Me equivoqué
otra vez –y ya es costumbre. Pero en ésta me equivoqué durante años, entusiasta.
Siempre pensé que uno de los grandes frenos que trababan al estado argentino era
la insistente ilegalidad con que la mayoría de los ciudadanos nos relacionamos
con él. Todos sabemos que casi todos lo hacemos. Aunque hay, por supuesto,
grados y maneras.
Una cosa es
ese tercio largo de los trabajadores que debe resignarse a vivir en negro: que
no puede gozar de las garantías y seguridades de trabajar legalmente porque su
necesidad y el poder de sus patrones –privados, públicos– consiguen que así
sea.
Otra, la
costumbre perfectamente generalizada –que muy pocos argentinos desdeñan– de esquivar
ciertas cargas: no declarar ingresos, no hacer una factura, coimear a un
policía en lugar de pagar una multa. Lo que alguna vez, hace muchos años, llamamos
“la corrupción de todos”.
Y otra más, muy
distinta, es el complejo sistema de disfraces, desvíos, argucias leguleyas y
corruptelas de funcionarios que practican las empresas más o menos grandes para
no cumplir con las reglas fiscales.
Son formas
muy diversas pero todas responden a esa palabra tan argenta: trucho, trucha. Bien
exacta, bien nuestra: no hay, en otros castellanos, términos que definan tan
precisos lo que trucho sí. Trucho es como quien dice falso con cariño, te
engaño pero con buena onda, no es lo que debería ser pero igual sirve. Trucho
incluye, claro, ese resto de aprecio, casi admiración, por los que consiguen
truchar bien esto o aquello.