Por: EL PAÍS27/05/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Me habían dejado con Daniela bajo la jacaranda, alrededor de una mesa donde ahora sólo quedaban platos con huesos de pollo y vasos vacíos. Una jarra. Algunas cáscaras de mandarina. Dos moscas de campo. Se había hecho entre nosotras ese silencio incómodo, con frecuencia infranqueable, que separa a generaciones distintas. No tenía la menor idea de lo que podía decirle a una mujer de 14 años que, a todas luces, se preguntaba también, con esa preocupación que a veces dan los buenos modales, de qué carajos platicar con un tanto mayor. Supongo que empecé a hablar de libros porque hablar de libros es un reflejo automático. Cuando uno se pone nervioso, se sabe, no hay como recurrir a los temas habituales y a las rutinas conocidas, es decir, al lugar en común. En todo caso, mencioné Mujercitas porque vagamente recordaba que me había gustado la novela de Louise M. Alcott a una edad parecida a la de Daniela. Mencioné el título y me reí, pensando, por supuesto, que traer a colación ese libro sólo terminaría por alejarnos más al dejar en claro, si todavía hubiese sido necesario, la diferencia abismal de edades y, luego entonces, de intereses, aficiones, gustos. Pensé que Daniela me miraría con desconcierto o compasión y que, amablemente, se limpiaría la comisura de los labios con la servilleta y se iría a hacer algo más provechoso con sus amigas. Me sorprendí, a decir verdad, cuando no sólo contestó que lo acababa de leer sino también, y esto con la mirada encendida, que todavía no terminaba de congraciarse con el hecho de que Laurie aceptara tan fácilmente la negativa de Jo y se casara, contra todo buen juicio, con Amy. Si hubiéramos estado en una cantina, cosa que su edad volvía difícil, esa habría sido la señal para ordenar la siguiente ronda.
Josephine March, como es universalmente sabido, es la escritora de la familia. Una mujer voluntariosa y algo engreída que, a diferencia de las tres hermanas, puede asistir a una fiesta con guantes impares y cortarse la abundante cabellera para apoyar una causa. Es ella quien organiza el club Pickwick, mediante el cual se intercambian textos o se planea la puesta en escena de alguna obra de teatro, y ella quien critica a las mujeres mayores que buscan buenos partidos para sus hijas y quien, con su desparpajo y excentricidades, logra sacar de su mutismo a Laurie, el adinerado vecino que, dúctil y sagaz, pronto se convierte en su compinche. Meg, la hermana mayor, se enamora y se casa demasiado pronto como para adquirir personalidad alguna. Amy es, desde un inicio, la rubia vanidosa cuya diplomacia, sin embargo, le granjea los favores de la tía March, eligiéndola a ella y no a Jo para su tradicional viaje a Europa. Beth, la buena, la demasiado buena, muere joven.
–Pero es que Jo es la que debió haber ido a Europa y, sobre todo –se interrumpió Daniela para escudriñar mi rostro tratando de adivinar mi posición al respecto–, ella debió haber aceptado la propuesta de Laurie.
Yo, por cierto, siempre había pensado lo mismo. Entre correrías jactanciosas, bromas pesadas, pláticas nocturnas, resulta más que obvio que las muchas horas que Jo pasa con Laurie son horas amorosas. Lejos están los dos del ideal romántico, y asimétrico, del cortejo, y más cercanos del concepto de compañerismo que no sólo caracteriza a las parejas de la modernidad sino al peculiar arreglo familiar dentro del cual creció Louise M. Alcott en el noreste de los Estados Unidos. Integrante de un clan vanguardista, crítico de los valores tradicionales estadunidenses, la joven escritora no sólo compartió la pobreza y el aislamiento al que se confinaba la familia en busca de horizontes más verdaderamente humanos, sino que también convivió con pensadores radicales para quienes el desenfreno capitalista y urbano no era más que un simulacro. Alcott, como la misma Jo en Mujercitas, escribió una novela aparentemente para jovencitas, un género “menor”, que sin embargo le permitió abordar temas fundamentales de la condición humana. Desde la cocina, donde se prepara la rutina familiar, hasta la sala donde, mientras se teje o se lee en voz alta, intercambian puntos de vista más o menos sobre todo, las March van poniendo en escena las dubitaciones y las ansiedades del proceso, irreversible y cruel a decir de Jo, que las llevará de la infancia a la edad adulta.
–Supongo que Alcott -dije yo, fingiendo resignación en un tono más bien doctoral– estaba bajo la impresión de que una mujer creadora, como Jo, no podía tener sexualidad, de ahí que terminara casada con ese viejito con el que pone una escuela, ¿no? O tal vez creía que un hombre como Laurie, tan joven y femenino, no podía ser un par adecuado para la intempestiva escritora.
La reacción de Daniela me gustó. Los ojos parecían una sola llama. Las manos en alto. La sonrisa. El rubor.
–!Pero es que no es posible! –dijo, convencida–. Si Jo y Laurie son verdaderos amigos y se gustan, eso es claro –yo tenía algo de tiempo de no hablar de personajes de novela como si se tratara de mis vecinos y la discusión, por supuesto, me fascinó–. No es posible que Jo se vaya sola a Nueva York para que un hombre de barba le diga que está escribiendo cosas inservibles y que luego se regrese nada más para aceptarlo en su vida.
Yo pensé que Daniela tenía en mente más la película en que una muy frágil Wynona Ryder no pudo captar la fuerza y la testarudez y la temeridad de Josephine March, que al libro en sí, pero comprendí su punto.
–Te entiendo –murmuré, vagamente enternecida– pero, en fin, ¿qué le vamos a hacer?
La pregunta era retórica, pero Daniela la contestó:
–Habrá que rescribir Mujercitas y darle un final distinto a Jo.
Las dos moscas de campo se detuvieron sobre uno de los huesos de pollo. Una ráfaga de aire, que era de un noviembre muy cálido, nos despeinó los cabellos. Se oían ya los pasos de las que regresaban: el fulgor cada vez más cercano de la algarabía. La jacaranda en flor.
Escribo este texto en una tarde muy distinta, pero cobijada por la misma ráfaga. Escribo este texto para recordarle a Daniela que estoy esperando, como desde ese día, su primer manuscrito. Para decirle: esto será el verano. Esto es.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga
@criveragarza (en twitter)
www.facebook.com/pages/Cristina-RiveraGarza
comentarios 9
Publicado por: ASo 27/05/2014
Una gran profesional de la escritura.