Paco Nadal >> El Viajero

02 feb 2016

El cabo de Hornos iza 400 velas

Por: Paco Nadal

Walalla navegando
El viernes pasado se cumplió el cuarto centenario de uno de los descubrimientos que marcaron la navegación mundial. El 29 de enero de 1616 un barco holandés, el Eendracht, encontró un paso más al sur del estrecho de Magallanes que comunicaba el océano Atlántico con el Pacífico. Acababan de descubrir el cabo de Hornos.

Aquel cabo (en realidad, una isla) era el final de las tierras conocidas de Sudamérica. Y aunque 38 años antes sir Francis Drake (el pirata Drake para los españoles) ya había intuido su existencia, aquellos holandeses fueron los primeros en transitar por una nueva ruta que pese a su peligrosidad conectaría durante los siguientes siglos (hasta la apertura del canal de Panamá) Europa con la costa del Pacífico americano y con el Lejano Oriente.

Los holandeses bautizaron el accidente geográfico como kaap Hoorn (cabo Hoorn), en honor a la ciudad holandesa del mismo nombre de la que procedían. El secular problema de los españoles con los idiomas terminó transformado el neerlandés kaap Hoorn en el más castizo cabo de Hornos.

He tenido la suerte de cruzar cuatro veces el cabo de Hornos, pero si he de quedarme con una sería sin duda la primera, cuando lo doblé en un barco a vela, imitando a aquellos viejos clippers y bergantines de la era gloriosa de las exploraciones. Ésta es la crónica que publiqué de aquel viaje. La recupero hoy para soplar sobre esas 400 velas que enciende el cabo de Hornos.

 

Walalla y cabo de Hornos

"Hace 214 años, el almirante francés Jean Francoise Galaup dobló el Cabo de Hornos al mando del navío científico francés l’Astrolabe. El buen tiempo y la ausencia de vientos fuertes le llevó a escribir en el cuaderno de bitácora: “La navegación por este punto es como todas las demás navegaciones en latitudes extremas; las dificultades que uno espera encontrar son el efecto de antiguos prejuicios que han de desaparecer”. Poco después, una tormenta de magnitudes bíblicas hacía desaparecer el l’Astrolabe y la flotilla que le acompañaba, en una clara demostración de que toda prudencia a la hora de emitir juicios estúpidos, es poca.

Y ahora estamos aquí, en este mismo punto mágico que dobló Laperouse y otros tantos navegantes famosos, el acantilado negro y tétrico de la isla de Hornos donde el Atlántico y el Pacífico se unen para pergeñar la madre de todas las tormentas, y no sopla una brisa. Como Laperouse, el mito del cabo del miedo, del fin de la tierra conocida se ha diluido en una patena de calmas.

Hace una semana que nuestro navío, el `Valhalla´, abandonó la rada de Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Se trata de una goleta de casco de acero y dos mástiles construida a mano, durante dos largos años, por Pascal y Bernardette, una pareja de franceses colgados del mar. Antes alquilaban el `Valhalla´ a turistas ricos en el Caribe, pero tras atravesar el cabo de Hornos como tripulante de un barco en la de regata Nueva York-San Francisco, Pascal abandonó la molicie del trópico para poner proa a una vida más austera y en contacto con el mar de verdad en este confín de la Tierra de Fuego.

Vista a lo lejos, desde el canal de Beagle por el que buscamos una salida al Atlántico, Usuhaia dormita al pie de colinas nevadas como un pintorescos pueblo alpino. Sólo desde dentro se descubre que el enclave urbano más al sur del mundo es en realidad una vulgar cuadrícula de viviendas de madera, donde uno puede encontrar los mismos vicios y virtudes que en Buenos Aires: teléfonos móviles, Internet, atascos, boutiques de moda a precios desorbitados… Ni rastro de tabernas de madera que huelen a salitre y ron, ni de aquellos viejos lobos de mar que rasgaban el aire denso de las madrugadas contando mil y una historias de naufragios y tormentas que engullían navíos enteros. Una vez más, los mitos hacen aguas.

