Ana Villellas, investigadora de la Escola de Cultura de Pau de la UAB
(Foto: Wojciech Zmudzinski) (Sloviansk, Ucrania)
La situación generada por el despliegue masivo de tropas y armamento por parte de Rusia junto a la frontera de Ucrania supone una amenaza grave para millones de personas, con escenarios de riesgo de diversa intensidad y alcance y dilemas en torno a cómo abordar una crisis de esta envergadura. Desde una aproximación de seguridad humana urge poner en el centro de los debates las vidas de las personas y la necesidad de minimizar el riesgo de una escalada mayor.
La presentación por Rusia de un listado de demandas en diciembre en forma de tratados dirigidos a EEUU y a la OTAN en diciembre para que estos los firmen supone, en el contexto de amenaza de invasión, una política de coerción militarista sumamente grave. En estos documentos Rusia plantea una reformulación total de la arquitectura de seguridad en el continente. Algunos análisis han señalado la posición de fondo de Rusia de avanzar hacia otro orden internacional, que revierta el surgido del fin de la Guerra Fría construido sobre la hegemonía de EEUU y la OTAN. En ese empeño, Ucrania y el esquema de seguridad continental son convertidos en campo de batalla. El pulso de Rusia impone un cronograma exprés a cuestiones de tanto calado (y que afectan a tantas poblaciones) como el entramado de seguridad continental, y pasa por alto principios básicos del sistema internacional como la soberanía de los Estados para decidir su orientación política (y materializarla en medidas y políticas concretas).
A su vez, estamos ante escenarios que incluyen el riesgo de más muertes en Ucrania, más desplazamiento forzado de población civil, impactos en el acceso a la educación, salud, infraestructura básica, riesgos de más violencia de género en un contexto de incremento de la militarización, entre muchos otros. Es un riesgo que afecta tanto a los 2,9 millones de personas que en 2022 están en situación de necesidad de asistencia humanitaria en la actual zona de conflicto en Ucrania así como al conjunto de la población del país y, pudiera ser, de otros países vecinos, dadas las incertidumbres sobre el alcance y derivadas de una posible ofensiva militar por parte del Ejército ruso. Hay que añadir el impacto psicológico sobre tantas vidas que ya genera la amenaza militar, se haga efectiva en un grado u otro o no.
¿Y qué hacemos con todo ello? La posición hegemónica entre EEUU, la OTAN y la UE y buena parte de analistas y medios de comunicación prioriza la diplomacia acompañada con algunas líneas rojas acompañada de disuasión militar y advertencia de sanciones coordinadas, poniendo el foco en la amenaza militar de Rusia contra la soberanía e integridad estatal. A la espera de las respuestas por escrito de EEUU y la OTAN a finales de enero y principios de febrero a las demandas rusas, en la aproximación diplomática se han trazado aparentemente algunas líneas rojas, de rechazo a la exigencia rusa de no ampliación de la OTAN, entre otras, en tanto ello iría contra el principio básico de soberanía estatal y contra la propia idiosincrasia de la OTAN. Además, la amenaza militar de Rusia haría indefendible tal opción en tanto debilitaría a quien la aceptase, se argumenta.
Desde un enfoque de seguridad humana, se hace necesario abordar y priorizar aproximaciones que minimicen riesgos para la población civiles. Las guerras generan tanta devastación y pérdidas humanas, socioeconómicas y medioambientales y tanto legado de militarización que es necesario intentar evitarlas, pese a la extrema complejidad de una crisis como la actual. La llamada “disuasión militar” tiene sus riesgos, en tanto puede no evitar una escalada militar mayor y una eventual ofensiva rusa (del tipo y alcance que sea) y, en su lugar, contribuir a una mayor militarización.
En el marco de la crisis abierta y como parte de la intensa diplomacia puesta en marcha, un abordaje no militarista a la crisis pasaría por la no ampliación de la OTAN. No como aceptación de una imposición de una Rusia expansionista ni como renuncia al principio de soberanía de elección, sino como política afirmativa de búsqueda de otros caminos a la seguridad del continente que no pasen por el militarismo y que se construyan sobre un enfoque de seguridad continental más integrado.
Seguramente, el cronograma impuesto por Rusia es incompatible con una reflexión de fondo entre los socios de la OTAN (y sus poblaciones) sobre arquitecturas de seguridad no exclusivas ni polarizadoras. La respuesta de los gobiernos de los miembros de la OTAN ya ha sido unánime: la OTAN ha de poder seguir ampliándose, sin matices. Aun si han cerrado esa puerta, no por ello dejaremos de proponerlo quienes pensamos que la no ampliación era y es un camino posible a explorar. Frente al enfoque que defiende la OTAN como actor disuasorio imprescindible, desde otros enfoques algunas consideramos que la OTAN no sirve a ese objetivo, que el militarismo no disuade ni da respuesta a las necesidades básicas de seguridad de las poblaciones civiles, sino que alimenta carreras militares y desvía prioridades y recursos.
