepal alegre y festivo, religioso pero librepensador y tolerante que tanto impresiona a los viajeros occidentales. Una sociedad rural y extremadamente pobre donde la religión es omnipresente, pero sin ser nunca agobiante ni amordazante. El hinduismo y el budismo se viven en la calle con la misma naturalidad con la que uno va a comprar el bora de arroz diario. Nepal es un país donde la felicidad es más contagiosa que un constipado.
Largas filas mujeres forman un cordón sin fin que anuda las principales calles y plazas de Bhaktapur. Entre ellas van y viene en un pasacalles sin fin docenas de bandas de música comunitarias de ambos sexos animando la fiesta con un ritmo monocorde pero pegadizo que arrancan de sus madals (tambores), jhyali (platillos) y bansuris (flautas de bambú).
Busco un punto de vista más elevado y subo a la terraza del hotel Bhad Gaun, que se abalcona sobre la plaza Taumadhi. Desde esta perspectiva se observan los tejados roídos y dispares de Bhaktapur y, como un diablo cojuelo, husmeo en la vida de los otros desde el anonimato de mi posición. Desde aquí arriba la ciudad se ve más decadente aún. Un caos que se mantiene a sí mismo desde hace siglos. Unos cuervos se disputan el pan robado sobre la tejas de terracota de un edificio abandonado. Desde el centro de la plaza se eleva majestuoso el templo Nyatapola, el de los 5 pisos, como una columna de cacerolas apiladas en precario equilibro, aunque lleva así más de 300 años. Al moverse por las calles, las riadas de mujeres de sari rojo parecen un torrente sanguíneo que transportara nutrientes a los cansados miembros de este viejo corpus que es la ciudad medieval.
Estrechos callejones fugan desde la plaza para perderse hacia ningún lugar flanqueados por fachadas viejas y agujereadas como un paredón de fusilamiento. Las pequeñas ventanas de madera de sal suelen estar rotas y entreabiertas, enmarcando estancias oscuras que huelen a humedad y orín. De vez en cuando se asoma a alguna de ellas un rostro anciano pero sereno, tan viejo y anciano como los ladrillos de terracota que le rodean.
Desde esta perspectiva, el pavimento de las calles es un trenzado de retales tan dispar que no hay dos metros cuadrados ni de igual color ni de igual textura. Nepal es la anarquía controlada, donde la excepción es norma. Pero ni esas irregularidades del terreno, ni los charcos de aguas sucias ni los papeles y basuras que el viento arrastra por el suelo de baldosas rotas y tierra apisonada detienen a los danzantes, a los músicos, a los curiosos y a los peregrinos que esta mañana alegre inundamos Bhaktapur.
Nepal es la tierra de la entropía. Un país tan intenso que resulta imposible absorberlo todo.