María Villellas, investigadora de la Escola de Cultura de Pau e integrante de WILPF
Población refugiada cruzando la frontera Bangladesh-Myanmar. REUTERS/Adnan Abidi
La grave crisis humanitaria y de derechos humanos que asoló Myanmar durante el año 2017 amenaza con poner en peligro los frágiles avances en términos de democratización y construcción de paz que han tenido lugar en el país en los últimos años. En agosto, las fuerzas de seguridad de Myanmar iniciaron una operación militar a gran escala en respuesta a varios ataques llevados a cabo por el grupo armado rohingya ARSA en el estado de Rakhine. Como consecuencia de esta operación, casi 700.000 personas rohingyas se desplazaron de manera forzada, refugiándose fundamentalmente en Bangladesh, y miles murieron fruto de la violencia. La organización Médicos sin Fronteras denunció que al menos 6.700 rohingyas murieron como consecuencia de la violencia, incluyendo numerosos menores –más de 700 menores de cinco años–, en el primer mes después del inicio de la operación militar. Además se documentaron múltiples casos de violencia sexual por parte de personal militar contra población civil y otras graves violaciones de derechos humanos, como incendios y saqueos. Diversas organizaciones de derechos humanos y Naciones Unidas alertaron de que la acción de las fuerzas de seguridad birmanas podía ser constitutiva de delitos de genocidio. Así pues, si bien al finalizar 2017 la intensidad de la violencia se había reducido, la grave crisis ha puesto de manifiesto la enorme fragilidad de los avances de la transición política iniciada en el país en los últimos años y liderada por la Consejera de Estado y premio Nobel de la paz, Aung San Suu Kyi.
La desproporcionada respuesta militar por parte de las fuerzas de seguridad birmanas a los ataques de ARSA han puesto de manifiesto el papel central que las poderosas Fuerzas Armadas pretenden seguir jugando en Myanmar. Tras décadas de férrea dictadura militar, el proceso de transición había dado lugar a un delicado equilibrio entre las fuerzas políticas y militares, que la crisis en Rakhine ha roto, dejando en evidencia la incapacidad de los poderes civiles de controlar y ejercer autoridad sobre el estamento militar. Pese a los múltiples llamamientos por parte de la comunidad internacional y de las organizaciones de derechos humanos para que se pusiera fin a la operación militar que estaba dejando tras de sí un éxodo masivo de población rohingya, las autoridades civiles no pusieron fin a la operación militar sin precedentes en la que se cometieron atroces violaciones de derechos humanos. De hecho, la propia Aung San Suu Kyi, no se desplazó a la zona afectada por el conflicto armado hasta el mes de noviembre y el Gobierno negó en repetidas ocasiones las acusaciones de genocidio y limpieza étnica.
Aunque la violencia de mayor intensidad ha remitido, se ha iniciado un proceso de militarización del estado de Rakhine, con un amplio despliegue de las fuerzas de seguridad que han ocupado amplias zonas civiles. Este despliegue, unido a la destrucción de poblaciones enteras que fueron arrasadas y quemadas, hace prever que el retorno al estado de los centenares de miles de personas desplazadas por la violencia está seriamente en riesgo. Así pues, la crisis humanitaria de desplazamiento –que actualmente tiene un carácter internacional, puesto que es Bangladesh el país donde se ha refugiado la inmensa mayoría de la población rohingya– amenaza con perpetuarse en el tiempo, con el consiguiente impacto en las condiciones de vida de centenares de miles de personas. La militarización de Rakhine, por tanto, no solo amenaza la fragilidad de las estructuras políticas civiles del país, construidas en los últimos años de transición, sino que también llevará con toda probabilidad al enquistamiento de la crisis humanitaria. Tampoco pueden descartarse nuevas acciones militares de la insurgencia rohingya, y el grupo armado ARSA, que ha estado inactivo en los últimos meses, podría llevar a cabo de nuevo ataques contra las fuerzas de seguridad o contra población rakhine. Además, el yihadismo internacional podría tratar de interferir en este conflicto, que hasta el momento ha permanecido ajeno a estas dinámicas. Grupos armados como ISIS o al-Qaeda ya han hecho algunos llamamientos a dar apoyo a la causa rohingya.
La activista Razia Sultana en el Consejo de Seguridad de la ONU.UN Photo/Mark Garten
Por otra parte, la crisis en el estado de Rakhine también puede tener un impacto muy negativo en el proceso de paz que se está llevando a cabo con un amplio número de grupos armados de oposición y que se ha materializado en un acuerdo de alto el fuego de alcance nacional y en la celebración de la Conferencia de Paz Panglong 21. Sin embargo, persisten enormes dificultades para lograr avances sustantivos en el marco de esta Conferencia, fundamentalmente por la exclusión de los grupos armados que no han firmado acuerdos de alto el fuego, pero indudablemente, la crisis de derechos humanos desencadenada tras la operación militar en el estado Rakhine representa un nuevo obstáculo para lograr definitivamente acuerdos de alto el fuego con todos los grupos insurgentes y avances en las reivindicaciones de las diferentes minorías étnicas que componen el país. La situación de seguridad en Rakhine ha impedido la celebración de procesos de consultas y de diálogo nacional asociados al proceso de paz, lo que ha derivado que se pospongan nuevas sesiones de la Conferencia Panglong 21, por esta y otras dificultades.
Todos estos factores amenazan el futuro inmediato de Myanmar y han puesto de relieve la incapacidad tanto de las autoridades civiles como de la comunidad internacional para detener la masacre de la población rohingya. En el futuro inmediato, se deberá hacer frente a las acusaciones de genocidio y limpieza étnica y, desde instancias internacionales, promover una investigación independiente de lo sucedido que permita la rendición de cuentas ante la justicia internacional.
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