El viernes 12 terminó en la
Ciudad de México el II Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias, organizado por
la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Me tocó hacer, para cerrarlo,
una síntesis de lo que un centenar de invitados de América Latina y España
discutimos durante tres días de muchas horas cada día.
Es esta:
Empezamos despacio. Superamos
custodias y custodios, tomamos cafés, admiramos paisajes, nos empequeñecimos en
la grandeza del Imperio, tomamos más cafés. Y, por fin, para empezar al fin,
escuchamos a la maestra Elena Poniatowska. Que dijo que escribía sus crónicas
–que empezó a escribir crónicas como La noche de Tlatelolco– porque los medios
silenciaban cosas.
La maestra estableció una
genealogía. Crónicas fundacionales tenían un propósito fundador: hablar de lo
que nadie hablaba, darle la famosa voz a los que no la tienen, esas cosas. Ya
veremos –ya habremos discutido– si ese propósito sigue siendo el suyo.
La maestra, después, definió
una condición: “Soy mujer, soy subjetiva y emocional”, dijo Poniatowska. Pero
es muy fácil replicar su frase: “Soy cronista, soy subjetiva y emocional”. Los
cronistas –tardamos en terminar de descubrirlo– somos periodistas en su
verdadero femenino: subjetivos, emocionales, reivindicativos, caprichosos.
Periodistas, sí. O quizá no, quién sabe. Pero yo creo que sí, y que ése es el
secreto.
* * *
Hubo un cambio: creo que hace
cuatro años, la primera vez que reunimos nuevos cronistas de indias, nuestra
preocupación principal era convencernos de que existíamos, de que éramos, de
qué eramos.
Tratábamos de completar la
fundación y, por eso, en esos días, la discusión central consistía, más que
nada, en saber de qué hablábamos cuando hablamos de crónicas, y nos dedicábamos
a reconocernos los unos a los otros. Siempre pasa: cuando uno no está seguro de
ser, sobreactúa. Recuerdo que eso me causó algún problema.
Entonces escribí:
“Dicen que son cronistas.
Ponen cara de busto de mármol, la barbilla elevada, el ceño levemente fruncido,
la mirada perdida en lontananza y dicen sí, porque yo, en la crónica aquella. O
incluso dicen no, porque yo, en la crónica ésta. O a veces dicen quién sabe
porque yo. Son plaga módica, langostal de maceta, marabunta bonsai. Vaya a
saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos
señores y señoras que se llaman cronistas.”
Yo reacciono: es lo que hago
en la vida, me parece. Entonces reaccioné contra ese exceso de orgullo que se
debía, supongo, a nuestra etapa adolescente: queríamos que nos reconocieran.
Pero pasaron cuatro años. Nos
hicimos más grandes. En el medio tuvimos ese famoso éxito de estima. Se nos
pasó –supongo, espero– ese síndrome adolescente. Se han publicado antologías de
crónica, abundan los cursos de crónica, aparecen tesis que estudian la crónica,
nos reunimos en un castillo del Imperio: ahí están las posibilidades –y el
peligro.
* * *
Aprendimos, entretanto, que
aquella función de romper el silencio ahora quedó más bien en manos de las
redes sociales, de la virtualidad inmediata. Hace cuatro años la irrupción de
esos medios nos problematizaba; los debatíamos, nos debatíamos, los temíamos.
Ahora, tantos twits más tarde, ya no los discutimos: pensamos cómo hacer para
aprovecharlos.
(Con cierta resignación a no seguir
buscando, por ahora, formas narrativas propias de esa virtualidad. Ahora, en
este encuentro, varios me sorprendieron diciendo que el mejor uso que podemos
hacer, por el momento, de la red, es que sea un buen soporte, fácil de
difundir, para el viejo texto escrito.)
* * *
Aquella mañana, hace tanto
tiempo, anteayer, la maestra Poniatowska, al fin, habló un poco más de quiénes
somos: somos lo que escuchamos, somos la confianza que hemos recibido, dijo:
las historias que otros nos prestaron, con la esperanza de que las contáramos,
si no mejor, a más personas.
Y ahí empezó la discusión.
Tres días de discusión, rica, variada, dispersa, agotadora, interesante.
Su síntesis, creo, es el
cambio de pregunta. Ahora la principal ya no es de qué hablamos cuando hablamos
de crónica; ahora sería de qué hablamos cuando escribimos una crónica.
O sea: qué queremos contar,
qué nos atrae, qué mundos miramos.
Pero antes, para intentar
saber qué vamos a contar, nos preguntamos para qué. Por qué nos tomaríamos el
trabajo de hacer nuestro trabajo.
* * *
Una mesa entre tantas me sirve
como ejemplo –que de eso se trata todo esto: usar una parcela de pretendida
realidad para crear la realidad que uno pretende.
Una mesa, decía, de jóvenes
cronistas. Toro, puertorriqueña, que dice que lo hace porque quiere que su país
sea un país. Martínez, salvadoreño, que para que su país conozca su país –y que
lo cambie. Salinas, nicaragüense, que para que un país marginal reconozca sus
márgenes –y los estreche. Pires, brasileña, que porque sí, sin vocación social;
que lo que le gusta es escribir historias –aunque no sirvan para nada.
Y varios con ella: la tarea de
los periodistas es contar bien una historia, dijeron muchos, y ya está.
