Por: EL PAÍS14/08/2013
Por Fietta Jarque*
No quiero ir
a Alejandría.
No quiero porque ya estuve allí, en la ciudad-mente, la ciudad-cuerpo, la
ciudad donde el deseo duele. Esa es la que entró en mí a través de la
tetralogía de Lawrence Durrell, y esa urbe de entraña febril, de
dobles intenciones, melancolía y secretos es la única a la que quiero
volver.
“Retrocedo paso a paso en el camino del recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos un lapso tan breve, la ciudad que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, la amada Alejandría”, escribe casi al principio el narrador de Justine, la primera de las novelas de El cuarteto de Alejandría y quizá la más perturbadora.
Balthazar , Mountolive y Clea son los títulos de los otros tres tomos y en todos ellos se cuenta más o menos la misma historia, solo que desde el punto de vista de cada uno de estos personajes. Cada versión desmonta en parte la anterior, la contradice y la va completando. Lo que parece una historia de oscuras pasiones entrecruzadas, de emociones y de una ciudad devoradora, va dejando paso a circunstancias de interés político y religioso, con espionaje, complots, violencia y dinero en el contexto de la Segunda Guerra mundial y sus antecedentes. Aun así lo que prevalece es el aplastante designio de una ciudad cosmopolita, viciada, y la fuerza de los personajes. Yo diría que todos, hasta los más ínfimos secundarios. Y es que Durrell afina la pluma para delinear cada frase como si fuera un dibujo perfecto.
“En esencia, ¿qué es esa ciudad, la
nuestra? ¿Qué resume la palabra Alejandría? Evoco enseguida innumerables calles
donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y los mendigos y, entre
ambas especies, de todos aquellos que llevan una existencia vicaria”—escribe más adelante.
“Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por la variedad y profusión. Es imposible confundir a Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo – y creo que lo había leído en alguna parte--, que Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo”.
Justine se publicó en 1957 y no tardó en convertirse en un éxito literario. Una atmósfera de oscuro erotismo, nada ajena a la que reflejaban en sus libros Henry Miller y Anaïs Nin, amigos de Durrell. Los otros libros encajaron tan bien entre sí, con igual altura de vuelo, que convirtieron al conjunto en una obra de culto. Como sucede con Casablanca –también anclada en los escenarios inexistentes de la película—, la Alejandría de Durrell no existe.
eguramente
es hoy una ciudad llena de atracciones para los turistas, con vestigios asombrosos
de su ilustrísimo pasado. Es lo que cuentan muchos viajeros. También me dicen que Alejandría devora sus
recuerdos y va irguiendo sobre los viejos barrios esa apariencia de eterna
juventud que nunca alcanza. Lo mío son subterfugios, lo reconozco. No
podría evitar ir en busca de los lugares que se citan en la novela, tratar de
encontrar las calles, los hoteles, los barrios lujosos y los inmundos. Como se
hace, a veces en secreto, por los lugares recorridos con un viejo y gran amor. Así
es que no creo que viaje a Alejandría, la real. Salvo, claro, que otras páginas
o historias me abran nuevas puertas hacia su interior.
* Fietta Jarque es autora de la novela Yo me perdono (Alfaguara)
Consulta AQUÍ la serie completa LA VUELTA AL MUNDO LITERARIA.
1- Viaje a la Babilonia de Gilgamesh
2- Vacaciones en la Nueva Zelanda, de Mansfield
3- La implacable Sudáfrica, de Coetzee
4- Canadá: la maqueta del mundo, de Robertson Davies
5- Japón: ¿Te buscas o te pierdes?, con Amélie Nothomb
6- Londres, la adolescencia nos hará libres, a los ojos de Kureishi
7. El corazón del Brasil de Guimaraes Rosa
8- El Caribe paradisiaco e infernal de Jean Rhys
9- La divina locura de Hungría, de László Krasznahorkai
10- De Pozzuoli a Pasteum. fuentes para Virgilio en trenes de cercanías
11- De Esmirna a Pérgamo: una ruta mítica para Alejandro
12- Inventando el ballet en el Louvre, con Catalina de Médicis
13- La inmortalidad está hecha de piedra y de ficción, en Bomarzo
comentarios 1
Publicado por: Gracia Díaz-Telenti 14/08/2013
Lectura devorante y devoradora, que me regaló un amante de algunos días y pocas noches. Le escribí dándole las gracias y entendiendo que el amor –como los sueños- es implacable:
“(Tú), me dijiste que la ciudad de Cleopatra y Alejandro era un artificio (melancólicamente narrado, por Terenci Moix, en un artículo aparecido recientemente en un “Dominical” del País.)
