Martín Caparrós

Sobre el autor

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta, Herralde, Rey de España. Su libro más reciente es la novela Comí.

PamplinasMundial 10. El Huevo Bó

Por: | 20 de junio de 2014

Todos gritamos ese gol de Suárez; todos quisimos abrazarlo.

Hubo tiempos en que los argentinos sabían ganar guerras. Aquel año, 1827, vencieron a Brasil por el control de la Banda Oriental: seguiría siendo una provincia de la Confederación. Pero al imperio inglés no le gustaba que el Plata fuera un río argentino y que los dos países de la región compartieran esa frontera que sería caliente –y empleó sus poderes para crear un estado-tapón que se llamó Uruguay. Hoy, en Sao Paulo, se arrepintieron tanto.

El Paisito podría no haber existido pero existe y tiene rasgos pronunciados: son amables, son creíbles, dicen bó y juegan al fútbol como perros hambrientos. Contra Inglaterra se jugaban todo, como siempre.

El partido era tosco. Lo peleaban como una final, que es lo que era: el que perdía se iba. Así que todo era pasión, intensidad: Uruguay defendía con una línea de cinco más dos, que se tiraban al piso todo el tiempo. Inglaterra intentaba sin ideas; de tanto en tanto, Uruguay armaba un contraataque. Era uno de esos partidos invertidos donde los jugadores están en el suelo y la bola en el aire.

Pero Cavani y Suárez metieron uno y había que defenderlo: el partido se hacía más y más charrúa. Si hay un fútbol con una identidad es el de ellos: el fútbol como esfuerzo, sacrificio del que sabe que nada viene solo. Lo voy a repetir en buen francés: con Uruguay todo es cuestión de huevos. Los huevos en la cancha de sus jugadores, los huevos en la garganta de sus hinchas. Huevos que no se rompen ni caducan: se usan y se usan a través del tiempo. Es esa variedad tan valorada: el Huevo Bó, los cojones yorugas.

Los españoles dicen que estos partidos hacen afición. Yo creo que los hace la afición; que sin esa afición, sin fanatismo, es imposible jugar como los uruguayos. Y es imposible verlos jugar sin entregarse a ellos. Así sufrimos cuando les empataron. Y después todos empujamos ese gol, a los 40 del segundo tiempo, cuando el esfuerzo parecía desperdiciado. Todos palpitamos el sablazo, lo vimos salir endemoniado –y el arquerito inglés que se corría por si acaso. El gol gritaba, el huevo había ganado.

Los hinchas ingleses eran, antes de empezar, los más pesimistas en cuanto a las posibilildades de su equipo: se ve que saben de fútbol. Inglaterra se va: las viejas monarquías europeas están cayendo en fila. Cualquier parecido con la vida real es un error del árbitro.

PamplinasMundial 9. A rey muerto

Por: | 19 de junio de 2014

Sabemos que es injusto: radicalmente injusto, pero va a ser así. Hoy, mañana, ni el loro va a extenderse en la victoria de Chile, su clasificación temprana, su éxito indudable. Nadie: todo es España, la caída del campeón más bello.

Es lógico: somos culturas de la muerte. Nos hicimos a partir de la tortura de un agitador religioso palestino y festejamos a nuestros próceres el día que palmaron y hacemos de nuestros muertos estandartes. Hoy hubo una muerte súbita, tan inesperada: nunca un campeón mundial había perdido así. España, en esta copa, fue como tantos de nosotros: empezó haciendo un gol, prometiendo futuros venturosos y después ni uno más y, en cambio, siete en contra.

No faltarán quienes insistan en que fue una conspiración republicana: que alguien maquinó que, para complicarle la vida al rey que llega, nada mejor que enfrentarlo a la derrota de sus únicos campeones. O quienes digan que fue puro monarquismo: que, para marcar su peso, ese rey que se va se lleva en su caída el gran orgullo nacional de su nación en tiempos de orgullo tan escaso.

Son pamplinas: hablar de reyes es pamplina. Los futbolistas españoles perecieron por una sobredosis de sí mismos. Dos jugadas, por ejemplo, cuando ya estaban 2 a 0 abajo: en el minuto 79, un contraataque rápido por un error chileno y el avance que, en vez de concretarse, se disuelve en maraña de pases: como si el escorpión no pudiera –realmente no pudiera– con su naturaleza. La segunda: minuto 95, toques que empiezan a retroceder, via Iniesta, desde el área chilena y terminan en la propia: la impotencia, la terrible impotencia.

