Martín Caparrós

Sobre el autor

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta, Herralde, Rey de España. Su libro más reciente es la novela Comí.

Los días de la muerte

Por: | 27 de octubre de 2012

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Cuando murió Néstor Kirchner publiqué -en Newsweek, donde entonces escribía- esta columna sobre el tema. Me gusta la idea de revisarla hoy, justo dos años después, para ver qué cambió y qué no desde entonces. 

Me preguntaba por qué la muerte, en nuestra tradición, siempre es mujer: la huesuda, la parca, esa vieja con su guadaña y su capucha. Nunca hemos imaginado a la muerte como un hombre: no hay mejor prueba del poder masculino que esa imagen dibujada en nuestra idea del mundo. Estos días, esa mujer se apoderó de todo: de pronto todo un país pensó en la muerte. Todo un país, durante dos, tres, cuatro días, se embebió de la presencia de la muerte: con ahínco, con rabia, con alivio, con displicencia o con dolor un país se sumió en una muerte.

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El tamaño importa

Por: | 24 de octubre de 2012

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Como cada vez que vuelvo a Nueva York, estoy shockeado. No es la envidia por la atracción extraña de esta ciudad tan desgarbada y seductora; no es el despecho por el desdén con que te mira –no te mira–; no es el cabreo por el despliegue de poder –de distintas formas del poder– que brilla en sus esquinas; no es la mufa por los precios en dólares azules; no es siquiera la amenaza de ese debate de ayer en el que dos dueños del mundo discutían cómo debían usar sus tropas para seguir siéndolo; es, como siempre, el terror por la proliferación incontenible de los descomunales.

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Por la crónica

Por: | 15 de octubre de 2012

El viernes 12 terminó en la Ciudad de México el II Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Me tocó hacer, para cerrarlo, una síntesis de lo que un centenar de invitados de América Latina y España discutimos durante tres días de muchas horas cada día.

Es esta:

Empezamos despacio. Superamos custodias y custodios, tomamos cafés, admiramos paisajes, nos empequeñecimos en la grandeza del Imperio, tomamos más cafés. Y, por fin, para empezar al fin, escuchamos a la maestra Elena Poniatowska. Que dijo que escribía sus crónicas –que empezó a escribir crónicas como La noche de Tlatelolco– porque los medios silenciaban cosas.

La maestra estableció una genealogía. Crónicas fundacionales tenían un propósito fundador: hablar de lo que nadie hablaba, darle la famosa voz a los que no la tienen, esas cosas. Ya veremos –ya habremos discutido– si ese propósito sigue siendo el suyo.

La maestra, después, definió una condición: “Soy mujer, soy subjetiva y emocional”, dijo Poniatowska. Pero es muy fácil replicar su frase: “Soy cronista, soy subjetiva y emocional”. Los cronistas –tardamos en terminar de descubrirlo– somos periodistas en su verdadero femenino: subjetivos, emocionales, reivindicativos, caprichosos. Periodistas, sí. O quizá no, quién sabe. Pero yo creo que sí, y que ése es el secreto.

                                                        *          *          * 

Hubo un cambio: creo que hace cuatro años, la primera vez que reunimos nuevos cronistas de indias, nuestra preocupación principal era convencernos de que existíamos, de que éramos, de qué eramos.

Tratábamos de completar la fundación y, por eso, en esos días, la discusión central consistía, más que nada, en saber de qué hablábamos cuando hablamos de crónicas, y nos dedicábamos a reconocernos los unos a los otros. Siempre pasa: cuando uno no está seguro de ser, sobreactúa. Recuerdo que eso me causó algún problema.

Entonces escribí:

 “Dicen que son cronistas. Ponen cara de busto de mármol, la barbilla elevada, el ceño levemente fruncido, la mirada perdida en lontananza y dicen sí, porque yo, en la crónica aquella. O incluso dicen no, porque yo, en la crónica ésta. O a veces dicen quién sabe porque yo. Son plaga módica, langostal de maceta, marabunta bonsai. Vaya a saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos señores y señoras que se llaman cronistas.”

Yo reacciono: es lo que hago en la vida, me parece. Entonces reaccioné contra ese exceso de orgullo que se debía, supongo, a nuestra etapa adolescente: queríamos que nos reconocieran.

Pero pasaron cuatro años. Nos hicimos más grandes. En el medio tuvimos ese famoso éxito de estima. Se nos pasó –supongo, espero– ese síndrome adolescente. Se han publicado antologías de crónica, abundan los cursos de crónica, aparecen tesis que estudian la crónica, nos reunimos en un castillo del Imperio: ahí están las posibilidades –y el peligro.

