Periodista en Serie

Sobre el blog

Las “víctimas” de un periodista en serie son muchas y constantes. No tiene relación con ellas. Las elige al azar y sin que tengan conexión unas con otras, en un área geográfica determinada, como Iberoamérica. Les arrebata su historia y la hace pública sin ningún pudor. No planea “entregarse” ni realizar “ataques suicidas.” Este blog es su particular SALA DE RETRATOS. Pasen y lean.

Sobre el autor

Víctor Núñez Jaime es un escribidor de historias. Estudió periodismo y literatura hispanoamericana. Sabe que el periodismo es más de nalgas que de cabeza, porque hay que estar sentado durante largos ratos escribiendo, corrigiendo... Es autor de tres libros: Un periodista ante el espejo, Los que llegan. Crónicas sobre la migración global en México y Una cabrona de Tepito. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo Cultural (México) y el Premio a la Excelencia Periodística de la sociedad Interamericana de Prensa. Con libreta y pluma en mano, sale a por las historias. Contrasta estadísticas con los testimonios de la gente. Visita a los escritores y periodistas de renombre. Está obsesionado con el buen uso del idioma español. Le apasiona leer y estudiar. Devora libros. Él es lo que ha leído. Y también lo que ha escrito.

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Günter Wallraff, el periodista indeseable (y II)

Por: | 31 de marzo de 2013

Walraff 

(...) Vean aquí la primera parte de esta entrevista con el periodista alemán

El método de trabajo de Wallraff es el del camaleón. Ha desarrollado la capacidad de mimetizarse  en el ambiente donde realiza su trabajo. Cuando siente la amenaza de ser descubierto, más le vale dominar el miedo y los nervios. Para él, apropiarse de otra identidad es la mejor forma de obtener información de ámbitos comúnmente inaccesibles para los periodistas. De esta manera, ha delineado una de las corrientes del periodismo de investigación: el periodismo encubierto. Y también ha agregado un nuevo vocablo al argot periodístico: wallraffear.
No obstante, la mayoría de los códigos deontológicos reprueban que el periodista no manifieste explícitamente a sus interlocutores su profesión y sus objetivos. “Obtener información mediante el engaño no es ético.” Pero Wallraff  en su “Discurso de defensa”, incluido en El periodista indeseable, argumenta: “A fin de cuentas, el que vive y siente algo en su propia carne saca unas conclusiones mucho más rápidas y mucho más decisivas que si solamente ha escuchado o leído algunas informaciones a este respecto.”
—¿Cuál es su límite?
—Nunca entraría en la vida íntima de las personas. Siempre la he respetado. Eso es por ética. Siempre he hecho cosas riesgosas. Hay que calcular muy bien, planificar.
Después de los dos años en los que Günter Wallraff fue el turco Alí, el periodista regresó a su casa para encontrarse con su esposa y sus hijas. Pero su esposa le tenía una sorpresa: quería el divorcio. Le dijo que no soportaba sus ausencias y que si para él era más importante su trabajo, se quedara con su trabajo. Que ella (ironías del destino), había conocido un verdadero turco con el que quería casarse.

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Günter Wallraff, el periodista indeseable (I)

Por: | 24 de marzo de 2013

 