Pasamos la noche en Puerto Williams, la base naval chilena que vigila el canal de Beagle (y que en realidad está más al sur que Ushuaia, pero no quiero entra en esta discusión chileno-argentina), para abrirnos paso a mar abierto por el estrecho de Picton. El viento ruge y hace subir el anemómetro hasta los 35 nudos. Un crepitar de nubes blancas barre la cubierta mientras el Valhalla se escora. La fiesta acaba de empezar.

Vendaval con Vicente a la caña

En la isla de Picton tuvo lugar una de las más calamitosas intentonas de colonización de la Tierra de Fuego. El misionero británico Allen Gardiner y siete acompañantes desembarcaron aquí en 1851 dispuestos a catequizar a los indios fueguinos. Con el olvido de las municiones en el barco que les trajo de Inglaterra dio comienzo una serie de calamitosos sucesos que les llevaría a la muerte por inanición y acoso de los aborigenes. “Esta es una tierra de tinieblas, un escenario de salvaje desolación”, escribió Gardiner en su diario antes de morir.

Tinieblas y desolación. Los epítetos nos viene a la memoria mientras nuestra goleta cruza la oscura bahía Nassau en busca de un pequeño grupo de islas que se divisa como lomos de negras ballenas muy a lo lejos. No hay ningún punto habitado al sur de Puerto Williams. A partir de aquí empieza el reino de la soledad y la autosuficiencia. Los pequeños navíos a vela, como el nuestro, deben progresar costeando entre la miriada de islas en las que se diluye la cordillera de los Andes antes de disolverse definitivamente en el océano Antártico. La última de ellas es la isla de Hornos, la que da nombre al cabo, pero hasta verla aparecer a nuestra proa faltan, con suerte, dos jornadas más.

Las manos encallecidas de Pascal dirigen el `Valhalla´ de rada en rada, de islote en islote, escondiéndose como un animal acosado por las furias de Eolo. El tercer día el dios del viento se levanta de pésimo humor. Ráfagas de 55 nudos barren la bahía Scourfield, donde hemos pasado la noche. Apenas que el hocico del `Valhalla´ asoma por las puntas rocosas que cierran la rada, una sacudidad brutal hace rugir su cuadernas. Es difícil mantenerse de pie en cubierta. Pascal ordena dar marcha atrás y refugiarse en lo más hondo del abrigo. Añade una segunda ancla de protección y pasa el día con un ojo puesto en los partes del Meteosat y otro en los anclajes salvadores.

Pinguinera

Discurren así 24 larguísimas horas, hasta que el amanecer trae un panorama distinto. La tempestad ha dado paso a la más absoluta de las calmas. Así es el fin del mundo, imprevisible y caprichoso. Un día sopla un huracán y el siguiente no se mueve una vela. Esta fue una de las muchas razones que hicieron el cabo de Hornos pasto de las leyendas. Los grandes galeones primero y después, los clippers más ligeros que llegaban de Europa cargados de emigrantes en busca de la costa americana del Pacífico tropezaban con esos grandes vientos que soplaban siempre en dirección contraria, de oeste a este. Si por fortuna, la tempestad amainaba, era para sofocar estas latitudes australes en una calma chicha que podía durar semanas y mantenía a los barcos atascados en sus posiciones, sin poder salir de aquel infierno.

Cartas marinas atesoradas en Ushuaia hablan de odiseas con nombre y apellidos, como la del Edward Segal, un cuatro mástiles inglés que estuvo tres meses deambulando por el cabo sin lograr una mala brisa favorable que lo lanzara al tan ansiado Pacífico. Pero el `Valhalla´, por fortuna, tiene motor. Con él nos deslizamos sigilosamente por unas aguas negras y aterradoras, tan dóciles ahora como un campo de trigales, en busca del accidente geográfico más famoso de los cinco océanos. Cuando por fin el negro acantilado de la isla de Hornos surge a proa, un latigazo de euforia sacude la cubierta del `Valhalla´. Es la misma imagen tanta veces vista en archivos y en documentales, tantas veces soñada durante la preparación del viaje, convertida ahora en una realidad tan tangible como esas frías aguas por las que navegamos, capaces de matar en cinco minutos a quien caiga en ellas.

