Por: EL PAÍS31/05/2014
Por JOSÉ OVEJERO
En Graceland, una novela del sudafricano Chris Abani, el joven protagonista mira a su alrededor y se pregunta “¿Qué tengo yo que ver con todo esto?”. No hay pregunta que defina mejor la adolescencia, esa fase de tu vida en la que te sientes apresado por lo que te rodea pero al mismo tiempo lo que te rodea te parece pertenecer a un mundo ajeno: tus padres son alienígenas, tus profesores hablan idiomas que desconoces y habitan en una dimensión diferente a la tuya; buscas consuelo en gente de tu edad pero eso no te hace sentir mucho mejor, porque es como estar en una burbuja que puede estallar en cualquier momento. Suponiendo que de verdad te sientas mejor con gente de tu edad.
No es el caso de Ruzinava, la protagonista de Adiós, vaquero, de Olja Savicevic Ivancevic. Ella no encuentra un solo lugar que pueda llamar suyo. En la aldea croata en la que vive, además, no hay espacio para el que es diferente. Las guerras tienen ese efecto: crean bandos irreconciliables y solidaridades estúpidas. Solo lo homogéneo es aceptado. Y Ruzinava asiste con perplejidad a ese intento de clasificación que expulsa lo que no encaja en los raseros locales: “La vecina con la que discutíamos en la escalera común en más de una ocasión se cagó en nuestra puta madre alemana. Y toda nuestra familia se cagaba en su puta y pérfida madre serbia. Pero en realidad nunca supimos quién era qué, y nos cogió por sorpresa que todos supieran lo que éramos mejor que nosotros.” Como aquellos judíos que solo se enteraron de que lo eran cuando quemaron sus tiendas o los maltrataban por la calle.
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