Dicen que vamos a ser unos mil millones –y me impresiona. La simultaneidad de masas es un invento de estos años: hasta hace poco era imposible que tantos hiciéramos lo mismo al mismo tiempo. Esta tarde o noche o mañana de mañana lo haremos: mil millones, uno de cada siete habitantes del planeta, miraremos a 22 muchachos correr detrás de un cuero inflado. Es sorprendente, maravilloso, deprimente, extraordinario –y, de esos 22, 11 van a ser argentinos.
Es obvio que será, para nosotros, el partido más importante de los últimos 25 años. De fútbol, digo: el partido de fútbol más importante de los últimos 25 años. Recuerdo ahora uno de hace ya 36: en 1978 vivía en Francia, exiliado de una dictadura, cuando la selección argentina tuvo esa chance por primera vez. Y recuerdo, aquel domingo, mi incomodidad, las ganas de que ganara, las ganas de que no ganara, mis nervios, mis gritos en sus goles, la alegría, el dolor de cabeza –literal– que la culpa me dejó durante días.
Ahora es más fácil, y no parece fácil. Alemania nos eliminó de las dos últimas copas. ¿No hay dos sin tres? ¿La tercera será la vencida? La mayoría de las predicciones la supone ganadora. Las apuestas la toman como favorita: su victoria paga 2,30, la argentina 3,60. Alemania hizo siete goles en su último partido; Argentina ninguno; Alemania hizo 2,8 de promedio, Argentina, menos de la mitad: 1,3. Y entonces recuerdo la otra vez, 1986, un domingo en Madrid, este mismo partido, y un artículo de un tal Javier Clemente, que decía que sabía y dirigió la selección española, explicando por qué la Argentina de Maradona jamás podría ganarlo.
Son paparruchadas: auténticas pamplinas. Por suerte hablar de fútbol no se parece al fútbol. Y estas habladurías son, sospecho, buenas para este equipo de Argentina: convencido como está ahora de su condición de perro de pelea, le conviene imaginar que no le sobra nada, que tendrá que dejar el alma en la cancha si quiere sobreponerse a la razón futbolera.
El fútbol, como el corazón, tiene razones que la razón ignora. Y eso lo hace maravillosamente imprevisible. Tanto como a sus hinchas: hace dos meses solo el 17 por ciento de los argentinos creía que su equipo podía llevarse el campeonato; ahora todos juran que siempre creyeron, por supuesto, y peroran y declaman. Son palabras. Hoy Alemania y Argentina juegan su tercera final –y estar ahí es un logro extraordinario y no importa quién gane y nada importa más.
Serán un par de horas en que mil millones hagamos lo mismo, pero unos pocos –alemanes, argentinos– lo haremos con otra intensidad: como si de verdad nos estuviéramos jugando algo crucial. Porque el fútbol, si fuera un juego, sería el mejor juego del mundo.