Mabel González Bustelo, es periodista e investigadora en paz y seguridad
Incautación de droga en Afganistán (Aref Karimi/AFP/Getty Images)
El panorama contemporáneo de la paz y la violencia muestra tendencias contradictorias. El número de conflictos armados entre estados alcanza cotas mínimas y los conflictos dentro de los estados permanecen estables o registran ligeros descensos. Según el Uppsala Conflict Data Programme, en 2012 se produjeron 32 conflictos armados internos frente a 37 del año anterior.
Hay factores que explican esta reducción del número de guerras. Los marcos institucionales y normativos internacionales son uno de ellos, especialmente el papel de la ONU y otras instituciones en la gestión de la seguridad colectiva. Pese a su doble crisis de representación y capacidades y a las innumerables críticas que recibe, la ONU ha tenido un impacto en la reducción de los conflictos violentos a través de iniciativas de prevención; gestión y mediación en enfrentamientos que ya han estallado y apoyo a procesos de paz, y misiones de construcción de la paz tras el conflicto.
Pero la reducción de la guerra no equivale a un mundo menos violento. El Banco Mundial, en su World Development Report 2011 , ya señaló que la violencia y el conflicto no han desaparecido. “Más de 1.500 millones de personas viven en países frágiles y afectados por conflictos, o en países con niveles muy altos de violencia criminal. Muchas de las formas de conflicto y violencia actuales no pueden ser clasificadas claramente como ‘guerra’ o ‘paz’, o como ‘violencia política’ o ‘violencia criminal’”. Según la Geneva Declaration on Armed Violence, actualmente sólo una de cada diez muertes violentas en el mundo se produce en guerra. El resto son homicidios, que tienen lugar en contextos de violencia organizada no política (criminal, en ocasiones ligada a redes transnacionales) o de violencia social.
Hay una destacable y compleja relación entre la violencia y las economías ilícitas. El Human Security Report 2013, recientemente publicado, afirma que en 2011 se produjeron en México casi 13.000 muertes violentas relacionadas con el crimen organizado y la guerra contra las drogas. Un número mayor que en guerras abiertas como Afganistán, Irak o Sudán. Centroamérica es el escenario de diversas formas agudas de violencia.
Otro aspecto de esta relación tiene lugar desde Afganistán a Nigeria, pasando por Mali y otros lugares, donde la actividad criminal organizada se mezcla y solapa con conflictos de diferente intensidad. Los actores armados tienen diferentes agendas y se involucran en prácticas criminales como forma de financiación. La diferenciación entre violencia política y criminal se hace difícil cuando no imposible.
Algunos de los contextos actuales más violentos son países que no sufren una guerra en el sentido convencional. En otros como Mali o Siria, se mantiene un eje de diferencias políticas pero en las dinámicas aparecen intereses criminales, ideología yihadista y altos niveles de faccionalismo interno. La violencia escala rápidamente, tiene un carácter híbrido y se complica por los tráficos ilegales y las influencias y financiación exterior. Es decir, la violencia ligada al crimen organizado se vincula con conflictos internos, y esos conflictos incluyen características de la criminalidad común como la extorsión, los tráficos ilícitos y la fragmentación de grupos armados (incluyendo bandas y paramilitares).
Cuando las agendas criminales no se tienen en cuenta en los procesos de paz, las posibilidades de error aumentan. El resultado puede ser el retorno de la violencia abierta o el establecimiento de una actividad criminal permanente. En Sierra Leona, no abordar el tráfico de diamantes fue un factor clave del fracaso del Acuerdo de Lomé. En Guatemala, tres décadas de guerra forjaron estrechas alianzas entre militares y traficantes (armas, drogas, financiación), que sobrevivieron a los acuerdos y dieron lugar a una paz criminalizada. El acuerdo de DDR en el Delta del Níger creó incentivos para un proceso no transparente y la distribución de fondos a cambio de desarme creó nuevas redes de patronazgo. En Myanmar, los acuerdos con grupos secesionistas se basaron en reducir la violencia a cambio de mayor libertad comercial; el cultivo de opio se duplicó y más tarde los grupos armados se involucraron en metanfetaminas, maderas y piedras preciosas. Los estrechos vínculos entre militares y empresarios criminales han sobrevivido. La desmovilización de los paramilitares en Colombia, sin abordar la economía política de su implicación en el conflicto, ha llevado a su fragmentación en nuevas organizaciones criminales y la recomposición de los vínculos con el poder político.
Abordar los retos del crimen organizado en contextos de conflicto y posconflicto plantea retos nuevos a la comunidad internacional. En muchos casos diferenciar entre crimen organizado, actores armados “tradicionales” o bandas urbanas, y entre actividad económica legal e ilegal, es difícil o imposible. Estos grupos no sólo obtienen beneficios económicos sino en ocasiones legitimidad social ya que ejercen un orden para-estatal y proporcionan servicios (seguridad, autoridad, oportunidades de empleo), especialmente donde el estado está ausente. Esto se ha hecho evidente en Afganistán y ha obligado a EE UU a replantear su estrategia: luchar contra las drogas sin ofrecer alternativas a los campesinos hace aumentar su apoyo a los grupos ilegales. La corrupción hace que, en muchos casos, actores e instituciones del estado estén también involucrados, especialmente en contextos de fragilidad.
Los contextos de violencia armada en situaciones de paz son un reto para los profesionales de la paz, la ayuda humanitaria y el desarrollo y no reciben todavía respuestas coherentes. Los problemas son muy complejos. ¿Cómo entablar un diálogo con grupos del crimen organizado? ¿Qué tipo de validez tienen instrumentos legales como el DIH para fuerzas armadas no convencionales? ¿Cómo “conectar” con la sociedad civil y las comunidades sin aumentar su vulnerabilidad? ¿Cómo gestionar los vínculos de estos grupos con autoridades políticas y económicas que forman parte del estado? En los casos de grupos de carácter híbrido, ¿cómo gestionar sus diferentes agendas a la hora de abordar un posible proceso de paz?
Ante estos contextos existen límites claros para lo que puede hacerse con las herramientas tradicionales, como la negociación, amnistías, justicia de transición o programas de DDR o derechos humanos. Organizaciones con mandato en el ámbito de los derechos humanos, acción humanitaria o gestión de la violencia política afrontan situaciones nuevas que desbordan sus marcos institucionales y legales. La violencia ligada al crimen organizado o las economías ilegales, y aquella concentrada en áreas urbanas, obligan a redefinir algunos conceptos, como la respuesta humanitaria o la protección de civiles. Entablar un diálogo con los actores o “abrir” espacios humanitarios es una cuestión difícil y delicada, que afecta a la soberanía y que puede tener consecuencias éticas y legales.
Estas son cuestiones difíciles pero que están empezando a plantearse. Y deben entrar en la agenda de los actores de paz más temprano que tarde para que todo lo conseguido siga teniendo relevancia y eficacia.
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