Por: Winston Manrique Sabogal08/08/2011
Verano recomendado por MIGUEL
El destino de los Veranos literarios de esta semana lo eligen ustedes, los lectores de Papeles perdidos. Como lo anuncié en el post-Prólogo de esta serie el 29 de agosto, titulado El verano literario de tu vida. Allí invitaba a que compartieran con nosotros cuál era el verano de alguna novela o cuento que te hubiera gustado vivir, ese episodio estival del que te gustaría haber sido o ser testigo y protagonista. Más de 30 atractivas e interesantes sugerencias he recibido en el blog y el Facebook de Babelia. Muchas de ellas me han trasladado a mí mismo a esos pasajes, han logrado no sólo que yo tratara de imaginar aquella escena sino que he evocado el momento de su lectura. Y otros libros que no he leído han despertado mi deseo de visitar aquel mundo literario. ¡Gracias por la participación! (Aquí puedes ver la serie completa, Veranos literarios de 2010 y lo que llevamos de 2011)
Empezanos la semana en España con uno de los escritores españoles más importantes y entrañables de la segunda mitad del siglo XX: Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) y su novela El camino (1950). Y lo hago por sugerencia de quien firma como MIGUEL, cuyo entusiasmo por el libro y por sus propios días veraniegos son contagiosos: "El verano, en mi caso, pasa por el recuerdo del pasado y el presente de los días entre San Juan y la Virgen de Septiembre en mi pueblo de la meseta castellana. Por las cabañas en el río, los paseos en bicicleta, los campos de girasoles y las merendolas en el pinar. Los paseos por los caminos, las noches en el prado con los amigos tumbados boca arriba viendo las estrellas. Los juegos en la plaza, las campanas de las doce o de la una recordándonos que era la hora de ir a casa. Las noches de verbenas. La libertad del pueblo. La certeza de que el verano es ese rumor que entra por la ventana abierta a la noche, la tranquilidad del pueblo y el color amarillo de los campos recién segados en el mes de Julio".
Aunque soy colombiano y mis veranos infantiles y juveniles no fueron en la Castilla o la Cantabria de Delibes, cuando leía el comentario de Miguel era como si los viera y viviera. Y más aún con el pasaje elegido por él de El camino, del que asegura que "podría leer una y mil veces la descripción de Delibes de la vida en el valle, sobre todo esa definición de vértigo, de 'pánico astral". Por eso, lo que he hecho es reproducir su completísimo comentario en el que ha copiado un maravilloso pasaje de El camino, una novela que afianzó el prestigio de su autor, una obra de iniciación a la vida, que trata de la transformación que vive un niño del campo cuando debe ir a la ciudad. Así es que de la misma manera que me dejé guiar por Miguel en los campos de España, ahora los invito a ustedes a que lo sigan a través del fragmento del libro elegido por él:
"Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.
A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían,
pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos.
En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río —que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes desde lo alto del Pico Rando— se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.
En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de «nacimiento» increíblemente lejanas y, al propio tiempo, incomprensiblemente próximas y manejables.
En ocasiones se divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.
Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica.
Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban.
Dijo una vez:
—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al
fondo?
Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.
—No sé lo que me quieres decir —respondió.
El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —
añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rió, entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana Sara.
El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría, fácilmente, meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror indefinible que al
Moñigo le inspiraban las estrellas!
Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.
A Daniel, el Mochuelo, le placían estos olores, como le placía oír en la quietud de la noche el mugido soñoliento de una vaca o el lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones por una cambera.
En verano, con el cambio de hora, regresaban al pueblo de día. Solían hacerlo por encima del túnel, escogiendo la hora del paso del tranvía interprovincial. Tumbados sobre el montículo, asomando la nariz al precipicio, los dos rapaces aguardaban impacientes la llegada del tren. La hueca resonancia del valle aportaba a sus oídos, con tiempo suficiente, la proximidad del convoy. Y, cuando el tren surgía del túnel, envuelto en una nube densa de humo, les hacía estornudar y reír con espasmódicas carcajadas. Y el tren se deslizaba bajo sus ojos, lento y traqueteante, monótono, casi al alcance de la mano.
Desde allí, por un senderillo de cabras, descendían a la carretera. El río cruzaba bajo el puente, con una sonoridad adusta de catarata. Era una corriente de montaña que discurría con fuerza entre grandes piedras reacias a la erosión. El murmullo oscuro de las aguas se remansaba, veinte metros más abajo, en la Poza del Inglés, donde ellos se bañaban en las tardes calurosas del estío.
En la confluencia del río y la carretera, a un kilómetro largo del pueblo, estaba la taberna de Quino, el Manco. Daniel, el Mochuelo, recordaba los buenos tiempos, los tiempos de las transacciones fáciles y baratas. En ellos, el Manco, por una perra chica les servía un gran vaso de sidra de barril y, encima les daba conversación. Pero los tiempos habían cambiado últimamente y, ahora, Quino, el Manco, por cinco céntimos, no les daba más que conversación.
La tasca de Quino, el Manco, se hallaba casi siempre vacía. El Manco era generoso hasta la prodigalidad y en los tiempos que corrían resultaba arriesgado ser generoso. En la taberna de Quino, por unas causas o por otras, sólo se despachaba ya un pésimo vino tinto con el que mataban la sed los obreros y empleadas de la fábrica de clavos, ubicada quinientos metros río abajo.
Más allá de la taberna, a la izquierda, doblando la última curva, se hallaba la quesería del padre del Mochuelo. Frente por frente, un poco internada en los prados, la estación y, junto a ella, la casita alegre, blanca y roja de Cuco, el factor. Luego, en plena varga ya, empezaba el pueblo propiamente dicho."
Precioso texto, Miguel, gracias. Imagino que este verano de El camino, de Miguel Delibes, les habrá recordado a muchos españoles partes esenciales y alegres de sus vidas. Tanto por el verano vivido en la realidad, como por la lectura del libro. Y quienes tenemos otros paisajes en nuestra memoria nos reconocemos en algunos episodios, complicidades y preocupaciones universales que compartimos con los amigos. ¿Qué otros veranos literarios de Delibes recuerdas?
Imágenes: Puente viejo, Puente Arce, Oruña, paisaje de Molledo y río Besaya, a su pado por Molledo (Cantabria).
PD: Desde hoy, y hasta el viernes, algunos de los libros citados por ustedes en el post-prólogo de El verano literario de tu vida protagonizarán, con sus propios comentarios, esta serie.
SERIE VERANOS LITERARIOS 2011 (aquí puedes ver la serie completa 2010 y 2011)
5- El miedo delator de Ana Karenina, de Tolstói
4- El esplendor de la felicidad en Memorias de Adriano, de Yourcenar
3- En la campiña de Orgullo y prejuicio, de Austen
2- El calor sin tiempo en la Comala de Pedro Páramo, de Rulfo
1- Marchitar y florecer en los dominios de El Gatopardo, de Lampedusa
Prólogo: El verano literario de tu vida
comentarios 15
Publicado por: MARIANO JUAN-R 08/08/2011
Leí hace unos meses este "camino" delibesiano y la verdad es que invita a recorrerlo en todo tiempo y estación. Lo cual ciertamente no es un elogio baladí para una de sus obras primerizas.
Por cierto, que hay una adaptación para la televisión en mini-serie de esta estupenda novela (editada en dvd y fácil de adquirir en el mercado español), realizada por Josefina Molina ("Teresa de Jesús") que tiene muy buena pinta. Además, el dvd incluye el magnífico programa literario: "Esta es mi tierra" dedicado, naturalmente, a Miguel Delibes.
Saludos cordiales.