El deporte es una fábrica constante de obviedades, de esas que pasan por sabiduría. Hay una que me gusta de tan obvia. Es una especie de lema de los Yankees de Nueva York: It ain’t over ‘till it’s over –que nada está acabado hasta que está acabado: que hay que seguir peleándola. Ayer, la maldición de la Concacaf la hizo evidente.
México tenía todo para sacar a Holanda; se lo empataron cuando faltaban dos minutos, se lo ganaron cuando sobraban tres. Costa Rica, ídem con Grecia. Dos partidos que se redefinieron cuando ya todo parecía definido; dos equipos que no supieron cerrarlos cuando los tenían.
Alguien tendrá que explicar en qué consiste el peso de la historia, ése que hace que Holanda siga, Brasil siga: que haya equipos que no pierden sus ventajas, que saben cómo mantenerlas, que haya equipos que se imponen incluso cuando parecen despeñarse. Que haya equipos que no necesariamente son mejores pero ganan tanto más a menudo que los otros. No son favores arbitrales, no es el juego en sí, no es experiencia o tradición; parece una forma de la confianza, de la convicción de que sí pueden –y, por lo tanto, no tienen que cantarlo: solo hacerlo.
En el primero de la tarde, México dominó bien su partido, pero lo dejó ir. Holanda mostró otra vez –como contra Chile– que es el clásico equipo especulador, que solo se lanza cuando no tiene más remedio. Deja la duda abierta: ¿si se lanzara sería tremendo o no está en condiciones de lanzarse?
En el segundo, Costa Rica cargaba con un favoritismo raro. Es viejo como el mundo: tiempos en que los guerreros se comían la carne, la sangre, el espíritu de sus vencidos para apropiarse de su fuerza; en esta competencia, cada cual tiene el tamaño del enemigo que acabó: Uruguay, Italia, Inglaterra.
Costa Rica tiene, también, una idea clara: un buen arquero, una defensa de cinco a la que no le entran, un mediocampo peleador, dos jugadores de construcción y ataque como Ruiz y Campbell –y la suerte de que, ayer, sin ir más lejos, su 10 le pegó mal y la metió por un rincón.
Pero, cuando ya resultaba demasiado fácil, Costa Rica se quedó con diez, para que fuera o pareciera heroico. Y después los penales, sus festejos, esos cinco minutos increíbles que explican y justifican todo el resto.
México perdió por el peso de la historia; contra cualquier historia, Costa Rica entró al Grupo de los Ocho. Y ahora, caído México, se transformó en el adalid de su región –y de los chiquiticos, los países sin historia. Contra Holanda será, de nuevo, lo que mejor le va: la víctima supuesta, la ilusión de volver a sorprender al mundo.