Periodista en Serie

Sobre el blog

Las “víctimas” de un periodista en serie son muchas y constantes. No tiene relación con ellas. Las elige al azar y sin que tengan conexión unas con otras, en un área geográfica determinada, como Iberoamérica. Les arrebata su historia y la hace pública sin ningún pudor. No planea “entregarse” ni realizar “ataques suicidas.” Este blog es su particular SALA DE RETRATOS. Pasen y lean.

Sobre el autor

Víctor Núñez Jaime es un escribidor de historias. Estudió periodismo y literatura hispanoamericana. Sabe que el periodismo es más de nalgas que de cabeza, porque hay que estar sentado durante largos ratos escribiendo, corrigiendo... Es autor de tres libros: Un periodista ante el espejo, Los que llegan. Crónicas sobre la migración global en México y Una cabrona de Tepito. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo Cultural (México) y el Premio a la Excelencia Periodística de la sociedad Interamericana de Prensa. Con libreta y pluma en mano, sale a por las historias. Contrasta estadísticas con los testimonios de la gente. Visita a los escritores y periodistas de renombre. Está obsesionado con el buen uso del idioma español. Le apasiona leer y estudiar. Devora libros. Él es lo que ha leído. Y también lo que ha escrito.

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Mr. Talese, el viejo del Nuevo Periodismo

Por: | 29 de abril de 2013

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España redescubrió a Mr. Talese en 2010 cuando la editorial Alfaguara publicó la antología Retratos y encuentros. Después la editorial Debate reeditó La mujer de tu prójimo y enseguida salieron a la venta Honrarás a tu padreVida de un escritor. Ahora el viejo del Nuevo Periodismo vuelve a las librerías hispanas con El silencio del héroe, un conjunto de relatos sobre los triunfos y derrotas de los protagonistas del deporte. En mayo de 2011 llegó a Madrid para seducir no sólo a los aprendices de periodista y a los periodistas, sino a buena parte de los lectores de Non-fiction. Entonces me di cuenta de que el hombre más elegante del periodismo tomaba notas en unos pedazos de cartón y no en una libreta tipo moleskine. Resulta que corta las tiras que el personal de la tintorería introduce en sus camisas para mantenerlas sin arrugas y guarda los trozos en el bolsillo interior de su saco. Tiene una letra pequeña y apretada. Apunta casi todo lo que ve y escucha. Siempre. El día de nuestro encuentro, por ejemplo, estaba haciendo una lista de los reporteros que habíamos ido a hablar con él en la terraza del restaurante del Hotel Intercontinental de Madrid, un lujoso y antiguo palacio de siete pisos, en el Paseo de la Castellana, la céntrica avenida de la capital española que parece calcada del Paseo de la Reforma de la ciudad de México.
Era una mañana soleada y estábamos en uno de esos típicos “maratones de entrevistas” que las editoriales organizan para sus autores con el objetivo de promocionar un libro. Gay Talese recibía uno tras otro a los representantes de los medios de información. Se notaba su  experiencia en eso. Es toda una celebridad. Un icono del periodismo mundial. Y lo sabe y lo tiene perfectamente interiorizado. “Encantado, Mr. Talese”, le dicían una y otra vez. Y él esperaba las preguntas con una sonrisa amable. Vestía un traje gris de tres piezas hecho a la medida, camisa de cuello blanco, corbata dorada bien anudada que sobresalía de su chaleco ajustado, pañuelo de seda color vino, como sus zapatos, sombrero color marfil que cubre sus canas y un Cartier de oro y números romanos en la muñeca izquierda. Todo un dandi.

