Un amigo me comentaba el otro día su confusión ante las noticias contradictorias que escuchaba en los medios de comunicación sobre la evolución de la
crisis. No veía por qué algunos afirmaban que había pasado lo peor, aunque en su interior, creo, estaba deseando que fuera así. En esta tesitura, me dirigió su
mirada y, sin palabras, me preguntaba qué pensaba yo que me dedicaba a estas cosas. La respuesta no era sencilla porque como es habitual en estos casos, esperaba conclusiones sólidas con
poca palabrería.
Comencé mi exposición diciéndole que para saber el lugar donde nos encontrábamos era necesario recordar las causas de la crisis. El origen no ofrece
dudas, una impresionante burbuja inmobiliaria asumida por la mayoría y consentida por quienes tenían competencia para pararla, ha generado una deuda
espectacular en familias y empresas (2 billones de euros), a la que con el paso del tiempo se ha unido el sector público (885.114 millones de euros) debido entre otras cuestiones, a la "ayuda" de un calendario excesivamente exigente de reducción del déficit.
Deuda de grueso calibre a la que se suma un sistema financiero gripado por la pésima gestión realizada durante la etapa expansiva de una parte
significativa de las entidades bancarias. Me cruzó por la mente la idea que a pesar del grave quebranto, nadie hasta la fecha ha asumido la
responsabilidad del desastre (ni reguladores públicos ni gestores privados) y la lentitud de la justicia española, tampoco me augura mucha esperanza al respecto.
Mi relato siguió explicando el profundo ajuste sufrido por el tejido productivo español, quien rápidamente ha dejado el monocultivo. Desaparecida
la protuberancia inmobiliaria, ahora es algo más diverso y competitivo pero con un problema muy grave: demasiado pequeño para ofrecer empleo a todas
las personas que quieren trabajar. Nadie en su sano juicio puede pensar que las cosas van bien con un 27% de tasa de desempleo.
Proseguí mi procelosa explicación con un repaso sobre las variables que pueden determinar la tan deseada recuperación. Para crecer y crear empleo hay que
producir cosas, siendo imprescindible poder venderlas, pero ¿a quién?. A los españoles es difícil porque tienen menos renta y patrimonio, y la ayuda del sector público a través de la política
fiscal es imposible cuando está instalado en un proceso de saneamiento, es decir, de aumento de los impuestos y/o reducción del gasto, aunque cabría la posibilidad de reorganizar un poco éste último. En la coyuntura
actual, la Unión Europea tampoco ofrece un buen panorama porque la mayor parte de los países están en recesión. Quedan los países emergentes que siguen
creciendo y aunque es más difícil, también se puede intentar ganar algo de cuota en el actual mercado nacional y en el de la Unión Europea aunque estén ambos en
recesión. Sin ayuda exterior, la opción se limita a mejorar la capacidad de competir a través de precios más atractivos, porque la calidad de los productos no se cambia de un día para otro.
Después de devanarme los sesos, le dije que no tenía respuesta contundente a su pregunta, aunque seguí pensando e intenté explicarle que aunque con algunos avances, la economía española mantenía tres bloqueos: productivo, fiscal y crediticio. En el capítulo de la deuda no hay mejoras porque
sigue siendo inmensa (2,8 billones de euros), de forma que una parte significativa del ahorro de los españoles no se podrá
dirigir en los próximos 10 años a consumir o invertir, al estar comprometidos en el pago de la deuda acumulada en la etapa expansiva.
La economía española tiene un grave problema de deuda pero también de competitividad como demuestra un tejido productivo que mantiene 6,2 millones de
personas en desempleo. Reducir la deuda necesita su tiempo, salvo que alguien piense que se puede declarar la quiebra y seguir tan campante, y disponer
de más tiempo y un precio menor, es clave para limitar el efecto negativo del proceso de desendeudamiento (apalancamiento en el argot). Por este motivo, la ayuda de la Zona Euro con una ampliación del calendario
de saneamiento de las cuentas públicas hasta 2016 es muy importante. Mejor sería aún, si se acompañara de una política fiscal expansiva en términos
agregados apoyada en el gasto de los países con fundamentos más sanos. Todavía mejor si contásemos con la ayuda del BCE para aumentar nuestra financiación a mejor precio, porque nos liberaría dinero, comprometido ahora al pago de gasto financieros, que podría ser utilizado para otros menesteres, por ejemplo, articular un plan de inversión con destinos bien elegidos. Este cambio en la Zona Euro, por otra parte, significaría que se habría encontrado el equilibrio entre la mutualización de la deuda acumulada por errores pasados asociados al diseño de la moneda única, y el debido control supranacional a partir de ahora para que no vuelvan a suceder desequilibrios como los conocidos.
Pensé también que en España necesitábamos recuperar los ingresos públicos, básicamente mediante una lucha seria contra el fraude fiscal (la diferencia con la ZE ha aumentado hasta 9 pp del PIB), mientras se aplican cambios para utilizar de mejor forma los recursos de un sector público pequeño pero con
deficiencias en el diseño (por exceso de clientelismo). La suma de todas esas medidas permitiría recuperar la confianza de los inversores y nos ayudaría mucho en la tarea de
refinanciar la deuda privada y pública.
Una hipotética solución al problema de la deuda no nos libera de la necesidad de aumentar la producción para generar renta y empleo. Algunas personas
defienden que la solución para conseguirlo es un fuerte aumento de los salarios de los trabajadores españoles para mejorar la demanda interna. Para que
tenga éxito su planteamiento es imprescindible mantener el equilibrio alcanzado en el saldo con el exterior, porque de otra manera, volveríamos a
transferir renta a otros países mientras que muy posiblemente se volviera a deteriorar la posición tan costosamente alcanzada. De ser
así, como apunta la frágil situación del tejido productivo español, la maniobra tiene más desventajas que beneficios.
Si es cierto este razonamiento, a corto plazo no queda otra que continuar por la senda de la devaluación interna de los precios frente a la media de la ZE, pero de forma equilibrada entre salarios y empresarios. Estos últimos mediante la reinversión de beneficios, la rebaja de los precios finales para mejorar su cuota en cualquier mercado y con un uso menos abusivo de la productividad ganada en los cinco últimos años. En este terreno, la negociación colectiva debería recuperar su protagonismo ampliando y profundizando su universo de actuación y sus contenidos (algo que entorpece mucho la última reforma laboral). La mejora en los precios se tiene que extender a la vivienda, la energía, los transportes y los alimentos, para que los ciudadanos no sufran mayores pérdidas de poder adquisitivo.
La unión hace la fuerza pero además, genera mayor ilusión
colectiva cuando se percibe una distribución más equilibrada de los esfuerzos. Por ejemplo, añadiendo a lo dicho una salida real y digna a las personas acosadas por los deshaucios.
Una operación de estas características mejoraría con más crédito, como mínimo suficiente para financiar las operaciones de circulante de las
empresas, a través de las entidades recapitalizadas con dinero público y, por qué no, la ayuda del BCE.
Al final, le dije a mi amigo que estamos en un momento crítico; que la evolución final dependerá de cómo se comporten todos esos factores que le había
comentado. Le dije que estamos en un punto de inflexión que nos puede conceder una salida menos dolorosa o, por el contrario, hundirnos en el pozo para mucho
tiempo. También le dije que la solución a nuestros problemas nos obliga a mucho esfuerzo y nos llevará más tiempo del que nos gustaría. Mi amigo había escuchado todo mi relato con un punto de expectación, pero de todo lo que le había dicho, esto último fue lo que menos le gustó.