Gorka Ruiz y Rocío Salazar, Bakeola (Centro para la mediación y regulación de conflictos de EDE taldea)
Miembros de Gesto por la Paz reclaman en 1996 en la playa de Zarautz, custodiados por la Ertzaintza ante la amenaza de una concentración contraprogramada por grupos abertzales, la liberación del funcionario de prisiones secuestrado por ETA José Antonio Ortega Lara. Foto: Luis Alberto García (El País)
Al contemplar esta imagen, son varios los retos que se plantean necesarios superar para reconstruir el tejido social y la convivencia en el País Vasco.
Un país en el que hemos sido capaces de vivir de manera cotidiana con la escena en la que unas personas reclamaban la libertad de un secuestrado y se veían enfrentadas a otras personas que reclamaban la libertad de Euskal Herria. Y en medio, la Ertzaintza, la policía autonómica garantizando la libertad de expresión y manifestación. Una imagen que simboliza la esquizofrenia en estado puro.
Un año antes, en mayo de 1995, la Ertzaintza cargaba brutalmente contra los familiares de Lasa y Zabala cuando intentaban hacerse cargo de los féretros de los dos jóvenes asesinados hacía 12 años por los GAL. Otra imagen dolorosa y dantesca.
Para poder dar lugar a estas realidades vividas, necesitamos que algunas ideas resulten vencedoras y otras vencidas.
A razón del conflicto político e identitario, que continúa hoy en las sociedades vasca y española, se ha matado, extorsionado, secuestrado, coaccionado, torturado… En nombre del pueblo vasco, del pueblo español y en nombre de la democracia. Estas razones y realidades explican lo sucedido pero no son argumento suficiente para justificar la existencia e inevitabilidad del uso de la violencia. Algunas personas y colectivos decidieron no utilizarla. Son el mejor ejemplo de que era posible hacerlo de otra manera.
No fueron tantas las personas que entendieron que la violencia era un sinsentido, que no tenía justificación posible. Menos aún las que se posicionaron públicamente frente a ella. Esta realidad fue minoritaria. De modo mayoritario nos dejamos llevar por la corriente del “algo habrá hecho”, “le va en el sueldo” o “si se ha metido ahí, que se atenga a las consecuencias”.
Otras decidimos situarnos en un lugar que considerábamos “neutral”, a medio camino entre las partes protagonistas principales de toda esta historia. Ahora muchos sentimos que nos equivocamos. Quisimos ser espectadores, probablemente para no ser atrapados por la violencia y sentirnos así, salvados. El miedo, la vergüenza y la culpa son algunos de los pilares que sustentaron aquella sinrazón. Fue un error y un horror. Fueron muchos los errores que cometimos y los horrores en los que participamos.
Ahora nos encontramos en otro momento, en un tiempo nuevo. Un tiempo de oportunidad y esperanza para construir un futuro, un presente, en el que le demos lugar a todo aquello. En estos años tenemos una ocasión de oro, para poder mirar juntos hacia atrás y reconocernos en nuestras propias historias de presencia y ausencia.
Necesitamos que resulten vencidas las actitudes que buscan justificar la violencia y el terror, la deshumanización y falta de empatía hacia el dolor ajeno. Necesitamos superar el silencio y la parálisis social que hemos aprendido a lo largo de estos años. Necesitamos desterrar la utilización partidaria del sufrimiento y el corporativismo sobre los derechos humanos.
Anhelamos que las ideas vencedoras sean la vida y la dignidad de las personas frente a cualquier lucha o reivindicación. Que ante la existencia de un conflicto político el uso de la violencia sea radicalmente descartado. Que las personas, organizaciones e instituciones de este país trabajemos por la garantía de derechos para todas las personas. Que garanticemos el reconocimiento social a las personas que han sufrido de manera más directa la violencia, las víctimas, y que miremos de frente los sufrimientos injustos y las vulneraciones producidas. Son senderos por los que debemos transitar para construir un futuro de convivencia sobre unas bases mínimas de dignidad, personal y social.
Un horizonte que se concreta en una sociedad conciliada y reconciliada con nuestro pasado reciente. Una sociedad capaz de reconocerse y responsabilizarse del dolor causado, de sentir el dolor de “los otros”. Una sociedad preparada y dispuesta a pedir perdón por los errores cometidos.
Y sí, necesitamos el perdón. Un perdón que nace de las entrañas de la persona, y su efecto transciende de la esfera de lo personal, proyectándose socialmente cual onda expansiva de humanidad. Lo necesitamos para cuidar nuestras heridas con la fuerza sanadora y reparadora de quien lo pide. Para sentir y compartir la liberación de quienes lo otorgan.
Evocando a Eduardo Galeano, tenemos el reto de construir una memoria social para que dentro de 20 o 30 años… “cuando miremos la cicatriz, y recordemos, no nos duela”.