Una idea de la retórica: el amoroso de sí, relato ensimismado. Un discurso que no consigue completar sus frases porque le gustan tanto que siempre agrega un adjetivo, un adverbio, un verbo por pasiva y que, a fuerza de hacerlo, ya no sabe cómo cerrar una oración. El olvido de buscar finales, entonces, lo hunde en este final tan anterior a lo previsto.

La derrota es bruta y se va a cargar a una generación –y a un rey de copas: no es probable que la carrera del marqués de Del Bosque, tan amado, sobreviva a este choque. Con él se va a acabar este linaje español de viejos sabios y modestos, desaliñados, calvos; alguna forma de la modernidad, temible, bien vestida, amenaza a la vuelta de la esquina.

PamplinasMundial 8. Sí se pudo

Por: | 18 de junio de 2014

La página web de su ex equipo, Ajaccio, abre con una foto suya y el deseo de sus compañeros: Tutt’Aiacciu incù tè forza, Memo. Memo es Guillermo Ochoa, el arquero de México, y sus amigos corsos supusieron que precisaba ese aliento: en la liga francesa fue el arquero más goleado, 72 en 38 partidos, y su club descendió. Esta tarde, en cambio, fue el héroe decisivo. México acaba de encontrar un nuevo paladín. No es buen signo enamorarse de un arquero.

Siempre me deprimió un poco el concepto sí-se-puede. Suena como una confesión de inferioridad: los que cantan dicen que poder –hacer tal cosa, ganar tal partido– es solo un deseo, la voluntad de oponerse a la idea aceptada de que no podrán. Si fuera claro que pueden no lo gritarían como en un desafío. Y aquí, a mi alrededor, docenas de mexicanos lo gritan y lo guardan y lo vuelven a gritar: temen, históricamente temen cada ataque de Brasil, creen que no podrán, recuperan confianza con cada atajada magistral del corso Ochoa.

(Los argentinos, con perdón, nunca gritamos sí se puede: lo damos por descontado, nos parece evidente que podemos. Después, en general, descubrimos que no; suele ser tarde.)

En la tele, el local se enmaraña. Marcelo, Neymar y Oscar son de los pocos brasileros de este equipo; el resto quizá sea brasileño. Brasil aprieta un rato; después vuelve a perderse en su propio laberinto, sin organización, sin plan, al arrebato. Es un equipo ciclotímico, desaparece mucho, y cuando desaparece parece perfectamente vulnerable: no impone miedo ni respeto.

Mientras, México juega al fútbol sí-se-puede: corren, corren y, suponiendo que no sabrán cómo entrar en el área, sus jugadores patean cada pelota desde afuera. (Un estudio reciente sobre miles de casos mostró que solo el 2 por ciento de los tiros de lejos se convierten en goles. Si el fútbol fuera un ejercicio racional, nadie más patearía de más de 20 metros; grasiadió no lo es.) México juega, en fin, aquello que Valdano habría llamado fútbol de derecha: la honesta agitación de quienes saben que no saben suficiente, que tienen que ganarse el pan con el sudor de sus sobacos –y las palmas de Memo. Y así, por fin, encuentran lo buscado. El empate es un triunfo sin triunfo y alrededor fluye tequila, las cervezas, la emoción de lo esperado inesperado. Los gritos se concretan:

–¡Sí se puede!

Dicen.

–¡Sí se puede!

Y la sorpresa los sobrecoge: sí, pudieron.

PamplinasMundial 7. Ser CR

Por: | 17 de junio de 2014

Neymar hizo 2, Robben 2, Van Persie 2, Benzema 2, Messi uno; Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro, hoy, no hizo ninguno. Su partido era el choque entre el equipo más equipo y el individuo más rabiosamente individual. El equipo, Alemania, le hizo cuatro a la banda de Cristiano. El gran individualista necesita un conjunto: jugó en dos de los mejores –Mad, Man– y le fue espléndido. Cada vez que juega en este menos bueno, su selección, le va bastante mal.