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Günter Wallraff colecciona piedras. En cada país que visita siempre busca alguna de forma o textura poco común. Y si son grandes, mejor. Las tiene en su casa del centro de Colonia, Alemania, donde también organiza encuentros culturales como presentaciones de libros o eventos musicales. “Las colecciono porque siento que con ellas puedo aprovechar la naturaleza. Me relajan y me recuerdan las diferentes culturas del mundo. Tengo de diferentes formas, tamaños y colores. A veces siento que me llevan a otro mundo”, cuenta con una sonrisa el periodista sin disfraz de por medio.
El propio Wallraff ha sido una piedra en el camino o en el zapato para muchos empresarios y políticos. Durante 40 años se ha encargado re revelar, previa infiltración, los abusos de poder, la xenofobia y las condiciones de explotación laboral de miles de obreros y empleados de Alemania.
Wallraff está armado de paciencia y amabilidad. No se desespera por tener que “hablar por bloques”, pues han de traducir sus palabras del alemán al español. Sus ojos miran con curiosidad. Con asombro. Son unos ojos azules detrás de unas gafas sin montura y casi sin reflejo. Su rostro es pequeño y surcado por varias arrugas. El bigote, entreverado de canas y “muy mexicano”, dice. Calva está casi toda la cabeza y medianas y coloradas las orejas. Alto, flaco, piel ceñida a los huesos. Gris la camisa y negros el pantalón y los zapatos. Sin disfraz, este alemán de 70 años tiene pinta de profesor universitario. Y eso ha sido para varias generaciones de periodistas en muchos rincones del mundo.
“No hay sociedad —dice Wallraff— donde no haya algo que descubrir. Aconsejo que se infiltren, por ejemplo, en un hospital psiquiátrico para ver las condiciones en las que están los pacientes. Infíltrense también en los grupos políticos y religiosos de derecha para ver cómo operan. Temas hay muchos. No bastarían diez vidas para descubrir todo lo que hay. Para no arriesgarse, pueden trabajar en grupos y publicar bajo un seudónimo. Al que trabaja solo es más fácil intimidarlo y hasta matarlo. Pero eliminar un grupo es más complicado.”

Cuenta el propio Günter Wallraff que hace poco revisó los diarios que escribió en su juventud y descubrió que a los 16 años esbozó su destino al plasmar en un cuaderno: “Yo soy mi propio constructor de máscaras. Me enmascaro para descubrirme a mi mismo”... Ahora sé que lo que hago es un “juego de roles” como en la psicología y la pedagogía. Y esto, está comprobado, ayuda a comprender más.”
Antes de hacer periodismo, Wallraff fue bibliotecario, poeta y obrero. Se negó a enrolarse en las filas del ejército y lo tacharon de inútil. Por eso, para poder trabajar, tuvo que cambiar de identidad. En 1963 empezó en distintas empresas de Alemania Occidental. Al principio, no hacía más que continuar con su diario personal iniciado en la adolescencia. Luego se dio cuenta de que todas esas vivencias constituían reportajes testimoniales y decidió publicarlos. Así, fue alcohólico en una institución psiquiátrica, indigente, estudiante en busca de habitación y un obrero católico que retaba al clero al preguntarles: “¿La producción de Napalm es compatible con la creencia cristiana?”

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El reportero que saltó a las series

Por: | 17 de marzo de 2013

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Veintiocho años tenía el reportero David Simon cuando pidió integrarse al grupo de homicidios de la policía de Baltimore (Marylan, Estados Unidos). Llevaba más de un lustro contando sucesos en el periódico más importante de la ciudad, el Baltimore Sun y todos los días veía crímenes sin que la situación mejorara. Entonces comenzó a preguntarse por qué. “Ese es el periodismo adulto, el que quiero hacer”, se dijo a sí mismo y cuando habló con el comisario para convertirse en la sombra de los investigadores no tuvo ninguna reticencia. Estuvo un año entre ellos y escribió Homicidio, “una obra maestra”, según Martin Amis y “el mejor libro sobre policías jamás escrito”, según Norman Mailer.
Cuando cumplió 35 años, le propusieron un “despido incentivado.” Aceptó y se fue del periódico. Estaba terminando su segundo libro, La Esquina, un relato sobre el súper mercado de la droga: el cruce de las calles Fayette y Monroe, donde la policía y los servicios sociales no hacían gran cosa por evitar el tráfico de estupefacientes. También le habían propuesto transformar Homicidio en una serie de televisión. Y los del Washington Post querían que formara parte de su equipo de periodistas. Él se planeó aprender a hacer guiones y enseguida integrarse al periódico que había derribado al presidente Richard Nixon.
Pero vio en la televisión “muchas posibilidades.” Así que al poco tiempo ya estaba estructurando una serie. Quería que fuera clásica y diferente al mismo tiempo. Que no fuera la típica lucha entre buenos y malos. Que le exigiera al espectador inteligencia y audacia al implicarse en la comprensión de un relato audiovisual. De la unión de Homicidio y La Esquina nació The Wire. Y el periodismo perdió a un agudo reportero y la televisión ganó un guionista y productor excepcional.

