Por: EL PAÍS10/02/2012
Una persona protesta sobre un montón de remolachas azucareras delante de la sede de la Unión Europea en Bruselas. EFE
por Xavier Vidal-Folch
Seguramente nunca un escritor tan grande ha perpetrado un libro peor. El autor, Hans Magnus Enzensberger. El texto, El gentil monstruo de Bruselas (Anagrama, 2012). Con el agravante de que su anterior incursión sobre el tema, Europa, Europa (también Anagrama, 1989), un multicolor reportaje viajado por distintos países de la Unión, homologable al mejor Magris del Danubio y al más vibrante Matvejevitc del Breviario mediterráneo, es un libro bien informado. Para decirlo pronto, el estigma del aspirante a neokafkiano texto del autor muniqués no es su carácter de eficaz panfleto; ni su –siempre apreciada- acerada ironía; ni siquiera su inmensa levedad. No. Lo fatal es que deforma la realidad, cuela datos que no lo son, e introduce falsedades en favor de un relato antieuropeísta que arranca de la eurohostilidad de Margaret Thatcher y desemboca en parecidas conclusiones a las que manejan los tabloides de su país y algunas de la visiones de su cada vez más enrocado Tribunal Constitucional. Es por supuesto lícito que el progresista-europeísta-cosmopolita cambie su discurso por el del conservadurismo nacionalista y endogámico. Pero a condición de que lo haga con rigor. El que no han perdido todavía bastantes de sus colegas intelectuales alemanes, de Ulrich Beck al patriarca Jürgen Habermas.
Vamos por partes. La levedad supura cuando las aportaciones de la UE al bienestar de los europeos se citan de pasada, como un trámite obligatorio y desdeñoso: un párrafo a las “décadas” de paz obtenidas. Y se desfiguran, reduciéndolos a meras “comodidades” de viajar con un solo pasaporte y usar la misma calderilla, los grandes logros que suponen la ruptura de una ignominia milenaria, como la libre circulación (nada dice de programas como el Erasmus), la unión monetaria o la cohesión territorial. El autor confunde a veces lo que parece desconocimiento propio con el saber ajeno: se sorprende de que exista el BEI, “un banco de inversión con sede en Luxemburgo”; cita entre la nómina de antecedentes de la Unión a Napoléón y a Hitler (sic) y cree “totalmente olvidado” el congreso de La Haya para la unificación de Europa, que fue un semillero de iniciativas con ese fin. Y menosprecia a Jean Monnet, por tecnócrata-autoritario pues “rechazaba los referéndums”, como si éstos no hubiesen sido instrumentos consuetudinarios de las dictaduras.
El culpable de todos los disparates es el monstruo de Bruselas. Así, el responsable de la ausencia de una opinión pública europea es la Comisión, que solo hace propaganda, aunque claro, la ciudadanía ya la atiza en las encuestas con un panorama “menos triunfalista” plagado de desafecciones. El Tratado de Lisboa es inextricable en comparación con la Carta Magna norteamericana, pero claro, no se compara con ciertos abstrusos pasajes de la alemana, ni se recuerda que fueron los Gobiernos y no Bruselas quien tumbó el mucho más diáfano Tratado Constitucional. Además, el autor no distingue entre el Tratado de la Unión Europea (TUE), propiamente dicho, que es muy corto y muy claro (55 artículos) y el más detallista y farragoso Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), ambos de Lisboa. Las normas del Ejecutivo comunitario naturalmente “se caracterizan por su tenor autoritario”, por ser expansivas, por versar sobre detalles estúpidos (ahí no puede resistirse a mencionar la manoseada y ya obsoleta regla sobre el tamaño máximo del pepino) y por ser complejas y arduas: como si las reglas y las especificaciones técnicas de las legislaciones nacionales no lo fuesen.