CR me confunde. Solemos creer que el público –tantas veces privado– hace ídolos a sus ídolos porque simpatiza con ellos, porque le gustan sus logros, sus gestos, sus maneras. Por eso siempre me pareció sorprendente que alguien quisiera adorar a ese patán: un gallito de riña con copete que nunca disimuló que solo hay una cosa que le importa. Lo muestra, por ejemplo, cada vez que su equipo hace un gol: lo festeja si es suyo cual poseso y, si no, mira de lejos. Y lo muestra dedicando tanto tiempo y esfuerzo a su apariencia: peinados, ejercicios, musculitos. Y lo muestra, delator, gesticulando ante las cámaras cada vez que un compañero suyo hace algo malo. Y lo muestra cuando, en medio del partido más importante de su temporada, está pensando en hacer poses para su película, Hulk menor.

Siempre me pregunté por qué tal personaje podía despertar algún cariño, ganas de seguirlo. Pero supongo que mi pregunta era, además de tontita, optimista. Porque sospecho que lo que prima en este caso no es el afecto sino la identificación: yo sería así si yo pudiera, piensan millones que no pueden. Y admiran a un millonario que hace que la palabra egoísta ya no alcance, un obseso de sí, un traidor a su grupo –que, como muestra de su sensibilidad, se hace ver con mujeres de almanaque y coches de museo, uno que encarna todos los valores de la desigualdad más bruta, del dinero al poder.

Por momentos me da cierta envidia: debe ser maravilloso ser CR, poder cagarse sin culpas en esas convenciones que postulan que habría que interesarse por los otros. CR es, de algún modo, un adelantado de una nueva normalidad: el yoyoyó que ha conseguido todo por sí y para sí, que cree que no le debe nada a nadie y, por lo tanto, nadie debe importarle. Un ser sin clase, un individuo en pleno. Uno que es tan claramente lo contrario de todo lo que me gusta, me interesa, me emociona, que me duele saber que millones lo idolatran.

Pero no sigo, no quiero preocuparlo.

PamplinasMundial 6. Sabella y sus fantasmas

Por: | 16 de junio de 2014

Es tan raro cuando por fin sucede algo que imaginamos meses, años. Momentos que han sido tan anticipados, tan vistos antes de que sucedan que, cuando suceden, son por supuesto mucho más y mucho menos.

Millones de argentinos excesivos nos pasamos tantas horas estos años imaginando en el Maracaná, contra unos bosnios o serbios o algo así, a los Cuatro Magnifícos. Aunque hubieran estado, la realidad siempre habría sido menos rica que todas las variantes presentidas. Pero, además, no estaban. El técnico Sabella decidió, a último momento, cambiar todo.

¿Habrá visto algo? ¿Una revelación, aparición, fantasma? Sabella había armado por fin, hace dos años, un equipo para sostener a Messi y darle el gusto: sus datos principales eran los tres delanteros –Higuaín, Agüero, Él– y Gago en la mitad para armar juego con el 10. Con ese equipo le fue más o menos bien, se clasificó, se consolidó: era su equipo titular. Pero de pronto, dos o tres días antes, le pasó algo y decidió cambiarlo por otro, un equipo con cinco defensores, sin Higuaín, sin Gago. Dos años de trabajo, desdeñados: como si hubiera llegado anteanoche, ví la luz y subí. Alguien dijo que se asustó de pronto; yo nunca lo diría.

Fue un desastre –por suerte fue un desastre. La Argentina se tiró atrás, no manejó la pelota, fue superada por un equipo muy menor. La atacaron porque se dejó atacar; no armaba juego porque no tenía quién lo armara. Y los jugadores, se supone, habían entendido el mensaje del técnico: hay que cuidarse, muchachos, precaución ante todo.

¿Habrá visto, entonces, ese primer tiempo? Porque, a la salida del segundo, lo sabemos, Sabella volvió a parar el equipo consagrado. Tuvo, al menos, la dignidad de aceptar su error y tratar de enmendarlo. Es encomiable, no es lo que preferiríamos encomiar. En cualquier caso, el nuevo mensaje era tan otro: muchachos, jugamos a que somos nosotros los que jugamos, jugamos a que nos tengan miedo.

Funcionó. Gago supo manejar el medio campo, Messi siguió perdiendo pelota tras pelota pero hizo una –con taco de Higuaín– perfecta, como si fuera un buen imitador del 10 del Barcelona. Ese segundo gol es la esperanza. Y lo es, sobre todo, ese rato en que la Argentina se impuso en la cancha: dominó. No fue brillante y fue solo un partido pero fue, al mismo tiempo, una lección. Suponemos que Sabella la entendió. Al fin y al cabo, él se la dio a sí mismo. 

