Por: EL PAÍS19/04/2012
El traslado de diez mil familias originarias del Peloponeso durante el reinado de Carlos II constituye uno de los capítulos más sorprendentes de la historia española del siglo XVII. Tal posibilidad fue discutida de manera oficial a lo largo del trienio 1676-1679 y la nueva población de espartanos terminó siendo efectivamente aprobada. Aunque en la práctica no parece que fuesen muchos los que entonces consiguieron pasar de Grecia a España, este episodio de repoblación helénica es mucho menos conocido que el que ordenó Carlos III en 1768 y que trajo a nuevos pobladores griegos a Málaga y a Almería.
Casi un siglo antes de las nuevas poblaciones borbónicas, lo discutido de 1676 a 1679 debe enmarcarse en el movimiento migratorio general que cristianos ortodoxos griegos impulsaron a lo largo de toda la centuria para liberarse del dominio otomano. Conocidos bajo el nombre de mainotti, mainottes o, en castellano, mainotes, los habitantes de Maina en Morea destacaron por esa voluntad de escapar del poder de Estambul. Herederos de los antiguos espartanos y precedidos de cierta fama de soldados temerarios que habían resistido con éxito a los turcos, muchos mainotes se enrolaron, a semejanza de los albaneses, como mercenarios al servicio de diferentes ejércitos de la Europa cristiana de la época.
Junto a ellos, algunos grandes clanes locales, ante todo el de los Iatriani y el de los Stephanopoli, optaron por una emigración colectiva y en su diáspora buscaron realizar conciertos para poder instalarse en varios territorios del Mediterráneo occidental. Entre sus objetivos se encontraron Toscana, la Córcega genovesa, Sicilia o Nápoles, pero a sus posibles destinos también terminó por incorporarse la propia España.
Los Iatriani, que reivindicaban un parentesco ancestral con los Medici florentinos, con los que decían compartir tanto el nombre -los médicos en griego y en italiano- como el origen, fueron los que cifraron sus esperanzas en una emigración comunitaria a tierras de la Monarquía Hispánica. A tal efecto, entraron en contacto con los virreyes de Nápoles, primero con el Duque de Medina de las Torres, a comienzos de la década de 1640, y más tarde con el Marqués de los Vélez, ya en tiempos de Carlos II. Además de las negociaciones en el virreinato napolitano, los Iatriani enviaron a Madrid a Anastasio Marino de Médicis, quien empezó a actuar como agente de la Provincia de Esparta en la corte española desde el año 1672.
La primera propuesta pasaba por convertir a Carlos II en señor soberano de los mainotes, quienes se mostrarían bien dispuestos a ser sus vasallos griegos. Esto hubiera significado la agregación de un nuevo dominio a la ya extensa Monarquía Hispánica, pero nada menos que uno emplazado sobre la frontera misma del Imperio Otomano. Dicha posibilidad fue rápidamente desechada y la negociación se centró en que fueran los mainotes quienes se convirtieran en vasallos del Rey Católico haciendo venir, valga la expresión, una parte de la antigua Esparta al corazón de la Monarquía.
El asentamiento de mainotes sólo suponía una novedad relativa para el Sur de Italia, habitado desde antiguo por poblaciones de origen balcánico, ante todo albaneses. De hecho, como se sabe, sus descendientes han conservado viva hasta hoy una parte de sus tradiciones y su cultura. Mayores dificultades representaba, sin embargo, la llegada a España de un grupo tan numeroso de nuevos pobladores que, al profesar el credo ortodoxo, se consideraban cismáticos en materia de religión, hablaban una lengua totalmente distinta y vivían de acuerdo a usos y costumbres que también eran particulares. Por ello, la discusión de esta materia en el seno del Consejo de Castilla, el órgano responsable de su consulta ante el rey, fue larga y compleja y no tardó en llenarse de resonancias sobre la historia de la propia Monarquía.
A favor de la admisión de los espartanos hablaba, en primer lugar, la necesidad de debilitar el poder otomano en la frontera oriental de la Monarquía Hispánica, es decir, la Italia española en su costa adriática. Episodios de expansionismo turco como el cerco de Viena, de 1683, o el asedio de Buda, tres años más tarde, tuvieron una indudable repercusión en la España de Carlos II y son buenos ejemplos de por qué la Sublime Puerta podía seguir siendo considerada un enemigo de la Casa de Austria hispana.
En segundo lugar, como ha estudiado Juan A. Sánchez Belén, el reinado de Carlos II asistió al desarrollo de una interesante política repobladora en el marco de los proyectos de renovación que se suelen poner al amparo del espíritu de la Junta de Comercio creada en 1679. A este respecto, conviene insistir en que Anastasio Marino de Médicis argumentaba que, además de aguerridos soldados, los mainotes eran “de gran inventiva en todos géneros, grandes trabajadores y prontos, así en lo militar como en la marinería y labranza y demás ciencias y ejercicios”. Esto los haría, a su juicio, candidatos ideales para la repoblación y la reactivación de la economía productiva.