                                                        *          *          *

Aprendimos, entretanto, que aquella función de romper el silencio ahora quedó más bien en manos de las redes sociales, de la virtualidad inmediata. Hace cuatro años la irrupción de esos medios nos problematizaba; los debatíamos, nos debatíamos, los temíamos. Ahora, tantos twits más tarde, ya no los discutimos: pensamos cómo hacer para aprovecharlos.

(Con cierta resignación a no seguir buscando, por ahora, formas narrativas propias de esa virtualidad. Ahora, en este encuentro, varios me sorprendieron diciendo que el mejor uso que podemos hacer, por el momento, de la red, es que sea un buen soporte, fácil de difundir, para el viejo texto escrito.)

                                                        *          *          *

Aquella mañana, hace tanto tiempo, anteayer, la maestra Poniatowska, al fin, habló un poco más de quiénes somos: somos lo que escuchamos, somos la confianza que hemos recibido, dijo: las historias que otros nos prestaron, con la esperanza de que las contáramos, si no mejor, a más personas.

Y ahí empezó la discusión. Tres días de discusión, rica, variada, dispersa, agotadora, interesante.

Su síntesis, creo, es el cambio de pregunta. Ahora la principal ya no es de qué hablamos cuando hablamos de crónica; ahora sería de qué hablamos cuando escribimos una crónica.

O sea: qué queremos contar, qué nos atrae, qué mundos miramos.

Pero antes, para intentar saber qué vamos a contar, nos preguntamos para qué. Por qué nos tomaríamos el trabajo de hacer nuestro trabajo.

                                                        *          *          *

Una mesa entre tantas me sirve como ejemplo –que de eso se trata todo esto: usar una parcela de pretendida realidad para crear la realidad que uno pretende.

Una mesa, decía, de jóvenes cronistas. Toro, puertorriqueña, que dice que lo hace porque quiere que su país sea un país. Martínez, salvadoreño, que para que su país conozca su país –y que lo cambie. Salinas, nicaragüense, que para que un país marginal reconozca sus márgenes –y los estreche. Pires, brasileña, que porque sí, sin vocación social; que lo que le gusta es escribir historias –aunque no sirvan para nada.

Y varios con ella: la tarea de los periodistas es contar bien una historia, dijeron muchos, y ya está.

Y varios, otra vez: que lo hacen para cambiar algo, para afirmar algo: con una meta externa.

A mí me gusta ese deseo –pero ése es mi problema. ¿Es ambicioso, vano, inútil?

O, dicho de otro modo: ¿no es mucho más atractivo hacerlo si creemos que sirve? ¿Es un engaño? ¿Es mejor engañarse que no? ¿Y si fuera verdad? ¿Y si no fuera?

                                                        *          *          *

La intención se muestra, por supuesto, en la elección. En la pregunta por la historia: ¿de qué escribimos cuando escribimos crónicas?

Y la intención, insisto, puede ser solo ésa: contar bien una historia, cualquier historia. O contar bien una historia que, de algún modo, se ocupa de un problema del que uno cree que vale la pena ocuparse.

Se discute, lo discutimos. En esa discusión está, sin duda, la riqueza.

                                                        *          *          *

Aunque se corren riesgos. El peligro, dijo alguien, de caer en la tentación de armar la Freak’s Collection: una galería de raros, de singulares, de atracciones de feria. O el paseo autocomplaciente: la crónica en su formato cuando yo –cada vez mejor escrita, más compuesta. El peligro de que las maneras de la crónica se vuelvan manierismos.

Otros dijeron que eso no eran peligros sino libertades.

En todo caso hubo cierto consenso en huir de un empecinamiento en la miseria que ya no suele cumplir con las metas que busca, y buscarle otros modos. E insistir en contar el poder –de otra manera.

Y, entre esos poderes, uno que por aquí se cuenta mucho porque cuenta mucho: el poder de la violencia, bandas, narcos.

Por momentos, también, intentamos pensar para quién lo hacíamos, ahora que la audiencia se ve cada vez más, ahora que vemos leyendo a los lectores. Alguien decía que la crónica era para élites. Y quién le contestaba que los diarios también eran productos de nicho: 120.000 ejemplares en un país de 100 millones de habitantes demuestran que la cantidad no siempre es el valor determinante.