En el caso de Ucrania, se añade el hecho de que hay una división significativa entre su población en torno a la idoneidad o no de integrarse en la OTAN, según diversas encuestas, que apuntan a entre 54% y 58% de apoyo en 2021, 40% en 2020. Un enfoque a la soberanía Estatal que tenga en cuenta el contexto y sus matices abre campo como mínimo a reflexionar sobre cómo interrelacionar principio de soberanía estatal, cohesión local y continental y prevención y transformación de conflictos.
Otros elementos de abordaje a la crisis pueden incluir medidas en torno a las ideas lanzadas por la vicesecretaria de Estado de EEUU Wendy R. Sherman de control de armas, desescalada recíproca, comunicación, transparencia, entre otras. Analistas han planteado la posibilidad de acuerdos en materia de misiles de corto y medio alcance y de otras armas ofensivas en Europa. También sería necesario un reimpulso a la implementación de los acuerdos de Minsk (I y II) de 2014 y 2015, únicos acuerdos marco hasta la fecha para la resolución del conflicto, pese a las divergencias de interpretación (y de concreción de pasos para su materialización), en tanto que Minsk II establece una secuencia temporal desfavorable para Ucrania en una cuestión central como es la recuperación del control de su frontera. Más esfuerzos internacionales en apoyo a la implementación de los acuerdos de Minsk deberían priorizar avances en tiempos razonables, sin más dilatación del proceso de paz. También deberían impulsar arquitecturas de diálogo más inclusivas, con más apoyo a las iniciativas de la sociedad civil y mayor nexo entre éstas y las negociaciones formales. Organizaciones de mujeres y mujeres activistas han reclamado en diversos momentos participación y consultas y han señalado los obstáculos que enfrentan.
Por otra parte, y en una crisis como la actual que podría desembocar en una grave escalada militar y en graves impactos humanitarios, se hace necesario prever planes de asistencia humanitaria y de políticas de migración y asilo basadas en el respeto a los derechos humanos y las obligaciones internacionales. La política actual de la UE y la de buena parte de sus Estados de cerrar sus puertas a las personas en movimiento (refugio, asilo, inmigración) y de amparar graves violaciones del derecho internacional es cuando menos cínica. Tras el inicio de la guerra de Ucrania en 2014, fueron muchos los ucranianos y ucranianas que se toparon con puertas cerradas y graves dilaciones en las respuestas a sus peticiones de protección internacional por países de la UE. Conjurarse para apoyar la soberanía de otros Estados frente a amenazas externas, pero cerrar puertas y abandonar a su suerte a las poblaciones de esos Estados cuando se ven afectadas por esas amenazas y guerras no elegidas es indigno, una total incoherencia de políticas y en muchos casos una vulneración de la obligación de los Estados a ofrecer protección internacional frente a la violencia y la persecución.
Rusia ha demostrado ser un Estado que puede llegar a priorizar la fuerza militar agresiva/expansionista en base a sus intereses estratégicos (Georgia, Crimea, Donbás) por encima de toda diplomacia y con métodos encubiertos (Crimea, Donbás). Y con una política de hechos militares consumados. Rusia ha mostrado una y otra vez que en medio de crisis agudas veta y/o desprecia mecanismos y foros de gestión de conflictos que no sirven a sus intereses, incluyendo el veto en 2009 a la renovación de la misión de la OSCE en Georgia, los frecuentes plantones al grupo de trabajo humanitario en las Conversaciones Internacionales de Ginebra relativas a los conflictos en torno a Abjasia y Osetia del Sur, el veto a la prolongación de la Misión de observación en los puntos de control fronterizos rusos de Gukovo y Donetsk en 2021, o más recientemente el menosprecio a la OSCE como foro en que abordar -entre otros espacios- la crisis actual, cuestionando incluso su estatus legal, entre otros muchos desplantes.
La guerra en Ucrania ha causado en torno a 14.000 víctimas mortales, 1,5 millones de desplazados internos, 2,3 millones de refugiados, violencia de género, reclutamiento forzado de hombres, problemas de acceso a alojamiento y medios de vida… El riesgo de nueva escalada y ofensiva militar agravaría la situación humanitaria de amplios sectores de población civil. Desde una aproximación de seguridad humana urge poner en el centro de los debates las vidas de las personas y la necesidad de minimizar el riesgo de que haya nuevas vidas truncadas por la guerra. Ni la no ampliación de la OTAN, ni medidas en control de armamento, entre otras, puede que sean suficientes para reconducir la situación de crisis actual. Pero no por ello habría que dejar de explorarlo. Sin ingenuidad, desde el compromiso con la prioridad de la seguridad humana.
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