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Juan de los muertos

Por: | 10 de marzo de 2013

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¡Ring, ring!
—Juan de los muertos, matamos a sus seres queridos. ¿En qué puedo servirle?...
El hombre que acaba de contestar el viejo y mugriento teléfono es un superviviente en mitad de una isla pequeña en la geografía e inmensa en la Historia. Es una típica tarde calurosa, que huele a helechos y a flores, en una casa ¿en construcción, remodelación o demolición? de una calle cualquiera de La Habana.
—Esto es Cuba, mi hermano.
Una horda de muertos vivientes hambrientos de carne humana, “grupúsculos de disidentes pagados por el gobierno de los Estados Unidos”, según la televisión, ha invadido el país socialista y es preciso acabar con ellos, como si a partir de entonces el enemigo ya no fuera el capitalismo sino esos muertos vivientes (sin mirar a nadie en especial, Fidel). “Son lentos, aguantan mucho el dolor y parece que están drogados”, ha diagnosticado el mata-muertos. Así que él y sus amigos del barrio (porque alguien tiene que hacerlo; porque, mira por dónde, es un buen negocio: matar a los familiares de los que todavía no se han infectado) salen con sus rudimentarias armas dispuestos a cargarse a esa bola de sangrientos y horribles enajenados.
La historia surgió en la mente del guionista y director Alejandro Brugués (nacido “por accidente” en Buenos Aires, en 1976) cuando empezó a parecerle que la gente común y corriente pasaba por la calle (o iba a bordo de coches desvencijados o de buses abarrotados y hediondos a diésel) como si fueran muertes vivientes. Verlos así era toda una toda una metáfora política de la Cuba contemporánea: camaradas envejecidos, gente que creció con cucharadas de jarabe revolucionario, sobrevivientes del “Periodo Especial” (1990-1994, después de la caída de la URSS) “y lo que vino después”, gracias a los milagros del ahorro y el trueque (y otras cosas “propias” de la picaresca de los sobrevivientes cubanos).
A esa visión de las cosas, Brugués le agregó humor negro, acción, efectos especiales y un poco de mala leche y estructuró el guion de su segundo largometraje: Juan de los muertos, “un retrato de cómo sobrevive la sociedad cubana actual. Siempre hacemos lo mismo: poner negocios, tirarnos al mar y salir de Cuba”, sentencia. La película ha pasado por varios festivales internacionales de cine y el pasado 17 de febrero ganó el Goya a la Mejor Película Iberoamericana.

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Intimidades de los Hemingway (y II)