Y, por otro lado, otra sorpresa: hablamos de soportes, de medios para las crónicas pero ya no hablamos de los grandes medios, de los periódicos más tradicionales. Es como si los hubiésemos descartado como vehículo para nuestro trabajo; ahora nos congratulamos –yo también– por la insistencia de nuestras revistas amigas y la aparición de esos medios virtuales donde aparecen nuestros textos como si en una hoja de papel: Anfibia, Silla Vacía, FronteraD, Puercoespín, y siguen firmas.

                                                        *          *          *

Y que no hay por qué innovar en las formas de la crónica, dijeron varios: hubo cierto consenso raro en que es mejor no cambiar mucho la manera en que las crónicas se hacen, se presentan.

Y un joven ecuatoriano, Andrade: que el problema no es el género crónica y sus cambios; que la pelea es conseguir que seamos distintos entre nosotros, que cada cual escriba con su voz.

Y yo creo que eso sería, si es, una prueba de que hemos llegado a alguna parte. Digo: a un punto de partida.

                                                        *          *          *

Y hubo, también –hubo sobre todo–, cruces, propuestas, contactos, más trabajo de redes. Uno de los cronistas más jóvenes me decía que ya se había conectado con tres editores con los que quizá podría hacer algo. Otros armaban libros, otros mejoraban sus páginas virtuales; la fundación García Márquez lanzó su web de cronistas, la fundación Tomás Eloy Martínez su beca en alianza con la revista Soho, más encuentros, cantidad de proyectos.

                                                        *          *          *

Son retazos, jirones de cuatro días tan acelerados que terminaremos de oír lo que dijimos en semanas, meses.

Nos encontramos, nos buscamos, nos encontramos algo más. Hacemos lo que muchos querrían y, mejor, lo que nosotros mismos querríamos.

Somos privilegiados. Hemos decidido hacer el trabajo que nos gusta y, a veces, incluso lo logramos. 

Hacemos lo que queremos porque hemos decidido tomar el riesgo de hacer lo que queremos.

Somos privilegiados. Pero lo que vale es hacerlo, no jactarse.

Hace cuatro años me incomodó la vanidad. Es nuestro trabajo escaparnos de eso.

                                                        *          *          *

Y aquí estamos, en los quince minutos de éxito, en los bordes de la corriente principal muy cerca de la corriente principal. A mí siempre me interesó que la crónica fuera un género marginal, siempre me interesó la crónica porque era un género marginal.

La posibilidad del centro me incomoda porque me incomodan esas cosas, cualquier centro. Pero, más allá de la incomodidad personal, lo importante es cómo esa tentación puede influir en lo que hagamos, en nuestras notas, en nuestras historias. Esa es la cuestión.

Hace cuatro años escribí que la crónica debía ser política –y definí de varias formas esa condición. Digo: la crónica puede ser femenina, caprichosa, pretenciosa, buscavidas. Digo: la crónica puede poner en crisis las formas tradicionales del lenguaje de la prensa, las formas engañosas del lenguaje de la prensa; la crónica puede cambiar el foco de lo que hay que mirar, decía.

Y ahora querría terminar diciéndolo de otra manera.

Digo –y creo que muchos lo hemos dicho en estos días:

la crónica será marginal o no será.

Nuestro trabajo –estos días, todos los días– consiste en saber qué significa marginal

y llevarlo a la práctica.

El juego de los 3824 errores

Por: | 08 de octubre de 2012

Sin título-1Si yo fuera periodista o militante opositor estaría feliz. Los opositores no pueden sino estarlo: el gobierno al que se oponen les da todos los días motivos, más motivos. Los periodistas no pueden sino estarlo: el gobierno que cubren les da todos los días noticias, más noticias. Y los periodistas opositores más aún: saltando en media pata.

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¿Una vez más?

Por: | 05 de octubre de 2012

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Una vez más, un argentino ha desaparecido.

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¿Oposición? ¿Qué oposición?

Por: | 02 de octubre de 2012

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Voy a disentir con un editorial que publicó este diario hoy –porque creo que reproduce un lugar común que habría que repensar. “Con una oposición menos fragmentaria y enfrentada que la argentina”, empieza el texto, “los tiempos serían mucho más difíciles para Cristina Fernández”. La enunciación, en principio, parece lógica, y suele oírse en las conversaciones argentinas. Todo el tiempo se oye: argentinos se quejan de que la oposición está tan desunida, de que así no hay forma de ponerle un límite al gobierno. El problema es que esa oposición tendría una sola razón para ser menos fragmentaria: su pelea contra el gobierno peronista.

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El País

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