La cultura alejandrina nace del mito. Es sabido que la ciudad fue soñada antes de ser fundada. Cuenta que el mismísimo Homero se presentó en sueños a Alejandro recitándole un paisaje de la Odisea que señalaba un punto ideal del litoral egipcio, el punto estratégico por excelencia… Para un alejandrino El Cuarteto tiene muchos méritos menos el de haber recreado la verdadera Alejandría. Ningún comentario bastará para convencer a los detractores. Estos supervivientes acusan a Durrell de haber escrito una venganza porque las grandes familias se negaron a recibirle. Además, los provocó cuando en una carta a Henry Miller, revela su hastío de la ciudad, describiéndola como un lugar tedioso donde todas las conversaciones giraban entorno al dinero y la presunción social… Ciudad, cultura, mito, que flota en un océano de nadie; ciudad que, estando en Egipto, nada tuvo que ver con Egipto; ciudad que después de un pasado glorioso – si bien igualmente híbrido -, cayó en el olvido para resucitar, en el siglo pasado, bajo las formas de un emporio comercial más abierto a Occidente que a su ‘background’ egipcio. La literatura de la nostalgia vuelve a imponer el sueño de Alejandro como un ‘must’ absoluto… todos recuerdan las fastuosas horas de la ciudad cosmopolita, y si visitan la Alejandría actual sólo es para descubrir que las grandes villas han sido sustituidas por horribles edificios de hormigón armado. La impresión que recibe el lector es de un espantoso sentimiento de orfandad.
La réplica no se hizo esperar, y al poco –y en otro “Dominical”-; Antonio Muñoz Molina nos lo explicaba así:
Si uno de los hechizos más poderosos de la literatura es el de concedernos un acceso a la vez íntimo e imaginario a personas y a mundos que no son accesibles en la vida real, el Cuarteto de Alejandría nos daba a muchos provincianos sin grandes perspectivas sentimentales o viajeras la sensación de compartir el cosmopolitismo, las vidas disolutas, las emociones sutiles y algo perversas, el brillo entre canalla y elitista de Durrell. En vez de avanzar en línea recta, la novela giraba poliédricamente, de una perspectiva a otra, y esa maestría técnica nos ayudaba a comprender que la literatura narrativa podía ser un juego de referencias y resonancias musicales, y también que la vida, las vidas densas de aquellos hombres y mujeres dotados de un resplandor que nosotros no encontrábamos en la realidad, podía estar llena de misterios, de laberintos, de encrucijadas de azar y de destino como los que trazaban las calles, los palacios, los paseos marítimos de aquella Alejandría que era sobretodo un mapamundi del deseo.
Aunque me haya gustado mucho la versión de Terenci Moix –pues es informativa -; la de Molina es, a mi modo de ver las cosas, mucho más esperanzadora, más “real”…. Resumo, un poco brutalmente, sus palabras:
Si las duquesas de 1900 no eran como las de Proust, si el Sur de Faulkner es un delirio resplandeciente y tenebroso de su imaginación, si la Alejandría de Durrell dejó de existir hace mucho tiempo y sus habitantes más atractivos y novelescos nunca se parecieron a los de Lawrence Durrell, si los espías británicos no son como los de John le Carré y los comisarios franceses no tienen nada que ver con el querido comisario Maigret, entonces, ¿qué aprendemos de la literatura, qué confianza podemos depositar en ella? Quizá nos cuenta verdades tan hondas que no ve ni reconoce quien se fija sólo en las apariencias, o quizá, al enamorarnos de lo que no existe, nos enseña el valor de lo que podría o debería existir, nos hace sentir la ausencia de lo que existió y se ha perdido para siempre, y sólo sobrevive en un nombre tan luminoso como el de Alejandría.
Con esta literatura he abandonado mis antiguas certezas. Todas las presencias no se “identifican” :
For those of us who stand upon the margins of the world, as yet unsolicited by any God, the only truth is that work itself is Love.
Mountolive" ... ... ...