Por: | 03 de marzo de 2013

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John y su hermano Patrick eran unos niños cuando su madre quiso convertirse en monja, y pedir a la Iglesia que encontrara alguna familia que pudiera hacerse cargo de sus hijos, porque su esposo se pasaba los días vestido de mujer en los bares de Montana. Pero Les Hemingway, hermano del Premio Nobel 1954, decidió acogerlos en su casa. Los niños crecieron ahí y, ante el abandono de la madre, John centró todas sus emociones en su padre y se ocupó de conocerlo a fondo.
En Los Hemingway. Una familia singular, John dedica un capítulo a establecer las semejanzas entre su padre y su abuelo. A desentrañar, sobre todo, la conflictiva relación que ambos tuvieron y el “mito” del famoso escritor. Se detiene en algunos aspectos de su biografía y de su obra literaria para desmontar la imagen del Ernest “macho, cazador, pescador, guerrero y gran amante.” Después de revisar (únicamente) el manuscrito original de El jardín del Edén, cuyos protagonistas son uno de los más claros ejemplos de la “ambigüedad sexual”, afirma: “Ernest no se travestía como su hijo, pero lo que está claro es que sí pensaba como él. Así lo demuestra la tendencia andrógina de sus personajes.” Además, concluye, “cuando era pequeño, a mi abuelo lo convirtieron en “gemelo” de su hermana mayor, Marcelline. Llevaba la misma ropa que ella y, por lo general, lo trataban como a una niña. (…) Cuando al fin descubrí el travestismo de mi padre, yo ya había establecido el vínculo entre Greg y Ernest y había decidido que si mi abuelo se había puesto vestidos cuando era niño, entonces era lógico que mi padre hubiera hecho lo mismo en su infancia, aunque, hasta donde yo sé, no fue así.”
Luego se ocupa de la relación padre-hijo citando algunas de las duras cartas, llenas de reproches,  que se mandaban Ernest y Greg. Por ejemplo, el 13 de noviembre de 1952, Greg escribió: “(…) Cuando todo se sume, Papa, será: escribió unas cuantas historias buenas, tuvo una perspectiva de la realidad novedosa y fresca y destruyó a cinco personas. (…) Has tenido demasiado éxito y te has hecho demasiado grande ante tus propios ojos como para ni siquiera pensar en cambiar. Pero cambia hacia a mí, cabrón. (…) Todo esto es la verdad y sé que te dolerá y que me borrarás de tu cabeza, pero tal vez tu cabeza esté mejor así. Creo que he sido una espina en tu consciencia durante mucho tiempo.”
Cinco días más tarde, el 18 de noviembre del mismo año, Ernest responde: “(…) He descubierto por tus cartas, si no lo sabía ya antes, que no siempre soy un personaje agradable. Pero no soy un monstruo empapado en ginebra que va por ahí destrozando las vidas de las personas.”
¿Por qué se distanciaron y se llevaban mal? Todo tuvo que ver, dice John, “con que Greg se vistiera de mujer y con la vergüenza que ambos sentían a causa de sus respectivas tendencias al travestismo.”  

Un día, cuando Greg tenía 12 años, Ernest lo sorprendió probándose un par de medias de su madre. “Mi abuelo no dijo nada, pero mi padre se dio cuenta de que Ernest estaba horrorizado.” A partir de entonces, el trato entre ambos cambió. Greg creció, estudió medicina y empezó a conquistar chicas. Él “gustaba a las mujeres, y a él le gustaban ellas. Ni siquiera después de la operación de cambio de sexo mostró interés alguno en los hombres. Era heterosexual, pero ambiguo”, cuenta su hijo.  
Greg tuvo cuatro esposas y siete hijos. A principios de los años noventa del siglo pasado se implantó unos pechos y luego se realizó la operación de cambio de sexo. Unos años antes, en 1985, John vio por primera vez a su padre vestido de mujer. Fue a visitarlo a Montana, pero cuando llegó el departamento estaba vacío. Esperó unos minutos y, de pronto, vio aparecer a un hombre de labios color cereza, con peluca rubia, un vestido de lentejuelas y zapatos de tacón. “Tenía una apariencia tan absolutamente masculina, tan ridículamente infemenina, con aquel vestido, con las pantorrillas musculadas y depiladas que lo impulsaban escaleras arriba, que me pregunté a quién estaba intentando engañar.” Greg se bañó, se puso un pantalón color caqui y un polo, invitó a su hijo a desayunar a un restaurante cercano y le contó su sufrida vida.  John supo entonces que ser un Hemingway consistía en algo más que la caza, la pesca y las historias de guerra.
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El País

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