Y varios, otra vez: que lo
hacen para cambiar algo, para afirmar algo: con una meta externa.
A mí me gusta ese deseo –pero
ése es mi problema. ¿Es ambicioso, vano, inútil?
O, dicho de otro modo: ¿no es
mucho más atractivo hacerlo si creemos que sirve? ¿Es un engaño? ¿Es mejor
engañarse que no? ¿Y si fuera verdad? ¿Y si no fuera?
* * *
La intención se muestra, por
supuesto, en la elección. En la pregunta por la historia: ¿de qué escribimos
cuando escribimos crónicas?
Y la intención, insisto, puede
ser solo ésa: contar bien una historia, cualquier historia. O contar bien una
historia que, de algún modo, se ocupa de un problema del que uno cree que vale
la pena ocuparse.
Se discute, lo discutimos. En
esa discusión está, sin duda, la riqueza.
* * *
Aunque se corren riesgos. El
peligro, dijo alguien, de caer en la tentación de armar la Freak’s Collection:
una galería de raros, de singulares, de atracciones de feria. O el paseo
autocomplaciente: la crónica en su formato cuando yo –cada vez mejor escrita,
más compuesta. El peligro de que las maneras de la crónica se vuelvan
manierismos.
Otros dijeron que eso no eran
peligros sino libertades.
En todo caso hubo cierto
consenso en huir de un empecinamiento en la miseria que ya no suele cumplir con
las metas que busca, y buscarle otros modos. E insistir en contar el poder –de
otra manera.
Y, entre esos poderes, uno que
por aquí se cuenta mucho porque cuenta mucho: el poder de la violencia, bandas,
narcos.
Por momentos, también,
intentamos pensar para quién lo hacíamos, ahora que la audiencia se ve cada vez
más, ahora que vemos leyendo a los lectores. Alguien decía que la crónica era
para élites. Y quién le contestaba que los diarios también eran productos de
nicho: 120.000 ejemplares en un país de 100 millones de habitantes demuestran
que la cantidad no siempre es el valor determinante.
Y, por otro lado, otra
sorpresa: hablamos de soportes, de medios para las crónicas pero ya no hablamos
de los grandes medios, de los periódicos más tradicionales. Es como si los
hubiésemos descartado como vehículo para nuestro trabajo; ahora nos
congratulamos –yo también– por la insistencia de nuestras revistas amigas y la
aparición de esos medios virtuales donde aparecen nuestros textos como si en
una hoja de papel: Anfibia, Silla Vacía, FronteraD, Puercoespín, y siguen
firmas.
* * *
Y que no hay por qué innovar
en las formas de la crónica, dijeron varios: hubo cierto consenso raro en que
es mejor no cambiar mucho la manera en que las crónicas se hacen, se presentan.
Y un joven ecuatoriano,
Andrade: que el problema no es el género crónica y sus cambios; que la pelea es
conseguir que seamos distintos entre nosotros, que cada cual escriba con su
voz.
Y yo creo que eso sería, si
es, una prueba de que hemos llegado a alguna parte. Digo: a un punto de
partida.
* * *
Y hubo, también –hubo sobre
todo–, cruces, propuestas, contactos, más trabajo de redes. Uno de los
cronistas más jóvenes me decía que ya se había conectado con tres editores con
los que quizá podría hacer algo. Otros armaban libros, otros mejoraban sus
páginas virtuales; la fundación García Márquez lanzó su web de cronistas, la
fundación Tomás Eloy Martínez su beca en alianza con la revista Soho, más
encuentros, cantidad de proyectos.
* * *
Son retazos, jirones de cuatro
días tan acelerados que terminaremos de oír lo que dijimos en semanas, meses.
Nos encontramos, nos buscamos,
nos encontramos algo más. Hacemos lo que muchos querrían y, mejor, lo que
nosotros mismos querríamos.
Somos privilegiados. Hemos
decidido hacer el trabajo que nos gusta y, a veces, incluso lo logramos.
Hacemos lo que queremos porque
hemos decidido tomar el riesgo de hacer lo que queremos.
Somos privilegiados. Pero lo
que vale es hacerlo, no jactarse.
Hace cuatro años me incomodó
la vanidad. Es nuestro trabajo escaparnos de eso.
* * *
Y aquí estamos, en los quince
minutos de éxito, en los bordes de la corriente principal muy cerca de la
corriente principal. A mí siempre me interesó que la crónica fuera un género
marginal, siempre me interesó la crónica porque era un género marginal.
La posibilidad del centro me
incomoda porque me incomodan esas cosas, cualquier centro. Pero, más allá de la
incomodidad personal, lo importante es cómo esa tentación puede influir en lo
que hagamos, en nuestras notas, en nuestras historias. Esa es la cuestión.
Hace cuatro años escribí que
la crónica debía ser política –y definí de varias formas esa condición. Digo:
la crónica puede ser femenina, caprichosa, pretenciosa, buscavidas. Digo: la
crónica puede poner en crisis las formas tradicionales del lenguaje de la
prensa, las formas engañosas del lenguaje de la prensa; la crónica puede
cambiar el foco de lo que hay que mirar, decía.
Y ahora querría terminar
diciéndolo de otra manera.
Digo –y creo que muchos lo
hemos dicho en estos días:
la crónica será marginal o no
será.
Nuestro trabajo –estos días,
todos los días– consiste en saber qué significa marginal
y llevarlo a la práctica.