Como cabía esperar, el recuerdo de los efectos de la expulsión de los moriscos aparece de inmediato en la documentación que recoge los distintos pasos de la negociación mantenida de 1676 a 1679. Las familias de nuevos pobladores llegadas del Peloponeso ayudarían a superar el despoblamiento que la salida forzosa de los moriscos había provocado y cuyos efectos sobre la situación de la Monarquía no eran ignorados en modo alguno. Pero, al mismo tiempo que se reconocía la necesidad de llenar el vacío que aquellos habían dejado, algunos consejeros se preguntaban si la admisión de los mainotes no supondría, de un lado, reconocer oficialmente que la expulsión decretada en 1609 había sido un error y, de otro, si los nuevos pobladores no terminarían convirtiéndose en los nuevos moriscos.
Para superar el obstáculo inicial de la condición cismática de los mainotes se había consultado con Roma a través de Gaspar de Haro y Guzmán, Marqués del Carpio. Una vez que, en 1677, el embajador hizo saber a Madrid que la Santa Sede no se oponía a la admisión de los espartanos siempre que jurasen obediencia a la Iglesia Católica Griega, el punto del credo parecía poder obviarse. Y, en efecto, las negociaciones para su establecimiento en distintos lugares del virreinato napolitano avanzaron considerablemente. En cambio, la situación no parecía tan favorable en cuanto a su traslado a España.
La argumentación contraria a la venida de las diez mil familias de cismáticos pasaba por defender la reputación de la Monarquía, que había sacrificado su riqueza en aras de la defensa de la ortodoxia católica romana en 1492 y en 1609. Por ello, reconociendo la necesidad de atraer nuevos pobladores, en el seno del Consejo se aseguraba que era preferible que para la repoblación se contase con habitantes de Flandes o del Norte peninsular, de Navarra a Galicia, de cuya fe nadie podría dudar. Además, los nuevos pobladores se podrían convertir en un foco de discordia interna si continuaban viviendo con sus usos característicos, hablando su lengua y manteniendo su propia organización comunitaria.
Pese al plácet romano, por tanto, la memoria de los moriscos se interponía en la aceptación de los espartanos. Su aceptación de la obediencia católica podría ser tan disimulada como, afirman, lo había sido la de los antiguos musulmanes, practicando en secreto los preceptos de su anterior religión cismática. Por si esto fuera poco y pese a la evidente incongruencia del argumento, no dejó de agitarse la sospecha de que, como los moriscos, actuasen como una suerte de quinta columna del poder otomano.
Únicamente la insistencia en la aceptación romana y la buena marcha de los establecimientos de mainotes en distintos lugares de Italia parece haber logrado vencer el rechazo inicial del Consejo de Castilla. En 1679, por fin, este organismo consultaba a Carlos II de forma favorable sobre la admisión de las diez mil familias de mainotes como nuevos vasallos del Rey Católico.
No obstante, la aceptación se hacía imponiendo una serie de condiciones en las que salen a relucir los prejuicios antimoriscos y, a su manera, una suerte de análisis de las razones de que la integración de la minoría de origen islámico no hubiera podido realizarse pese a los intentos por conseguirlo. Según esto, el establecimiento de los nuevos pobladores se haría siguiendo un modelo que buscaba que se disgregasen por el territorio en zonas de escaso poblamiento sin que pudieran constituir una mayoría relativa en ningún lugar.
La repoblación, por tanto, podía dar comienzo y empezaron a buscarse los recursos hacendísticos que permitieran llevarla a cabo. De hecho, a comienzos de la década de 1680 una primera expedición de familias de mainotes partió de Morea hacia la Monarquía Hispánica, siendo asaltados sus transportes por corsarios berberiscos que condujeron a algunos de los nuevos pobladores a Árgel, donde esperaban a ser rescatados.
Entre los cautivos se encontraba la niña Antonia de Médicis que, por fin, llegó a España y fue trasladada a la corte, entrando al servicio de la reina Mariana de Austria. En ella y en sus compañeros rescatados del cautiverio puede cifrarse el resultado final de una empresa que hizo que la Monarquía hubiese podido helenizarse en parte gracias a la llegada de los herederos de los antiguos espartanos y que, además, le sirvió para recordar, y a su manera analizar, las razones que habían conducido a la expulsión forzosa de una parte de su propia población.
Fernando Bouza es catedrático de Historia Moderna de la Universidad Complutense. Su último libro es Dásele licencia y privilegio. Don Quijote y la aprobación de libros en el Siglo de Oro (Akal).
comentarios 4
Publicado por: uRRACA 19/04/2012
¿Cómo que "¡QUÉ vengan los griegos!"? Esta semana he pillado a simple vista varias faltas de ortografía en diferentes artículos de El País. ¡Un poquito más de cuidado, por favor, que tenéis que dar ejemplo a este país que se hunde lentamente en el pantano del analfabetismo!