Llegada a isla de Hornos

Animados por el buen tiempo, fondeamos en una boya y descendemos a la isla de Hornos, custodiada por tres militares chilenos cuya única misión es dar parte de posibles naufragios y mantener la soberanía de Chile en esta inalcanzable porción de América. Pasan su destierro en una cabaña de madera y techo de uralita, turnándose en los únicos entretenimientos de la isla: la radio y la estación meteorológica por un lado y un cargamento de cintas de vídeo por otro que se renueva, como la dotación, cada dos meses.

Y poco más. El tiempo discurre con una monotonía aplastante en la esquina meridional de Sudamérica. Los vientos huracanados no dejan crecer nada que sobresalga más de un palmo de suelo y en una hora se visita de sobra el perímetro del islote. Pero para nosotros, vulgares mortales soñadores, esto es más que suficiente. Estamos en el cabo de Hornos, uno de los lugares míticos para cualquier amante de los mapas. Y eso justifica por sí solo el viaje. Frente a nosotros se abren las casi 500 millas náuticas del paso de Drake. Más allá está la Antártida y el Polo Sur.

Pero eso será ya otro viaje. Nos quedan otros cuatro días de navegación tortuosa de vuelta a Ushuaia. Un peaje insignificante a cambio del placer de haber pisado el fin del mundo".

Monumento del cabo de Hornos

 

NOTA: el cabo de Hornos ha cambiado mucho desde aquella vez que lo doblé a vela. Ya no hay tres militares chilenos custodiándolo. En su lugar, la Marina chilena manda cada año a un oficial con su familia para que dé servicio a la navegación y atención a los escasos visitantes. Aunque no os lo creáis, hay tortas por ese puesto. La vieja casa se ha remozado y ampliado, uniéndola al viejo faro para hacer la estancia más confortable a sus moradores. Y por haber, hay hasta una tienda de souvenirs que regenta la mujer del oficial-alcalde del cabo de Hornos. En otras dos ocasiones llegué a bordo de los Cruceros Australis, los únicos barcos de pasajeros que hacen esta ruta, y una cuarta lo vi desde la borda del barco en el que regresaba de la Antártida.

Y lo que si os puedo asegurar, es que pese a los cambios y la modernización, el cabo-isla de Hornos no ha perdido ni un ápice de su magia. Sigue siendo uno de esos lugares que todo viajero debe visitar al menos una vez en su vida.

 

Este es el vídeo que grabé en uno de esos viajes con Australis, desde Punta Arenas a Ushuaia, con escala en el cabo de Hornos:

 

 

Hay 8 Comentarios

Impresionante publicación, el año que viene estare por alli con mi familia, excelente nota!!!

Que cantidad de recuerdos me ha traido tu artículo, que aunque en persona no he doblado el Cabo de Hornos, si lo he hecho leyendo mis queridos libros de aventuras del Capitan Jack Aubrey, maravillosa obra de Patrick O´Brian, que junto a algunos otros ha sido cómplice de los días de lectura mas felices de mi vida.

Fascinante. El cabo de Hoorn está en la latitud de la Tierra bajo el paralelo celeste en el que está la constelación de la Cruz del Sur, que señala hacia el polo sur terrestre y celeste.

https://www.facebook.com/photo.php?fbid=679755242140924&set=oa.294537230755680&type=3&theater

Recuerdo que no pudimos bajar en la isla por el mal tiempo. Nuestro barco de australis parecía de papel!

Tiene que ser espectacular encontrarte en semejante lugar, tan distinto a lo que conocemos, pero es tan lejano......

Cuando sea mayor también quiero hacerlo. Sin duda, compañero.

Daría lo que fuera por hacer ese viaje

Un lugar aparentemente espectacular.

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Paco Nadal

Paco Nadal es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.

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