Esto es, sin duda, un despropósito. Es probable que no haya habido, en este sistema bloguero, muchas entradas/posts de este tamaño. Pero su largo –unas 25 carillas– es una de las razones por las cuales decidí publicar esta entrevista en este lugar. Solemos creer que internet exige textos cortos; no nos paramos a pensar que internet permite, entre tantas otras cosas, textos del tamaño que cada cual decida. Quizás éste sea un exceso, o quizás haya lectores todavía, gente a la que no le asusten unas cuantas páginas si les cuentan algo que les interese.
Por otro lado, no quería publicar este relato de una larga tarde con quien es, para muchos argentinos, la encarnación del Mal, en un medio argentino: su sentido habría cambiado mucho. Virtuales, extraterritoriales, estas líneas son un intento de presentar a uno de los personajes más y menos conocidos de mi país: Sergio Schoklender, el parricida, el preso, el extremista, ahora el estafador. Para los argentinos es un modo de profundizar en una historia muy cercana; para españoles y otros latinoamericanos, una buena aproximación al paisaje de la Argentina actual.
A lo largo de esa tarde Schoklender me dijo muchas cosas que me sorprendieron. Aquí están sus relatos de cómo roba el Estado argentino, de cómo las Madres de Plaza de Mayo se financiaron con asaltos, de cómo los medios se venden a los políticos, de cómo Cristina Fernández abandonó el proyecto Sueños Compartidos, entre otros. Si alguien –algún medio o persona– quiere reproducirlos es libre de hacerlo; solo le pido que cite la fuente, o sea: que diga de dónde los sacó.
Para quienes prefieran bajarlo y leerlo off-line o imprimirlo –que de todo hay en la viña del señor–, hay una versión en pdf aquí mismo.

:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: Entonces él dijo que quizá no tendría que haber dicho eso, y parecía que estaba diciendo la verdad. Yo lo creía; me sorprendió que él también creyera que no tendría que haber dicho eso. Fue un momento fuerte: como de quien, hablando, entiende algo. No es lo que suele pasar en una entrevista pero, para entonces, ya llevábamos más de dos horas de palabras, de miradas cruzadas, de cafés.
–No te preocupes. Yo sé que uno no siempre llega cuando quiere.
Me había dicho Sergio Schoklender cuando aceptó, en la puerta de su casa, mis disculpas por la demora. Yo me había perdido: su casa –o su es casa– está detrás del cementerio, en una calle que no conocía. A él tampoco, pero fuimos amables: nos dimos la mano y me invitó a pasar:
–Bienvenido a la casa de mi ex mujer.
La casa de su ex mujer, que construyeron juntos hace unos años, es, para empezar, un paredón sin historia en una calle legañosa de Chacarita y, detrás, tres pisos de un arquitectura moderna, a la moda, con ese aire brishoso, inquieto de tan quieto, que tienen los lugares más decorados que vividos.
–Ahora gracias al juez Oyarbide estoy viviendo otra vez con ella.
Dice Schoklender. El juez Oyarbide, el que atiende su causa, es una de sus bestias negras: ya tendrá tiempo de hablar, largamente, de él, de sus excesos, de los videos con que lo chantajean. Mientras tanto me explica que, como tiene todos sus bienes embargados, su ex mujer lo acogió por un tiempo en la casa, y que siempre tuvieron una buena relación y a veces se iban de vacaciones juntos y que tienen a Alejandro, su hijo de 12, que los une y que estaban distanciados porque él viajaba mucho y por esas cosas de la vida pero que ahora esas mismas cosas los reunieron y que por culpa de ese juez no tiene un centavo y corre la coneja y tuvo que vender, en estos días, su saxo y su moto.
–Moto y saxo tenor: la juventud, de algún modo.
Le digo y él me dice sí, la juventud, sonríe. Sergio Schoklender ya tiene 53 años, y ahora estamos en el tercer piso de la casa, el play room, a punto de sentarnos: las sillas son unos bancos como de bar muy altos; hay que sentarse encima y accionar una palanca para que los bancos bajen a la altura de sillas y nos permitan sentarnos junto a una mesa enorme, muy pulida. Sobre la mesa, solo su laptop y el brillo de una madera poco usada. Schoklender me pregunta si no quiero un café. Yo quiero y le pregunto cómo definiría su situación actual y me dice, con un tono muy suave, muerto en vida.
–¿Cómo?
–Muerto en vida.