PamplinasMundial 5. Una trampita por la patria

Por: | 15 de junio de 2014

Es otro caso de argentinidad al palo: nuestra esperanza se basa en que el joven Messi sea un tramposo. Digo: quizá la palabra tramposo sea excesiva. Quiero decir: uno capaz de negarle a los suyos lo que los suyos esperan y necesitan de él, uno que limita  sus esfuerzos, uno que se guardó en su club para poder gastarse en esta copa. ¿Cómo decirlo? Un tramposito.

Es duro de pensar y, sin embargo, muchos suponen que puede haberlo hecho. Si no, era difícil explicar su aparente desinterés en los partidos finales, decisivos de la temporada. Hoy empezaremos a saberlo. O, mejor dicho: nunca lo sabremos.

Sí veremos si hay o no diferencia, y en esa diferencia está nuestra esperanza. Si Messi es el Messi de antes y produce, millones dirán qué grande el pibe cómo la hizo, al final no era ningún tonto –y quizás hasta empiecen a quererlo. Si sigue siendo el mismo, si lo que dio en los últimos partidos del Barsa es lo que puede dar ahora, la selección argentina que está por debutar está jodida.

Hay, para empezar, misterios raros: no se sabe qué equipo jugará este domingo. El técnico tuvo solo seis o siete meses para pensarlo, así que, dijo, va a decidir en estas horas. Enfrenta, es cierto, una elección crucial: con estos jugadores podríamos ser –nótese la primera persona, esa tristeza patriotera– una aplanadora; rumores dicen que seremos una pandilla de descuidistas, de francotiradores, que jugaremos con cinco atrás para aprovechar el contraataque. En un equipo con tres de los mejores delanteros del mundo, el contraataque.

El problema es que, por el momento, Argentina no es un equipo; es, con suerte, un pila de individualidades. No hagamos de eso una metáfora de nada, que el uso metafórico del fútbol está alcanzando cotas de tedio insospechadas. Es solo que en la cancha se ve mucho: no hay equipo.

Un equipo también es un misterio: ¿qué es lo que hace que un grupo de muchachos se transforme en uno? Se habla de liderazgo, de armonía, de entusiasmos compartidos, de proyecto común. Se habla de tantas cosas; es obvio que para ser un equipo hay que empezar por saber a qué se juega: definir un modelo. Colombia, ayer, parecía un equipo colombiano: la parsimonia casi exagerada de unos fulanos que confían, sobre todo, en sus habilidades, y las ejercen con denuedo. Si Argentina tuviera que jugar bien argentino, ¿cómo jugaría?

PamplinasMundial 4. El sueño de los héroes

Por: | 14 de junio de 2014

Se despertaron del sueño de los héroes sin ser héroes. En el fútbol actual no es fácil serlo. Alemania, Brasil, incluso Argentina podrían ganar este mundial sin dar la menor prueba de heroísmo. Los españoles sí lo fueron hace cuatro años. Su fútbol era tan coqueto que parecía suicida: su programa nunca incluyó correr ni defender feroz ni meter goles ni todas esas cosas que crean la ilusión de que un equipo manda. Fue el triunfo de la estética en un mundo entregado a la eficiencia: un error delicioso. Sucedió una vez y fue muy raro; rarísimo sería que sucediera otra.

Pero también fue rara esta caída: nunca un campeón se comió tantos goles en su debut siguiente. Y nunca quedó tan comprometido. Alguien le dice al Galileo de Bertolt Brecht: “pobres los pueblos que no tienen héroes”. Y Galileo le contesta: “pobres los pueblos que necesitan héroes”. España, pobre, necesita. Para pasar de ronda, necesita. Pero el heroísmo es un camino de vías muy variadas.

Por ahora, los jugadores españoles se mostraron insulsos en la cancha, avasallantes en las oficinas. Negociaron duramente sus primas –negociaron sus primas– y consiguieron un millón de dólares para cada uno por la supuesta copa. Es mucha plata o pasta o lana para chicos que ya tienen tanta. Ayer, antes de la manito anaranjada, una carta de un lector de El Periódico, César Calvo, los desafiaba: “Podéis ser héroes de verdad, de los que salvan vidas”. Para eso les reclamaba que donaran sus primas a alguna causa social y jugaran en serio por la camiseta. Total, si algo les sobra es la famosa guita.