Cuarenta años atrás, Gay Talese quiso conocer realmente a la Mafia. Cubría para The New York Times el caso de los Bonanno, una de las cinco familias más poderosas del crimen organizado en Estados Unidos. Habían secuestrado a Joseph Bonanno y pronto la policía neoyorquina dijo que el patriarca estaba muerto. Un año después, sin embargo, Bonanno reapareció de forma misteriosa desatando una sangrienta disputa entre familias mafiosas.
Talese se puso al tanto de la investigación y un día en los juzgados vio a Bill Bonanno, el hijo del famoso jefe, hablando con un abogado. Se acercó a ellos con una curiosidad impulsiva. “Sí –les dijo-, soy periodista, pero no les voy a hacer preguntas. Sólo quiero que me escuchen un minuto y enseguida me voy.” Se dirigió a Bill: “algún día quiero escribir sobre ti. Me gustaría saber cómo eras cuando eras más joven. Mira: dentro de muchos años, cuando mueras, sólo quedará la información estereotipada que ha dado la prensa sobre ti y sobre tu familia. Así que nadie te conocerá realmente. Por eso, algún día, me gustaría conocerte. No quiero saber si has matado a alguien, para eso está el FBI. Quiero saber cómo eres como persona.”
Durante un año, Talese llamó varias veces al abogado de la familia con la esperanza de lograr un encuentro con Bill. “Eres un pesado. Está bien, cenaremos contigo”, le respondió después de tanta insistencia. Fueron a un restaurante cerca de la sede de la ONU, en Nueva York, y el principal tema durante la conversación fue la familia.
Una semana más tarde, Bill Bonanno, su esposa y sus hijos fueron a cenar a la casa de Gay Talese. “Mi mujer preparó una cena espléndida. A mi hija, que entonces tenía dos años, le llevaron un paquete grande. Era un carrusel con caballitos que subían y bajaban al ritmo de una música… de… mafia: “love mystic the world.”
Un día después de nuestra entrevista, el escritor Juan Cruz, ante un abarrotado Salón de Actos de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, le preguntó a Talese: “¿cómo le dices a tu mujer: un gánster va a venir a cenar a casa?” Y la respuesta fue inmediata y con la mayor naturalidad: “mi esposa es editora, le interesa la escritura y el poder del lenguaje. Tiene la curiosidad que yo también tengo. Así que tener a un gánster en la casa era tener a un invitado más. Cuando hice La mujer de tu prójimo también llevé gente a casa: gente obscena, actores porno… El secreto está en no definirlos antes de conocerlos y en darles la oportunidad de que se expliquen. Nada más.”
Pues bien, pasaron tres años luego de aquella cena, tiempo en que el periodista y el mafioso siguieron frecuentándose, y Bill Bonanno fue acusado de fraude fiscal. “Era muy probable que lo encerraran cuatro años. Le dije que eso era mucho tiempo, que teníamos que hablar. Y charlamos durante varios meses. Comencé a tomar notas. Y realmente comencé a conocerlo. Sin prejuicios, que es lo que debemos hacer los periodistas cuando nos acercamos a alguien.”
“Mira –dijo Mr. Talese levantando el dedo índice, convirtiendo la charla en una lección-: no sé si en las escuelas de periodismo enseñen esto. Pero si eres una persona joven y quieres seguir esta carrera, debes saber que harás algo de mucho valor: ampliar el conocimiento de nuestra sociedad. Y para ello debemos tener curiosidad por la verdad. En realidad nunca conseguiremos la verdad absoluta, pero sí que los demás nos digan cómo ven y cómo viven el mundo. Los mafiosos también son personas. Y tenemos la obligación de acercarnos a ellos sin prejuicios, sin estar predispuestos, así sean asesinos o terroristas. Son personas que tienen zonas marginales o grises con razones para comportarse así. Para matar, por ejemplo. Y nosotros debemos conocer esas razones. Comprenderlas. Por eso, muchas veces, lo que uno escribe es todo un reto. Porque darle voz a los delincuentes no está bien visto.”
Talese se infiltró en la intimidad de los Bonanno durante seis años y descubrió que “la Mafia es un puñado de gente atrapada en las tradiciones. En los 50 y 60 los mafiosos aparecían en la prensa, pero yo me preguntaba qué era lo que hacían cuando no estaban disparando. Y me propuse humanizar a este tipo de gente. Hoy se podría hacer otro libro sobre la mafia con la familia de Mubarak, en Egipto. O de Gadafi, en Libia, porque él también esconde una gran historia: un hombre lleva 40 años en el poder manteniendo estrechas relaciones con varios países y en dos años todo cambia. Es el mismo hombre, pero hoy se le ve de manera distinta. ¿Por qué?”