Pero además Enzensberger inventa: lamentablemente no existe “una ominosa cláusula de flexibilización” mediante la cual Bruselas “puede autorizarse a sí misma a ampliar sus competencias” a mansalva. Existió algo remotamente parecido, el artículo 100 del Tratado de Roma, circunscrito al caso de presentarse “dificultades graves en el suministro de determinados productos” al mercado común: pero no se contemplaban “nuevas competencias” sino únicamente “medidas” puntuales para casos imprevistos extremos: por eso se trataba de una cláusula de “imprevisión” (ahora prácticamente limitada en el artículo 122 a subsanar los bruscos cortes de suministro energético) y no de “flexibilización”, como corrige José Martín y Pérez de Nanclares (en Los Tratados de Roma en su cincuenta aniversario, Marcial Pons, Madrid, 2008). Actualmente el artículo 352-TFUE (antiguo 235) también prevé otorgar poderes de actuación en casos extremos, pero acotando su uso “para alcanzar uno de los objetivos fijados” en el Tratado, y no otros ajenos, y con el restrictivo requisito de la unanimidad: nada pues parecido a la alegría ampliadora de funciones (competencia para crear competencias) que indica el autor. Para remachar el clavo, el artículo 5 prescribe que “toda competencia no atribuida a la Unión en los Tratados corresponde a los Estados miembros”.
El escritor trata de ser mordaz, no siempre con gracia, sobre la maniática proliferación de siglas para bautizar planes y entes, y sobre el azar de que todos los organismos tengan -“al parecer”, “cómo no”-, un “presidente”, será que deberían encabezarlos los conserjes. Se extraña de que los órganos del BCE “se reúnen, como corresponde, a puerta cerrada”, pero olvida que lo mismo sucede en el Bundesbank o en la Reserva Federal. El autor escribe desde la cosmovisión del Estado-nación y no desde la perspectiva del internacionalismo cosmopolita a la que nos tenía acostumbrados. Para él, las delegaciones de la UE en países terceros “disfrutan un poco del glamour de las embajadas de verdad” y los funcionarios comunitarios “defienden la razón de un Estado que no existe”. Y además ese Estado Europeo actúa ilegalmente, no tiene “reparos en violar sus propios tratados”, pues “nunca debería haber acogido a países como Grecia”, afirma en la línea del más radical populismo norteño.
Ese panorama de añejos prejuicios y nuevos errores encaja como anillo al dedo del euroescepticismo thatcherista, según su creadora lo formuló en la famosa conferencia dictada en el Colegio de Brujas, el 22 de septiembre de 1988: la Comunidad como mero instrumento de liberalización del mercado; la oposición a otorgar “poder centralizado a Bruselas”; la descalificación de la “burocracia” de los voraces “eurócratas”; la negativa a nuevas regulaciones legales de ámbito europeo; la condena de un “super-Estado europeo” y de una “Europa federal”; la prioridad del interés nacional sobre el comunitario… Quien no crea que ambos discursos son equivalentes, como el bondadoso César Antonio Molina (EL PAIS, 18 de enero), puede consultar el sugerente “Understanding Euroesceptisicm”, de Cécile Leconte (Palmgrave Macmillan, Nueva York, 2010).
Para mayor desgracia ocurre además que en esa urdimbre de autarquismo imperial anglosajón a veces implícita y muchas otras explícita, el antiguo periodista trenza las manías del neochovinismo alemán surgido tras la unificación. Donde alcanza el cénit del escoramiento nacionalista es al analizar la unión monetaria. Según él, el Consejo ha empleado un artículo (el 122 y no el 125) para emprender los rescates y así, “darle la vuelta al Tratado”. De forma, que en sintonía con los apocalípticos de la prensa amarilla y el ala más talibán del Bundesbank, sostiene que “la eurozona se ha convertido solapadamente en una unión de transferencias, donde cada socio ha de responder sin límite por todos los demás”, falseamiento de la realidad que descubre hasta un estudiante de secundaria. Pero hay más. Los eurobonos, propala el autor, plasman una realidad según la cual “la solidaridad se entiende como vía de sentido único”, contra lo que sostienen todos sus defensores, y bastantes de sus detractores. El único ámbito en el que Enzensberger refleja críticas de empaque es en la denuncia del déficit democrático general. Aunque las brinde coloreadas por el sesgo euroescéptico militante de la obra: ¿es un déficit circunscrito sólo a la Unión? ¿O también participan del mismo los Estados? ¿Quién es su reponsable último?
comentarios 6
Publicado por: paris 10/02/2012
el eurocentrismo ha tomado carta de fe para algunos- como el auotr del articulo, sin entnder que la ultrabrocracia europeia esta creado un monstruo totalitario, amen de derrochador. Los funcionarios son la nueva corte de un sistema que baja la falacia de una mayor democracia a base de mercado va creando forumulas sociales alejadasa de la creacion popular. Viva Enzensberger y sus ataques a la industria de la maquinaria de remodelar conciencias colectivas.