Ahora es el momento: podrían, como un mea culpa y un vamos todavía y un podemos, anunciar que su única meta es la victoria y renunciar a ese millón.

Estarían regalando, probablemente, lo que nunca tendrán: podría salirles muy barato. Pero se cubrirían de gloria, avergonzarían a todos los demás: somos los que jugamos por el honor, no como ustedes, manga de mercenarios. Se convertirían en deportistas –y, sí, en raros héroes, en niños, en modelos– y harían, incluso, buena plata vendiendo el show de su heroísmo. Seguramente no se atrevan; la idea, en cualquier caso, sigue ahí. Si algún equipo la adoptara ganaría la otra copa, la que realmente importa.

PamplinasMundial 3. ¡Vamos Brasil todavía!

Por: | 13 de junio de 2014

El corazón quiere que pierdan; la razón, si existiera, prefiere que ahora ganen. El encono natural argento contra los brasileros está en un problema: Argentina necesita que Brasil se lleve estos partidos para que quede primero de su serie y así, se mantenga ese guiño del destino que quiere que los dos campeones sudacas no se encuentren hasta la final.

Armado de esa lógica tan antinatural me asomé al partido de apertura. Gran circo, o mais grande do mundo a pleno kitsch, carnaval bonsai, encapsulado: por una vez no llegaba a la calle, donde los disfraces eran otros. Pelé iba a dar la patada inicial pero lo reemplazaron por un robot y un chico paralítico –y él no entendió el mensaje. Parece que hay que explicarle todo varias veces. Entre otras cosas, que queda feo ser tan veleta, tan acomodaticio: un Maradona sin la gracia del Diego. Por algo le decían el Rey. Y salió, hace unos días, a hacer el numerito acostumbrado: “Olvidemos las protestas, la selección es nuestro país y nuestra sangre”, dijo, para que todos recordáramos al diputado Romario, filoso frente a cualquier arquero: “Cuando se calla, Pelé es un poeta”.

El corazón tiene razones que la razón ignora: me gustaría saber cuántos argentinos no gritaron con delectación y gozos varios el gol en contra de Marcelo. No era solo un gol en contra de Brasil; era un gol en contra de Brasil. El local apretó: tiene jugadores que corren y corren como si germanos. Ahora que los alemanes son turcos catalanes que juegan como brasileños, los brasileños son alemanes sin ética protestante, volkswagen armados en Manaus.

Queríamos mirar a Brasil y vimos a Croacia. Brasil pareció un equipo rústico, vulgar: no arma juego, no abre el juego, depende de los arrebatos de Neymar o la fuerza aérea de Hulk o de Fred. Solo su famosa defensa fue una garantía: hay que echarles centros y sus zagueros rematan casi todos. El partido se les escapaba hasta que llegó ese asalto nipón, tipo yakuza: el árbitro japonés les regaló un penal que no fue ni caricia. Neymar, con su tatuaje Todo Passa, en el mejor estilo Julio Humberto Grondona, lo metió de chiripa. Cerraron con un tercero que empezó con otro foul clarísimo.

Así sí todo pasa, y pasa de todo. Si esto es un comienzo, su final puede llegar a ser cualquiera.

PamplinasMundial 2. Todo empieza

Por: | 12 de junio de 2014

Ya empieza, todo empieza. O todo, felizmente se termina: a partir de esta tarde, por un mes, millones y millones esperamos que ya nada de lo que nos importa nos importe, que nada nos preocupe de lo que nos preocupa; esperamos el regalo de una vida nueva –provisoria, es cierto, pero nueva– donde nada tendrá más peso que el tobillo de Messi, la pifia de Neymar, los caprichitos de Sabella, los errores de ese árbitro francés, las esperanzas.

Todo empieza esta tarde porque esta tarde termina todo el resto –provisoriamente se termina– y hay muchos que quieren aprovecharlo. Gobiernos, sobre todo, que esperan conseguir unos días para hacer lo que suelen soñar: actuar sin que se note. “Durante todo este tiempo en la Argentina no se hablará de otra cosa”, dijo hace poco el jefe del gabinete local, un Capitanich, y es posible que, por una vez, haya acertado. A menos que, no se confíen.

