Hay momentos en que se pasan ciertos límites –y este fue uno
de ellos. Que un señor pueda hacer una diferencia entre los “argentinos de
religión judía” y los “argentinos argentinos” es perturbador. Que lo diga para
discriminar a las víctimas del peor atentado de la historia argentina es
indignante. Que lo haga en un debate de la más alta cámara legislativa, el
Senado de la Nación, es sorprendente. Y que ese señor –un señor que define, en
un discurso político, a los verdaderos argentinos por oposición a los que no lo son del todo, que discrimina
de la manera más brutal y más boba, de puro idiota, sin querer, mostrando sin
darse cuenta los recovecos de los intestinos con que piensa–, que ese señor sea
un senador de la Nación, político de confianza de la presidenta, jefe de la
bancada oficialista de la Cámara, es demasiado. Que, por fin, su frase nazi no
provoque más que un módico pedido de disculpas –que no merezca el repudio de
millones, que no merezca la vergüenza de otros tantos, que no merezca la
renuncia inmediata y el retiro– demuestra de una vez por todas que somos un país de mierda.