Hubo tiempos en que llamar “populista” a un político o a un grupo político era un insulto. Populista era lo contrario de popular, de socialista, de revolucionario, y recuerdo discusiones que terminaban de muy mala manera porque uno de los bandos en disputa le lanzaba la palabrita al otro. Pero lo mismo pasaba cuando un hincha de Boca le decía gashina a uno de River, o uno de River bostero a uno de Boca –y ahora los de Boca se llaman a sí mismos bosteros, los de River gashinas. Alguna vez habrá que indagar en ese mecanismo. Según la misma lógica –aunque con muchos más firuletes– hay politólogos que se dicen populistas y reivindican como populismo a las opciones que encabezan ciertos líderes latinoamericanos: Chávez, Correa, Morales, Kirchner. El más conocido es un Ernesto Laclau, autor de La razón populista.
Estos populismos comparten, según sus relatores, ciertas estrategias: una de ellas es la construcción y utilización del enemigo. Hay que armarse un buen enemigo, porque un enemigo sirve para muchas cosas: produce identidad –nosotros somos los que nos peleamos contra ésos–, produce cohesión –nosotros estamos peleando contra ésos así que no vamos a discutir entre nosotros–, produce un orden –aquí estamos nosotros, allá ellos. Así que buena parte de la astucia de un proyecto consiste en saber hacerse su enemigo. El peronismo de los doctores Kirchner dio con uno que ni pintado.