Empieza, entonces, un campeonato que, como todos, va a ser raro. Para empezar, porque se juega en el país del fútbol, el país que más ganó en el fútbol –mal que me pese, mal que nos pese a todos.

Para seguir, porque hacía mucho que un Mundial no nos obligaba a mirar fuera de los estadios, y en éste se anuncian marchas y contramarchas, protestas y estallidos de los millones que no están del todo convencidos de que el famoso milagro brasilero no sea otra maniobra del Demonio.

Y, para terminar, porque no tiene candidatos claros. Brasil lo sería porque es local y porque es Brasil, pero hace años que nadie lo ve jugar un buen partido y es mejor en defensa que en ataque, lo cual lo desbrasiliza demasiado. Alemania sería porque tiene un equipo que funciona pero no tiene jugadores que enamoren, que desequilibren, se la ve tan desnuda de glamour que cuesta verla ganadora. Argentina porque tiene al mejor del mundo y un par más pero nunca consiguió armar un equipo y menos todavía una defensa. España porque lleva seis años ganándolo todo pero sus jugadores son los mismos que llevan seis años ganándolo y parecen cansados. Y después están los tapados de siempre –Francia, Inglaterra, Italia, Portugal, Holanda, Colombia, Uruguay– que por algo siempre son tapados.

Hoy empieza y el resto, por un mes, se acaba. Es la felicidad –o una copia aceptable, de las mejores que tenemos.

PamplinasMundial 1. ¿Otro papa argentino?

Por: | 11 de junio de 2014

Variadas confusiones -propias e impropias- mantuvieron a este blog perezoso durante unos días. Ahora, para compensar, empieza un período de hiperactividad como nunca antes. Para eso se transforma provisoriamente en Pamplinas Mundial, el lugar donde aparecerán, día tras día, breves disgresiones sobre este rito que nos raptará a muchos durante el mes que viene. Como decía la propaganda más vieja que recuerdo, de la nunca bien ponderada ginebra Bols, "cada día una copita estimula y sienta bien". O no, que para eso también está Pamplinas.

 

Aquí, en esta ciudad, se inventaron dos o tres religiones: las más arrodilladas de estos tiempos, las que mejor resisten. Pero la gran religión contemporánea va a empezar –aquí también, en todas partes– su jubileo en unas horas.

Aquí en Jerusalem el Mundial no colgó banderas en las casas; Israel no consiguió ganar los partidos necesarios para viajar a Brasil, Palestina no consigue viajar a los partidos porque Israel le niega las visas. Aquí en Jerusalem, pasado mañana viernes 13, los religiosos judíos que mucho la controlan intentarán que los partidos de México, España, Chile no turben el shabat: que no se vean. Aquí en Jerusalem, seguramente, otro choque de religiones terminará en derrota.

Religiones. Que un tonto como yo tiemble frente al televisor es una tontería. Que millones temblemos, al mismo tiempo, frente al televisor donde un muchacho de pantalones cortos está a punto de patear un cuero inflado –donde un muchacho puede mandar un cuero inflado a la tribuna o al carajo o entre tres postes blancos– es un hecho social tan fascinante, un gran invento: algo que podría no existir y se volvió un eje en nuestras vidas. Algo para creer, para pasar de padre a hijo, para definir amigos y enemigos, una forma de ser a través de otros: un culto.

Que se celebra cada domingo –y cada miércoles, cada jueves y martes y sábado y por qué no lunes a las 10.27– pero se festeja sobre todo cada cuatro años: el Mundial. El Mundial es el momento en que la religión del fútbol no tolera ateos; en que todos hablamos sin parar de sus misterios, en que los infieles e infielas que no ven un partido ni que llueva deciden verlos todos, en que los más ignaros –y las más ignaras– nos atacan con sus disquisiciones como si conocieran los sacramentos de esta fe pagana. El Mundial es la gran misa de estos tiempos –y el padrecito Messi nuestro papa.

O, por lo menos, un obispo ambicioso –sí, un argentino– que está a punto de lanzarse al trono de San Pedro, también llamado trono de San Diego. Si no lo logra –si la fumata blanca no lo lleva–, las plagas de Egipto se abatirán sobre un pueblo que nunca fue elegido. Y entonces, como dicen mis compatriotas españoles, que Dios nos coja confesados. 

El País

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