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Historia de un irreverente

Por: | 22 de abril de 2013

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Michael Moore era un adolescente de 14 años cuando recibió “una llamada.” Se lo dijo a sus padres y se dispuso a irse de casa. Si no intentaron retenerlo fue porque toda la familia consideraba un gran honor que uno de sus miembros hubiera recibido “esa llamada.” Así que el chico hizo una pequeña maleta, se despidió de sus hermanas, subió al coche de papá y mientras avanzaba veía con especial atención las casas y las calles del barrio donde nació y creció, como si la nostalgia lo invadiera. Era 1968, miles de jóvenes tomaban las calles de París, Chicago o México, pero Michael Moore se dirigía al Seminario porque quería ser sacerdote.
El que más tarde se convertiría en uno de los cineastas más irreverentes, comprometidos y provocadores, había nacido en una familia católica y devota de clase media, en Flint, Michigan, que no estaba dispuesta a interponerse entre el Espíritu Santo y su hijo. Y Mike, buen muchacho, educado en colegio de monjas, estaba dispuesto a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, rezar, pasar largos periodos de silencio, estudiar arduamente y cumplir castigos severos por desobedecer alguna norma. Pero sus dos compañeros de habitación se interpondrían en su camino.
Eran dos compañeros que no querían ser sacerdotes. Estaban ahí porque sus padres los habían obligado con la esperanza de que “se enderezaran.” Pero ellos preferían las chicas, las fiestas, fumar, decorar el baño con pósters de Playboy y escaparse del Seminario. Cuando se enteraron de que Mike tenía el firme y serio propósito de ser un gran religioso, no dudaron en burlarse de él e intentar destruir su vocación con bromas pesadas. No contaban con que lo que realmente apartaría a Michael Moore de la vida monacal serían las constantes e incómodas preguntas que lanzaba a sus profesores: “si Jesús era judío, ¿de dónde salió la Iglesia Católica? ¿Qué lección hemos de sacar de cuando Jesús aporreó a los tipos que prestaban dinero en el Templo? Si Jesús estuviera aquí y ahora, ¿enviaría soldados a Vietnam? En la Biblia no se menciona a Jesús cuando tenía entre doce y treinta años, ¿qué hizo durante ese tiempo? Yo tengo algunas teorías…”
Por eso el director quiso hablar con él:
—Lo mejor es que no vuelvas el año que viene.
—Pues yo ya tenía planeado irme, iba a decírselo. Así que no me echa. ¡Me voy! Pero, ¿por qué me pide que no vuelva?
—Es sencillo: ofendes a los demás chicos haciendo demasiadas preguntas. Siempre estás: “por qué, para qué.” Puedes aceptar las cosas o no. No hay término medio. La verdad es que no funcionarías como sacerdote.
No funcionó y se fue a una secundaria pública. Un día iba a comprar una bolsa de Ruffles y se fijo en un letrero: “Concurso de discursos sobre la vida de Abraham Lincoln.” Participó y ganó. Sus contrincantes se centraron en alabar a Lincoln, en cómo ganó la guerra de Secesión. Él, en cambio, habló sobre las prácticas segregacionistas, sobre la discriminación por cuestión de raza. Y a partir de entonces no dejaría de ocuparse de temas polémicos. Primero en un periódico y luego en sus películas.
Michael Moore cuenta anécdotas como estas en Cuidado conmigo (Ediciones B, 2012), una serie de relatos autobiográficos que, después de su éxito en inglés, se publican ahora en español. Son 500 páginas con los acontecimientos que marcaron su infancia y juventud. Están su familia y sus amigos. Está su ciudad y su estado natal. Está el perfil de su país bajo su mirada singular. Y están, sobre todo, los hechos que lo impulsaron a dedicarse al cine con un estilo propio. ImagesCAXO1C4O
El libro comienza con el Epílogo. Cuenta el acoso, las amenazas y las intimidaciones que sufrió después de aquel discurso que pronunció la noche del 23 de marzo de 2003, cuando ganó el Oscar al mejor documental por  Bowling for Columbine:
—Vivimos en un momento en que tenemos resultados electorales ficticios [en referencia al cuestionado triunfo de George W. Bush]. Vivimos en un momento en que tenemos a un hombre que nos envía a la guerra [en Irak] por razones ficticias. ¡Qué vergüenza, señor Bush! ¡Qué vergüenza!
Se desataron los abucheos, comenzó a sonar la música y él tuvo que abandonar el escenario. Era un momento en que la mayoría de los estadounidenses estaban convencidos de que su presidente tenía razón al atacar Irak porque era un país que representaba una “amenaza para la seguridad internacional” con sus “armas de destrucción masiva.” ¿Cómo se atrevía Michael Moore a cuestionar algo así? ¿No era “un patriota”?
Al llegar a Michigan vio montones de estiércol de caballo en la puerta de su casa y varios carteles: “lárgate”, “basura comunista”, “traidor.” Empezó a recibir decenas de cartas y llamadas telefónicas llenas de insultos. Y amenazas de muerte. Los guardaespaldas comenzaron a acompañarlo a todas partes para defenderlo de “posibles atentados” (que los hubo). Pero el tiempo le daría la razón: Bush atacó Irak basado en mentiras y con la complicidad inicial de buena aparte de los medios de información: no había “armas de destrucción masiva” en Irak.
En ese contexto, parecía que Bush no tendría fácil la reelección. Y en 2004 Moore quiso contribuir a ello con Farenheit 9/11, recordando las irregularidades de las elecciones del año 2000 y la relación de la familia del presidente con la familia real saudí y la de Osama Bin Laden y la construcción de mentiras y los motivos financieros para invadir Irak y la falta de autocrítica de la sociedad estadounidense.
La película obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes, un éxito en taquilla sin precedentes para un documental, la aclamación internacional pero, también (de nuevo) el feroz señalamiento: “Michael Moore odia América.” Finalmente Bush fue reelecto y, de 2005 a 2007, el cineasta dejó de hacer apariciones públicas.
No es que hubiera “tirado la toalla.” Estaba buscando nuevos asuntos para llevarlos sin ficción a la pantalla. No quería, simplemente, ser el “listillo” que “lleva la contraria”, como algunos también lo han calificado. Aunque esto, reconoce en el libro, no está muy alejado de la realidad. Por ejemplo: cuando era un bebé gateaba hacia atrás, “como si tuviera ojos en la aparte de atrás del pañal”, en dirección contraria a todos los nenes.
Su madre le enseñó a leer cuando él acababa de cumplir cuatro años. Juntos descifraban el periódico. Luego iba a la biblioteca y se llevaba varios libros a casa. Al llegar al primer año de primaria, las monjas le dijeron que lo pasarían a segundo pues ya sabía lo que le iban a enseñar. Su madre dijo que no.
Su abuela le decía que la familia no tenía joyas, pero tenía historias. Le contaba, por ejemplo, la de sus antepasados del siglo XIX que formaron parte de los primeros colonos de Michigan, de cómo cooperaban con los indios y de lo orgullosos que se sentían porque nunca empuñaron armas.
Michael Moore era un niño apasionado de la historia y la política. Cuenta que un día, cuando su madre lo llevó a conocer el Capitolio de Washington, se perdió entre los pasillos del edificio y recibió la ayuda de un joven senador. Era Robert Francis Kennedy. Cuenta también uno de los momentos difíciles de su vida: cuando murió su madre. Un día se puso muy enferma y Moore dudó en llevarla al “hospital más cercano” o al “mejor hospital.” Eligió la primera opción y… no había suficiente personal médico ni bien capacitado ni el equipo técnico necesario. La señora murió al día siguiente y la tristeza y la culpa no dejan de asaltar al también autor de Estúpidos hombres blancos.
Recuerda cómo se enfrentó con timidez a sus primeras citas de amor, la idea de escapar a Canadá para evitar que el ejercito lo llamara para participar en la guerra de Vietnam (a su padre lo llamaron para ir a la Segunda Guerra Mundial y estuvo a punto de morir y él no quería pasar por lo mismo), para qué servía ser parte del consejo Educativo de su Escuela y defender los derechos de los estudiantes y cómo intentó ayudar a su mejor amiga para que abortara, pues a pesar ser un católico practicante consideraba que “un óvulo fecundado no es un ser humano. La vida comienza fuera del útero.” Michael-moore-216x300

