Por: EL PAÍS10/03/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Es bien sabido que Juan Rulfo era un voraz lector de una amplia gama de literatura. A juzgar por sus elogiosos comentarios y por la influencia misma en sus propios escritos, nadie debería olvidar que Rulfo también fue un asiduo lector de libros de historia y que, como partícipe de la sección de publicaciones del Instituto Nacional Indigenista, leyó y editó numerosos libros de antropología. Tal vez en eso también tengamos mucho que aprenderle al escritor mexicano de limbos y fantasmas.
La mención a Rulfo no es gratuita. Aparece—aunque tal vez sería más preciso decirlo así: los lugares e instituciones por los que él pasó a mediados de siglo XX—en Escrito. Comunalidad: energía viva del pensamiento mixe, el libro que compila una docena de ensayos, reflexiones y crónicas del antropólogo mixe Floriberto Díaz, uno de los pensadores más originales de estos pueblos que atraviesan la sierra norte y sur del estado de Oaxaca. No es para nada casual que en su recorrido por la historia de los pueblos indígenas de la región, Díaz se detenga con crítica cautela en al menos tres de los proyectos públicos y privados que pusieron a Rulfo en contacto cercano con ese México que nunca se mantuvo quieto ante los retos de la modernización priísita, léase la Comisión del Papaloapan, la papelera Tuxtepec que se levantó cerca de Luvina (el título de cuento que Rulfo le pidió prestado al zapoteco), y el Instituto Nacional Indigenista. Estos no son de ninguna manera los temas centrales de este libro complejo y necesario, pero sí emergen en el texto como una especie de zona de confluencia en la que se entretejen los encuentros y los choques de esos tantos Méxicos de nuestro pasado reciente.
La mirada de Floriberto Díaz no sólo es relevante por haber nacido en Tlahuitoltepec, en la zona alta de la sierra norte de Oaxaca, y por haberse distinguido por una vida de activismo en el campo de los derechos indígenas, sino también porque en esa mirada convergen, y esto de maneras precisas y brillantes, la rigurosa experiencia intelectual y la experiencia concreta de la política. Pegados al cuerpo, en el centro mismo de la fiesta o de la asamblea, pero muy cerca también de las múltiples mediaciones tanto institucionales como comunitarias que han mantenido a los pueblos mixes en una interacción tensa y compleja, rica y desigual con los destinos de la nación, estos textos ofrecen una visión contemporánea que elude el maniqueísmo o la fácil (y a menudo falsa) empatía.
Conectándose a la compleja conversación sobre la comunalidad indígena, Díaz explora la producción material de la vida cotidiana mixe, enfatizando el papel crucial del tequio—forma de trabajo comunal, gratuita y obligatoria en MesoamÉrica—en la estructuración de formas de gobierno local y en la generación de prácticas de espiritualidad que conectan el trabajo humano con la tierra. Los antropólogos de la comunalidad reconstruyen la comunidad “como algo físico”, a saber, “el espacio en el cual las personas realizan acciones de recreación y transformación de la naturaleza, en tanto que la relación primera es de la tierra con la gente, a través del trabajo”[1]. Además de tener y reproducir una forma de existencia material, la comunidad también responde a una existencia espiritual, formando así ejes horizontales (“1. Donde me siento y me paro; 2. En la porción de la Tierra que ocupa la comunidad a la que pertenezco para poder ser yo; 3. La Tierra, como de todos los seres vivos”) y ejes verticales (3. El universo; 2.La montaña; 3. Dónde me siento y me paro). La comunidad deviene comunalidad en base a una serie de características que Díaz denomina como inmanentes: una relación con la Tierra que no es de propiedad sino de pertenencia mutua basada, además, en el trabajo, entendido este “como una labor de concreción, que finalmente significa también recreación de lo creado”.[2]
Una de las partes más reveladoras de estos ensayos tiene que ver con la educación y la enseñanza del mixe. En efecto, luego de cruentos debates en la comunidad, tuvo que aceptarse que la escritura de las lenguas indígenas “aumenta las posibilidades de comunicación entre los hablantes de una misma lengua… puede reforzar la identidad como base de unidad; es decir, la oralidad de nuestros pueblos se reforzaría con la escritura, con la cual se intercambiarían y mejor nuestras ideas e inquietudes… superando así la atomización”[3]. Acaso como pocos ejemplos, la discusión que se ha llevado a cabo de manera relativamente reciente para producir el mixe como una lengua escrita alumbren el trabajo comunal que da lugar a la escritura. Ciertamente, no ha sido sino hasta 1983 que, en los seminarios denominados como Vida y Lengua Mixes, llevados a cabo en Tlahuitoltepec, que emergió “la propuesta de escribir de una sola forma todas las variantes de nuestra lengua. Para ello tendríamos que ponernos de acuerdo en un alfabeto lo más amplio posible”.[4]
Se trata, por supuesto, de un acto, como lo denomina Díaz, de muchos. Se trata, además, de un acto en la historia y con la historia donde misioneros y hablantes del siglo XVIII ocupan un lugar privilegiado junto a los promotores culturales y traductores de libros religiosos, especialmente la Biblia, en épocas más cercanas. Se trata, pues, del trabajo de los hablantes de la comunidad y la serie de articulaciones que fueron capaces de establecer con antropólogos y lingüistas, con agencias del Estado y con organismos independientes para crear, de esta forma, un alfabeto, así como también las formas concretas, localmente determinadas, de su transmisión y enseñanza. Se trata del largo, dinámico, inarmónico y comunitario camino que la letra escrita recorre mientras se convierte, con el paso de la práctica y el uso colectivo, en un quehacer cotidiano con apariencia de ser, en las sociedades dominadas ya por la cultura escrita, algo no sólo natural sino también, acaso sobre todo, individual. Se trata, pues, de una discusión que no está lejos de formas contemporáneas de escritura interesada en subrayar el carácter plural y colectivo de toda autoría.
Y en eso, como en tantas otros aspectos relacionados a los derechos de las comunidades indígenas y su búsqueda de autonomía, este libro incide en discusiones contemporáneas de relevancia local, nacional e, incluso, internacional. De ahí la referencia al pensamiento mixe como una energía viva, actual, presente.
[1] Floriberto Díaz, “Comunidad y comunalidad”, Floriberto Díaz. Escrito. Comunalidad, energía viva del pensamiento mixe, Comp. Sofía Robles Hernández y Rafael Cardoso Jiménez (México: UNAM, 2007), 39.
[2] Ibid., 42. [3] Ibid., 263. [4] Ibid., 269.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga
@criveragarza (en twitter)
comentarios 3
Publicado por: PATYCA 10/03/2014
Cierto, este mural está en la Universidad de Concepción en Concepción, Chile es el Mural: “Presencia de América Latina”, creado por el artista mexicano Jorge González Camarena, sin embargo no es raro, ya que el autor representa en este mural al mundo prehispánico de América Latina, su ocaso y sobre todo la fusión de las razas o pueblos prehispánicos. Otra de sus obras está en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, se llama Liberación, a través de su obra retrata la las raíces de la historia de México.