A David Brooks le están tomando un poco el pelo por dar a entender, en una columna reciente de The New York Times, que los ricos deberían "respetar un código de decoro" y no vivir esa vida de derroches que pueden permitirse. No quiero sumarme a las burlas; en lugar de eso, quiero hablar un poco sobre la parte económica del hecho de alardear de la riqueza.
Lo primero que hay que decir es que esperar que los ricos no hagan ostentación de su riqueza es, por supuesto, poco realista. Si uno tiene la impresión de que en las décadas de 1950 y 1960 los ricos eran más comedidos, pues es porque eran mucho menos ricos, tanto en términos absolutos como relativos. La última vez que nuestra sociedad fue tan desigual como lo es hoy, las mansiones gigantes y los yates eran igual de ostentosos que ahora; por algo, Mark Twain llamó a aquella época la Edad Dorada.
Aparte de eso, hay muchos ricos para los que la gracia está precisamente en alardear. Vivir en una casa de 3.000 metros cuadrados no es mucho más agradable que vivir en una de 500. Yo creo que hay gente que de verdad puede apreciar una botella de vino de 350 dólares, pero la mayoría de las personas que compran algo así no se darían cuenta si la sustituyésemos por una botella de 20 dólares, o puede que incluso por una que esté de oferta en el supermercado del barrio. Incluso en el caso de la ropa buena, mucha de la satisfacción que obtiene de ella quien la lleva se debe al hecho de que otros no pueden permitírsela. Así que, en gran medida, se trata de exhibirse, algo que, naturalmente, podría haberles dicho el sociólogo y economista Thorstein Veblen.