Pero la etapa de su vida que sentaría las bases para su posterior éxito profesional serían sus años de periodista. En 1976, junto con un grupo de amigos, fundó el periódico Flint Voice. Se dedicaban, principalmente, a hacer reportajes de denuncia acerca de los abusos de políticos y empresarios. A principios de los 80 del siglo pasado viajó a Acapulco para colarse en una serie de reuniones en donde varios magnates estadounidenses se planteaban cómo trasladar sus compañías a México con el fin de abaratar costos. Una de esas compañías era General Motors.
La fábrica de General Motors era el principal sostén económico de una pequeña ciudad como Flint, donde había nacido y crecido Michael Moore. Poco tiempo después, con este antecedente, haría su primera película. Ya no tenía trabajo, había cerrado su periódico y pensó que sería buena llevar a la pantalla el caso de cómo Flint y su industria languidecían. Moore había visto cientos de películas, hacía un profundo análisis argumental y técnico de las que más le gustaban, pero nunca había estudiado cine y mucho menos había intentado hacer una. Así que recurrió a Kevin Rafferty, director de documentales como The atomic cafe.
El 6 de noviembre de 1986, Roger B. Smith, director general de General Motors, anunció el cierre de once de sus fábricas, entre ellas la de Flint, Michigan. Eso significaba que echaría a la calle a 10 mil personas tan sólo en esa ciudad. Era como destruirla porque la gente tendría que irse a buscar trabajo a otra parte. Y eso merecía una película. Moore fue a Nueva York para hablar con Kevin Refferty, recibió las mejores lecciones de cine y, sobre todo, la ayuda para filmar y editar lo que más tarde sería Roger y yo, el primer film de Moore. En ese momento no lo sabía, pero su amigo Kevin era sobrino de George Bush padre. “Mi madre y Bárbara Bush son hermanas”, le dijo después para confirmarle que al destino le gustan este tipo de ironías: su principal maestro era parte de la familia del presidente que en el siglo XXI sería objeto de su producción cinematográfica. Porque a partir de entonces, Michael Moore, ataviado con su gorra, sus lentes, su pantalón de mezclilla, sus tenis y su chamarra (el look de un “niño grandote”) se dedicaría a ir con su cámara por los centros neurálgicos de la sociedad estadounidense para hacer preguntas incómodas. Como las que hacía en el Seminario cuando quería ser sacerdote. Michael-moore-61011

