Papeles Perdidos

70ª Feria del Libro de madrid / Bitácora

Compañero escritor. Diario de un librero

Por: Lectores de Papeles Perdidos06/06/2011

CARLOS PARDO
Escritor y librero

FeriaRosillo 
He visto a los escritores más brillantes de mi generación trabajar de libreros en la Feria del Libro. Me repito este verso nada beatnik la mañana del sábado 4 de junio de mi octava feria, cuando acaba de llover, y la primera persona que me cruzo es la poeta Sandra Santana, que abre la caseta de la editorial Pre-Textos (otros años lo ha hecho del Círculo de Bellas Artes y de la Residencia de Estudiantes). El siguiente es Fernando San Basilio, autor de una de mis novelas españolas preferidas, Mi gran novela sobre La Vaguada (Caballo de Troya), peripecia nada heroica por los trabajos precarios: éste año le toca en la caseta de Herder y Gedisa. También me encuentro al filósofo y artista Jorge Cano en la caseta de la editorial Veintisieteletras (Jorge es mi amigo más veterano en la feria).

Me he levantado con el ánimo malo porque esta tarde firmo mi novela Vida de Pablo (Editorial Periférica). La primera y única vez que he firmado en una feria fue hace diecisiete años. Acababa de quedar finalista del premio Hiperión y firmaba con el otro finalista, Antonio Méndez Rubio, y con el ganador, Benjamín Prado. Yo tenía dieciocho años y creo que les gané. Firmé tres libros, Benjamín dos y Méndez Rubio uno. Así que me despaché a gusto. Quizá por eso no he vuelto a firmar o ya no me lo han pedido, aunque este año tengo novela y parece que las novelas sí se firman. Me acuerdo, aunque no sé si viene al caso, de esos versos del poeta italiano Salvatore Quasimodo: “la vida no te abandonó por cábalas / ni oscuros designios del zodíaco”. Y de la novela de Rodrigo Rey Rosa, Severina (Alfaguara), que venía leyendo esta mañana en el Metro: “mi vida había vuelto a reducirse a los libros, me había vuelto un ejemplar más de esa melancólica especie: el librero aspirante a escritor.”

Un rato después, observando a Álex Portero, poeta que este año trabaja con nosotros en la caseta de la Librería Antonio Machado (y que acaba de publicar Irredento en Endymión), me digo que trabajar de librero no es una fatalidad, sino un don que tienen algunas personas para contagiar su pasión lectora. Durante la hora que media entre la apertura de la caseta y el comienzo de las firmas, Álex ya ha vendido tres ‘bromas infinitas’, dos ‘niccoloammanitis’ y, como remate, dos de mis ‘vidas de pablo’ a pobres lectores que venían buscando algo de Paul Auster. Cada vez que recomienda mi libro tengo que salir de la caseta o agacharme para que el cliente en cuestión no piense que es una estafa, como dos señoras que ayer se marcharon espantadas al reconocer mis patillas en las patillas del autor. Estuve a punto de pedirles perdón, pero eso me parecía aun más humillante que ser escritor y que mi libro estuviera ahí, en frente de mi tenderete.

Ahora tengo a mi lado a Antonio Orejudo y cobro cada libro que firma. Su última novela Un momento de descanso (Tusquets) es un delirio organizado, como la literatura que más me gusta. No lo conocía en persona, pero qué bien me cae. De hecho, se ha comprado mi libro sin que le haya obligado yo (quizá ha sido Marta, mi compañera de Machado) y me provoca uno de los momentos de vanidad más intensos del día. Hablamos de lo raro que es firmar libros y le pregunto si alguna vez ha ido a una feria a que le firmasen un libro. Obviamente no. Yo le digo que a mí no me gusta firmar porque eso de “ponerle cara a los lectores” lo veo cada día en la librería. Mis sueños están llenos de caras de lectores. Quizá yo mismo, incluso cuando escribo, no sea otra cosa que un vendedor de libros, un vocero de lo que le gusta.

Me acuerdo de un cliente de la librería. Un señor viejecito, esquelético, que acababa de salir del hospital y se compró, hace ya un mes, todo Jünger, todo Eagleton, toda Judith Butler... Me dijo que su vida era una cuenta atrás, pero que iba a aprovechar para leer todo lo que pudiera antes de que lo volvieran a hospitalizar. No he vuelto a verlo.

Al lado de Orejudo, Maruja Torres firma que te firma. Cuando aparece Jimena para que Orejudo le firme un libro (él no la conoce), se produce más o menos esta conversación:
-¿Es para ti?
-Es para mi chico.
-¿Y cómo es tu chico? –pregunta Orejudo-. ¿Es malote?
-Es Joaquín Sabina.

