Por: EL PAÍS30/04/2014
Por JOSÉ OVEJERO
Sentía curiosidad por leer una novela de Gordon Lish, a quien conocía, como tanta gente, por lo que Don DeLillo decía que eran las razones equivocadas: por haber sido el editor de Raymond Carver y por haber contribuido a desarrollar el estilo –algunos dicen que por haberlo creado- de quien ha sido uno de los escritores más influyentes en el cuento contemporáneo.
Tras leer las correcciones que hizo en la obra de Carver, imaginaba que el estilo de Lish sería tan escueto como el que casi imponía a su autor, esto es, que no habría en él repeticiones ni explicaciones ni detalles innecesarios. Perú, el primer libro suyo que ha caído en mis manos, muestra que me equivocaba.
En Perú, Gordon, el protagonista homónimo del autor, cuenta cómo cuando tenía seis años mató a otro niño, Steven Adinoff, golpeándole hasta matarlo con una azada de plástico. Lo mató en el arenero de un amigo, Andy Lieblich, cuya vida habría querido compartir: su casa lujosa, su niñera, el empleado negro, la hermana, que se bajaba las bragas para que él viese “su cosa”, aunque a él solo le interesaba que ella viese la suya. El protagonista envidiaba a Andy, pero era una envidia sin rencor, porque el hecho de que Andy existiese le permitía a él, un chico de una familia en cuyo garaje no había un coche sino un lavadero, jugar en el cajón de arena, oler el aroma de limón de la piel de Andy Lieblich, ver a la niñera de Andy juguetear con sus pulseras, extasiarse ante los movimientos del empleado negro mientras lavaba el Buick, “...los Lieblich eran como la gente que podías ver en las láminas de los libros de cuentos que la señorita Donnelly nos mostraba.” Y, más adelante: “Es muy grande para mí ser el niño que vivía al lado de los Lieblich – y todavía lo es, todavía lo es”, nos dice Gordon, en esta novela que también es una reflexión sobre la nostalgia.
Pero ¿puede sentir nostalgia de la infancia alguien que a los seis años mató a otro niño con una azada de plástico? ¿Puede un adulto echar de menos aquellos años, considerar que fueron los únicos felices y que si se terminaron fue por culpa de Steven Adinoff, el niño muerto? Se podría pensar que el adulto Gordon, hombre de cierto éxito, casado, con un hijo, hubiera deseado borrar el momento del trauma, refugiarse en el olvido; no sabemos si fue así durante su vida de adulto, pero unas imágenes brutales que ve en la televisión sobre una revuelta en una cárcel de Perú, le despiertan la memoria. Él también mató con esa indiferencia con la que transcurren las imágenes ante sus ojos. Matar a alguien parece algo intrascendente, como si lo realmente importante hubiese sucedido antes, mucho antes, pero nunca sabremos lo que fue.
“No recuerdo a mi madre. No recuerdo a mi padre. No recuerdo a nadie antes de que yo matara a Steven Adinoff en el cajón de arena de Andy Lieblich”, afirma el narrador justo cuando empieza a contar sus recuerdos. Recordar y no recordar. Recordar con precisión absoluta los detalles: “Nada se escapa a la vista. Nada se escapa al oído”, dice. Ni al olfato, se podría añadir. Andy olía a limón, a manteca de cacao, a talco; Steven olía como si alguien estuviese planchando. Detalles, precisión obsesiva, el deseo de reproducir las sensaciones que le invadían completamente, que hacían que el resto del mundo se eclipsara.
Lo que sí se escapa es la emoción, los sentimientos durante y después de matar a Steven Adinoff. Porque la profusión de detalles provoca una extrema frialdad, reforzada por las repeticiones –no, Lish no es Carver- constantes, obsesivas.
Repeticiones que son por un lado énfasis y por otro despojan de emoción lo narrado, como si Gordon solo estuviese interesado en contarnos el suceso con absoluta precisión.
“En cuanto al interior de la casa, sobre el interior de su casa, sobre la parte interior de su casa, todo lo que puedo decir realmente es que nunca tuve una visión exacta.” Esta forma de narrar puede parecer al inicio un manierismo insoportable, pero poco a poco va adquiriendo naturalidad, lógica, como si ese chico trastornado no pudiese narrar de otra manera, como si fuese la única posibilidad de hablar de todo aquello. “Dios mío, me gustaría poder concentrarme en algo como cuando tenía solo seis años, poder concentrar toda mi mente y mi corazón en algo...”, dice el narrador, y su mirada parece querer penetrar la memoria hasta sacar de ella la última minucia de aquel día. Si Carver conseguía una prosa despojada que hacía que el lenguaje pareciese abstracto, aquí la abstracción se logra con otros medios. Como recomendaba el propio Lish a sus alumnos de escritura creativa: “Tienes que aprender a mirar y ver si lo que estás escribiendo es adecuado para la forma de tu historia, o si es mera decoración, una menudencia vacía e inútil.” La forma aquí nos acerca a lo alucinatorio, a la insólita precisión de los sueños. Raras veces se encuentra una obra en la que resulta tan evidente que la forma es el contenido. Los hechos generan el lenguaje, pero también el lenguaje genera los hechos.
A medida que avanza la narración, el pasado (la muerte de Steven, la vida de los propios padres, las bajadas al sótano con la hermana de Andy, el olor de la fosa séptica, las salchichas de los fines de semana, la casa que no estaba en ruinas pero parecía en ruinas, las duchas tan desagradables con el padre y el pie desproporcionado de este), se va mezclando con el presente: los campamentos de verano, su hijo Henry, el apartamento en Manhattan, el éxito y, cuando va a acompañar a Henry al autocar, ese estúpido accidente, el golpe en la cabeza con el maletero del taxi. Steven Adinoff no gritó cuando le golpeó con la azada, pero él sÍ grita, y cree que va a morir, y mete prisa a voces al taxista para que se salte todos los semáforos, y todo era “tan maravilloso. Ese sentimiento. Todo te hacía sentir como si te elevaras. Entonces lo hizo, lo hizo: se saltó todos los semáforos. El taxi temblaba como si fuera a dar un maldito salto. Entonces fui más feliz de lo que nunca había sido.” El niño correcto, obediente, el niño reprimido que había sido siempre –y sospechamos que el adulto no fue muy distinto- recupera la emoción de estar vivo gracias al dolor y a la infracción. Entonces es de nuevo feliz, más feliz, incluso, que cuando era amigo de Andy.
Cerramos la novela fascinados por esa mezcla de violencia y de indiferencia, por haber asistido a unos hechos en primera fila, sin que se nos escape nada. Y, sin embargo, con cierta sensación de irrealidad; no podemos aceptar que las cosas fueron así. Y quizá no lo fueron. “...debe de haber alguna razón por la que maté a Steven Adinoff en el año 1940, en el pueblo de Woodmere...”, sí, seguramente la hay, pero, como sucede en la mayoría de nuestras acciones, nos quedaremos sin entenderla. Así que, como proponía Toni Morrison en su primera novela, Ojos azules: “...ya que resulta difícil acercarse al por qué tendremos que buscar refugio en el cómo".
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Publicado por: Pornonarcocaputalistas 30/04/2014
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