La diva de la justicia

Por: | 15 de abril de 2013

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Porque ella es “la titular”, Mercedes Alaya volvió al Juzgado de Instrucción Número 6 de Sevilla después de casi medio año de baja médica. A las 10:45 de la mañana del pasado martes cinco de marzo se bajó de un taxi y, mientras con una mano arrastraba su inseparable maleta “trolley” y con la otra sostenía su bolso, abrigo y paraguas, una decena de cámaras enfocaban su andar seguro, su melena al viento y su mirada altiva. Vestía una falda en tonos gris, una escotada blusa blanca y una rebeca verde. No dijo nada, pero sus gestos lo decían todo:
—¡Aquí estoy otra vez! Y vengo a hacerme cargo de lo que me corresponde.
Acababa de recuperarse de los intensos dolores (“como descargas eléctricas”) que, de pronto, comenzaron a sacudirle la cara. “Una neuralgia del trígemino”, diagnosticó su médico. Quizá todo se debía a sus intensas y estresantes jornadas de trabajo. Dicen que llegaba a permanecer en el juzgado hasta 24 horas continuas revisando miles de folios, dictando órdenes de registro, detenciones, diligencias y citaciones, interrogando a imputados, redactando autos de prisión o de libertad… con un sándwich como único alimento.
Tres serios casos la absorbían tanto: las irregularidades en la venta de suelo y delito societario en Mercasevilla, la acusación contra Manuel Ruiz de Lopera por delito societario y apropiación indebida durante su gestión al frente del equipo de futbol Real Betis y los fraudulentos expedientes de regulación de empleo (ERE) de la Junta de Andalucía. Pero este último asunto es el que ha captado la atención mediática y, en consecuencia, ha elevado a la juez al estrellato. Ansiosos por sustituir al caído Baltasar Garzón, los reporteros se fijan todos los días en la delgada y atractiva figura de Mercedes Alaya (aunque nunca les de alguna declaración).
Mercedes Carmen Alaya Rodríguez cumplirá 50 años el próximo 20 de junio. Es madre de cuatro hijos. El primero lo tuvo a los 20 años de edad y lo crío mientras terminaba la carrera de Derecho y preparaba unas oposiciones. Antes de llegar al de Sevilla, estuvo en los juzgados de Carmona y Fuengirola. A todos sus compañeros de trabajo los trata de usted (aunque los conozca desde hace años). Está casada con Jorge Castro, un distinguido auditor sevillano. Su “look judicial” se basa en los catálogos de la ropa de Mango o de El Corte Inglés. Siempre faldas, vestidos y blusas. Casi nunca pantalones. Poco maquillaje. Zapatos de tacón medio. Permanece alejada de lo que se conoce como “la típica sevillana”: no tiene vida social, no va a las procesiones de Semana Santa ni a la Feria de Abril. De su casa al juzgado y del juzgado a su casa. Siempre en taxi. En Facebook tiene un club de fans que ya supera los 17.000 miembros, quienes no dejan de darle ánimo a Su Señoría (“¡ole tus cojones!”, “¡a por ellos!”). En todos lados desata una avalancha de calificativos: guapa, lista, seria, fría, tímida, recia, altiva, elegante, enigmática, perseverante, controvertida, reservada… Y dos interrogantes: ¿por qué nunca sonríe?, ¿es consciente del misterio que destila y que la convierte en “La diva de la justicia”? 
Ante su baja médica fueron necesarios dos magistrados para sustituirla: Rosa Curra y Rogelio Reyes. Pero al recuperarse y volver al juzgado aquel martes cinco de marzo, Alaya puso orden: le dijo adiós a Curra y disminuyó las competencias de Reyes. Porque por eso estuvo armando durante cuatro años el macroproceso que sacudiría al treintañero régimen socialista andaluz (y a España entera que últimamente parece estar llena de corruptos). Porque ella es “la titular”, dijo. Y volvió a hacerse cargo de todo. Sólo a las 10 de la noche hizo una pausa para tomar un café de máquina. Cuatro horas después, a las dos de la madrugada, salió del juzgado con parsimonia y aplomo, después de 13 horas de trabajo continuo. Con dos tacones. Juez-Mercedes-Alaya_TINIMA20130322_0019_20

