Cuando viajas continuamente corres el riesgo de perder la capacidad de asombrarte. No es que te deje de gustar el perpetuo movimiento ni te ponga menos 14 horas de avión en un asiento modelo Tortura en clase turista que tu cama con colchón de látex. Pero te invade un cierto aroma de déjà vu, la percepción de que te cuesta encontrar cosas diferentes que te emocionen. Llevaba un cierto tiempo así, hasta que la semana pasada descubrí un lugar que me conmovió como hacia tiempo que no me ocurría: el lago Inle, en Birmania.