En octubre de 2009, millones de lectores británicos se sonrieron maliciosamente con la noticia de que la rotunda melena de la cantante Amy Winehouse, por aquel entonces en el cénit de la gloria, se había quemado posiblemente en el transcurso de una de sus melopeas. La información, destacada por los tabloides, circuló veloz por la red y alcanzó a las pocas horas una difusión mundial, incluidos los medios más rigurosos. Nada extraño, dada la notoriedad de la cantante y su afición por los juegos peligrosos, salvo por el detalle de que poco después se supo que todo era un montaje del director de documentales Chris Atkins, cuyo equipo de colaboradores había colado el bulo a los medios, que se lo habían apropiado sin recato. Esa falta de rigor y contraste, esa ansiedad por publicar tal cual viene una información llamativa es lo que da vida al churnalismo. Estrictamente, el sonoro neologismo, que nada tiene que ver con la repostería madrileña, se aplica en su versión inglesa (churnalism, un juego de palabras con churn/machacar y journalism) a los artículos periodísticos de copia y pega, es decir, a los calcos más o menos disimulados de notas de prensa que algunos medios hacen pasar por suyos sin citar la fuente original.