 

La mexicanísima India María

Por: | 07 de abril de 2013

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Cuando María Nicolasa Cruz salió de San José de los Burros para irse a la capital, su madre la abrazó con lágrimas en los ojos, le acarició las trenzas, la bendijo y le soltó:
-No te digo que me escribas, mijita, porque no sabes. Y si supieras, pus pa qué, si yo no sé ler.
María asintió con la cabeza y la mirada vidriosa, cogió su único equipaje (una caja de cartón) y subió a un autobús desvencijado que la llevó a la monstruosa y fascinante ciudad de México. Tenía un plan: al llegar preguntaría al primero que le pasara por enfrente dónde necesitaban una sirvienta y enseguida se iría a una mansión y ahí permanecería de interna.
Era ingenua, sí. Pero también muy pícara y astuta.
No encontró trabajo, pero sí a otras Marías que, como ella, habían emigrado del campo a la ciudad y sobrevivían vendiendo naranjas en los semáforos de las grandes avenidas y comiendo tacos de chile jalapeño. Pronto aprendió a “torear” los coches y hasta subirse a ese “gusano naranja”, conocido como “el metro.” Y entonces comenzó a protagonizar una serie de aventuras y situaciones absurdas que, aderezadas de “humor blanco”, llenaban las salas de cine.
Las enaguas y el ingenio de La mexicanísima India María convocaban a las familias de México (y poco después de América Latina) para ver los golpes, las caídas, los bailes y los juegos verbales que intentaban reflejar las peripecias de las indígenas recién llegadas a la gran city. Y durante más de 40 años, el público se ha reído a expensas de la rancherita folklórica.
La India María es la actriz María Elena Velasco Fregoso. Nació en 1940 y comenzó a encasillarse en ese personaje en 1968. Actuaba en el Teatro Blanquita de México DF a lado de los grandes humoristas de la época. Una noche no tuvo más remedio que improvisar a una indígena astuta que le siguiera la corriente al cómico principal de la función. Al público le gustó su interpretación y del teatro saltó al cine. Primero con pequeñas participaciones y luego estelarizando grandes producciones populares. De 1972 a 2012 ha estrenado 17 largometrajes con títulos como Tonta tonta, pero no tanto; Pobre, pero honrada; Duro pero seguro; El que no corre… vuela; OK, míster Pancho y La hija de Moctezuma.
Si Cantinflas era el señor de la comedia mexicana, La India María es la reina del humor blanco.
En las pantallas ha sido luchadora, torera, motociclista, política, monja… honrada, generosa y trabajadora… pobre y discriminada… rebelde y divertida.
Su éxito no puede disociarse de la televisión. En la década de los 70 del siglo empezó a participar en Siempre en domingo, la exitosa revista musical de Televisa, interactuando durante algunos minutos con Raúl Velasco, el presentador. Luego, en 1997 tuvo su propia serie: Ay, María qué puntería, también en Televisa. Y este 2013, su famoso y viejo personaje está, por primera vez, en una telenovela (Corazón indomable).
Pero su trascendencia reside en la crítica social que ha hecho a través de sus interpretaciones: evidenciando la actitud de la gente ante los indígenas que llegan a las ciudades o lanzando pedradas a los políticos: "a ver si ya se dan cuenta de las necesidades de la gente, porque ya estamos cansados de tanto lingui-lingui, lingui-lilingui.” 

El País

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