Por: EL PAÍS23/07/2013
Obra de la artista Yayoi Kusama.
El escritor José Ovejero sigue su periplo por América Latina por la presentación de su novela La invención del amor. Hoy habla de la obsesión convertida en arte o los cambios en el barrio Palermo de Buenos Aires.
Por JOSÉ OVEJERO / Buenos Aires
En el Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) hay una exposición de Yayoi Kusama. Al pasar por delante del museo me habían llamado la atención los troncos de los árboles cubiertos de telas rojas con lunares blancos. Aprovecho un rato libre y entro a ver la obra de la japonesa. Es una de esas exposiciones que se recorren con la boca abierta. Objetos cubiertos de centenares de falos, esa fijación con lo innumerable, los miles y miles de lunares o puntos o rayas que cubren las telas, las instalaciones en las que los espejos multiplican las imágenes hasta el infinito, las salas de estar convertidas también en un cosmos de puntos fosforescentes. Yayoi Kusama transforma la obsesión en arte, en algo a la vez fascinante y doloroso.
En Buenos Aires abundan, más que en ningún sitio que yo conozca, los paseadores de perros. Hombres y mujeres que llevan de las correas diez o doce a la vez; otros que tienen sus corralitos improvisados al borde de una carretera para dejar sueltos un rato a los animales. De Al verlos recuerdo la novela Paseador de perros, del peruano Sergio Galarza, que ejerció ese oficio en Madrid, y lo contó o lo inventó o las dos cosas en esa novela a ratos divertida pero sobre todo triste y hermosa.
Quedo con unos amigos junto a la Plaza Cortázar, en el Viejo Palermo. Como no estoy seguro de si voy bien encaminado, pregunto en una tienda de ropa: el dependiente no sabe de qué hablo hasta que uso el nombre antiguo de la plaza: Serrano. No parece que haya calado el nuevo nombre. Por asociación, pienso en que se ha puesto de moda entre los postmodernos más snobs ningunear o despreciar a Cortázar. “El mejor Cortázar es un mal Borges”, dijo César Aira hace unos años, y muchos le han reído la gracia. Todos decimos alguna bobada en las entrevistas, así que no hay mucho que reprochar a Aira. La pena es que haya marcado tendencia y que parezca hoy cool adorar a Borges y despreciar a Cortázar.
No creo, por cierto, que a ninguno de los dos les hubiese gustado dar nombre a esas calles de Palermo Soho (sí, así han bautizado a esa zona los que se encargan de poner nombres que transformen una calle, un barrio, una ciudad en un producto de marca); están llenas de tiendas, la mitad con rótulos en inglés, de bares. cafés y restaurantes, y, por supuesto, de turistas. El barrio se ha convertido en una red de calles comerciales y ha perdido originalidad, ese aire propio que lo caracterizaba. Me voy con mis amigos al barrio de Abasto, que esperamos más tranquilo. Yamile Silva, profesora en una universidad de Pensilvania que ha venido a Buenos Aires para un congreso, me dice que el mercado de frutas y verduras que da nombre a ese barrio en el que Gardel pasó su juventud, ha sido transformado en un centro comercial. De pronto siento eso que deben de sentir algunos ancianos, que el mundo ya no es lo que era y que va a peor. A mí no me importa que cambie el mundo; no espero que el mío sea eterno. Pero ¿tiene que cambiar siempre en la misma dirección?
Antes de salir hacia Montevideo, voy al cementerio de La Recoleta. Durante años tuve la costumbre de ir a los cementerios de las ciudades que visitaba. Mis preferidos están en San Juan de Puerto Rico, Sao Paulo, Santiago de Cuba, y uno en un pueblo de Costa Rica cuyo nombre he olvidado: cuando sube la marea, el cementerio queda aislado de la costa, así que si te despistas puedes tener que quedarte a pasar la noche con los muertos.
No me gusta el cementerio de La Recoleta (En la imagen). Demasiados panteones y demasiado pomposos muchos de ellos. Paseo un rato por allí, busco la tumba de Bioy Casares –encuentro el panteón familiar pero no la placa con el nombre de Bioy-, el de Victoria Ocampo; encuentro sin buscar el de Eva Duarte. Los gatos pasean por entre las lápidas como en todos los cementerios del mundo. Me llama la atención esa mujer que camina llorando; no fotografía, no lee las inscripciones, no toma el sol en un banco de piedra. Es la única que hace eso que siempre se ha hecho en los cementerios: llorar a los muertos.
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