Por la tarde, después de preparar las firmas de la Caseta de Machado, me voy a la del grupo Contexto (Nórdica, Impedimenta, Barataria, El Asteroide, Global Rythm, Sexto Piso y Periférica) a firmar mi novela. Justo antes de salir ya he firmado cinco, así que, me dice Álex, estás en racha, cuidado con la muñeca. Y yo pienso en la expresión andaluza: me voy a quedar para echar azúcar a los roscos.
Así que aquí estoy, poniendo cara a mis lectores, pero por aquí no pasa nadie, y me descubro recomendando otros libros de la caseta: El ruletista, esa obrita maestra de Mircea Cartarescu (Impedimenta); La trampa, del raro Emmanuel Bove (Barataria); Blancas bicicletas, las memorias de Joe Boyd, productor de Nick Drake o The Incredible String Band (Global Ryhtm); Postales de invierno, de Ann Beattie, el libro que hemos plagiado Nick Hornby y yo (Libros del Asteroide); La leyenda de Fatumeh, una de las cumbres de la poesía moderna, del sueco Gunnar Ekelöf (Nórdica); la belowiana La versión de Barney de Mordecai Richler (Sexto Piso); y Sobre la felicidad a ultranza, de Ugo Cornia (Periférica), el libro que más me ha gustado, y he recomendado, en los últimos meses.
Mi editores, Paca y Julián,  me obligan a que me siente para que no me confundan con un librero, y me digo: eso es, no vendo ni uno más que no sea el mío. Pero cuando una señora me pregunta por Soy un gato le contesto:
-Ahora se lo doy... –y me corrijo-: Pídaselo... a mi compañero...

Luego cae una tormenta, firmo varios libros a los que se refugian bajo nuestro toldo y algunos más a compañeros anónimos de la Asamblea de Sol. Personas con las que llevo dos semanas debatiendo (reforma de la Ley Hipotecaria, desahucios, Ley Electoral) sorprendidas al saber que soy novelista, y que se sienten obligadas a comprarse mi libro. Les escribo dedicatorias como “esta novela sobre varias generaciones convertidas en burgueses sin patrimonio” y me siento importante, y también siento que me estoy aprovechando del 15M para promocionarme. Le firmo a una chica a la que le doy pena y que me dice: bueno, te doy una oportunidad. Y me voy a mi casa.

El domingo de feria es un día especial, de sol radiante, alegre y fresco, y miles de niños se condensan en torno de una rata que trabaja en un periódico, odia el rock, la modernidad y la comida étnica. Es Gerónimo Stilton, vestido con el traje ajado de varias ferias. Cada quince minutos sale de la caseta para quitarse la cabeza de peluche y respirar y yo les digo a los niños que le hemos dado un platito de agua y un poco de queso. Además de Stilton, en la caseta firma Eduardo Mendicutti Mae West y yo, publicada en Tusquets. Una novela, como todas las suyas, que disimula la complejidad (un juego de ventrilocuia con Mae West y otros personajes desquiciados entre la realidad y la ficción) con el humor y la limpieza de su estilo. Qué bien me cae Eduardo.

Como los niños empiezan a boicotear su firma para hacerse fotos con el ratón periodista, salgo al otro lado de la caseta y hago de muro humano, aunque me trituren los codos infantiles. Pero Eduardo tiene sus lectores y la capacidad de hacer nuevos: tres niños cansados de hacer cola para que les firme una rata de derechas, se le acercan con sus libros de Stilton:
-¿Nos los firma?
-Yo no soy Gerónimo Stilton.
-Pero la cola es muy larga y usted es de verdad.
Qué niños más simpáticos. La madre se compra Mae West y yo.

Por la tarde, la caseta de Machado me recuerda a un tanque. A un lado, José María Guelbenzu. Al otro, Ana María Matute. Un poco más allá, Marina Mayoral. Enfrente, la tormenta. A los lados, agua que achicar.

María, mi compañera en la librería del Círculo de Bellas Artes, ha venido a trabajar gratis, por amor a Ana María Matute. Matute es una mujer delgada, levemente eléctrica, lo más parecido a una voz vestida con unos finos pantalones blancos. Ella sí es escritora. Yo soy de “esa melancólica especie” de los vendedores de libros.

Le pregunto a Guelbenzu por las novelas que más le han gustado últimamente, y me recomienda Kinshu. Tapiz de otoño, de Teru Miyamoto, publicada por Alfabia.

-Es la historia –me dice- de una pareja que ha roto y recupera su relación más allá del amor, como otra nueva forma de amistad.

Dios, qué buena pinta, pienso, eufórico. Definitivamente ser librero es una fatalidad.

Por la noche, se me ha pasado el ánimo tristón. Mientras ordeno estos pensamientos desquiciados de la feria, recibo un mensaje a través de mi editora Paca:

“Hola,
No encuentro otra forma de hacerle llegar esto a uno de vuestros autores, si me hacéis el favor de hacérselo llegar os lo agradecería:
Carlos,
Me alegro mucho de haberte dado una oportunidad. Espero tu siguiente libro.
Un saludo”

 

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3 Comentarios

Publicado por: Gus tavo Montes 06/06/2011

Llegué al blog, Carlos, buscando a Rey Rosa. Ahora no tengo más remedio que entrar en la "Vida de Pablo". Oye, una cosa (te la pregunto como librero): ¿por qué en las librerías (conozco muchas) hay tan poca literatura dramática actual? ¿Es sólo que "se vende poco", como me han respondido algunos compañeros tuyos? Mis mejores deseos.

Publicado por: Juan 06/06/2011

¿Escritores libreros? Y me conformaría si los libreros fueran por lo meno lectores... ;-)

Publicado por: jl 06/06/2011

Una crónica divertida y también melancólica. Me leeré "Vida de Pablo".

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