Llevo toda mi vida viajando y sin embargo tenía una mancha blanca en mi currículo más clamorosa que una terra ignota en un mapa del siglo XIX: nunca había estado en la India. Hoy por fin puedo decir que he rellenado esas líneas en mi historial viajero: acabo de volver de allí.
¿Y cómo se ve la India a ojos de un primerizo? La primera palabra que se me viene a la mente es caos. Un intenso, extenuante, seductor y hasta reconstituyente embrollo. Pero un caos, al fin y al cabo. No descubro nada si digo que la India es ese lugar que no deja indiferente a nadie.
La India es una perpetua anarquía que se sujeta a sí misma; una incoherencia muy coherente, si se me permite el oxímoron. Porque las leyes que hasta ahora conocemos de la Física no son suficientes para explicar cómo sale adelante día a día este país de casi 1.300 millones de habitantes que parecen estar todos a las vez en las calles tocando el claxon de sus desvencijados vehículos, peleando cada metro cuadrado disponible no solo con otros vehículos a motor sino con burros, vacas sagradas, búfalos, camellos, elefantes, monos y demás fauna variopinta. Las calles de India son una jungla feroz bajo el perpetuo sonido de miles de claxon.
En la India todo parece hecho a despropósito, más que a propósito. Nada se repara pero todo funciona. El orden natural de la cosas hacia su colapso sigue su curso inexorable pero cada una encuentra su acomodo en ese camino hacia la extinción de manera que ni se termina de romper ni nadie se encarga de repararla: el muro vencido de una casa, el puente de carretera a medio construir, el laberinto de cables inútiles que cubre las calles, una farola fundida, una carretera con más agujeros que un campo de minas, un baño sin agua, una acera rota, un autobús sin ventanas ni puertas.
Todo tiende a la máxima entropía, pero en India todo encuentra su acople para seguir siendo operativo. Y precisamente en este dulce desconcierto radica la belleza de la India. La magnética atracción que ha ejercido para viajeros de todos los tiempos. El último de ellos, yo.
La India hay que verla, es imposible explicarla.
Quizá no me haya supuesto tanto impacto como me habría provocado si la hubiera visitado por con veinte años, de mochilero dispuesto a vivir una primera experiencia exótica: he estado ya en muchos lugares caóticos y superpoblados en mi vida. Pero reconozco que la India es la sublimación de todos ellos.
También confieso que he visto solo un poquito de este gigantesco país, apenas he rascado en la superficie. He estado en Delhi, Agra y Jaipur; es decir, me queda casi todo por conocer. Pero me es suficiente para recomendar el viaje a quien quiera vivir una experiencia viajera única.
La India no es un país fácil. Ni siquiera yendo en hoteles confortables de estándar occidental y en autobús con aire acondicionado; y no digo nada de mochilero y con escasos recursos. Es un país intenso, agotador y exigente para el viajero. Pero es un lugar que enamora, vayas como vayas.
Y terminas cayendo rendido de sus gentes, de sus colores, de sus paisajes, de sus palacios y sus templos y de sus gigantescas contradicciones. La India existe solo en la India. Y hay que ir a verla.
En los próximos post os iré contando detalles de los lugares que recorrí.
Datos prácticos
El itinerario que hice se llama Triángulo India y lo vende Viajes Carrefour; cuesta desde 1.365 euros. El receptivo lo gestiona Catai Tours, que es una de las mayoristas más expertas en este destino. Volé con Turkish Airlines, vía Estambul; una conexión bastante directa y con precios muy asequibles para ir a India.