Mario Muchnik está sentado en un sillón de la sala de su casa, en un onceavo piso, frente a un enorme ventanal que permite tener bien iluminada toda la habitación. Las paredes son blancas y sobre las paredes hay cuadros de Nicole Thibon, su esposa. Al fondo abundan los libros. Y más allá también. Son los que él ha editado a lo largo de su “accidentada carrera editorial” y los que ha leído por gusto y necesidad. Además, hay discos. Documentos. Un archivo fotográfico.
Aquí Muchnik se despierta, desayuna, lee, echa una siesta, lee, come, lee, otra siesta, lee. “Ahora mis días son todos igualitos: con mucha pereza, la siesta es larga, je je.” Las horas van pasando y él no quiere dejar de leer. Libros, revistas literarias, pruebas de imprenta. Algún periódico: “es que el periodismo está muy mal. A veces es como si uno no leyera nada. No tiene sentido.” Habla con abundancia mezclando el acento argentino y español. Hoy viste camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino, zapatos negros. Es un hombre grueso, barba y pelo blanco y ralo. Un poco colorado. Está consciente de que es prácticamente el último editor. De los tradicionales, de los que anteponen la calidad literaria al marketing, de los que mantienen una estrecha relación con sus autores, de los que en la actualidad, en plena “revolución tecnológica que amenaza al papel”, siguen haciendo un libro a la manera de los artesanos: con mucha paciencia y sumo cuidado. Así que por eso y porque tiene 80 años lanza una advertencia:
—Podemos estar aquí hasta la media noche, ¿eh? Has venido a verme en una época en la que tengo más amigos muertos que vivos. Y mil anécdotas. Pero esto es normal, según me dicen los mayores.
Muchnik suspira. Y ríe. Ríe hasta con los ojos.
*
El teléfono sonó a la una de la tarde del 15 de octubre de 1981, cuando Mario Muchnik y su secretaria revisaban la traducción de un libro. El editor contestó e inmediatamente recibió una descarga emocional de su interlocutor:
—¡Pibe! ¡La radio! ¡Canetti, permio Nobel!
Una dolorosa secreción de adrenalina se apoderó de los riñones de Muchnik. Pero eso no le impidió saltar de alegría. “Porque era lo que correspondía. Porque éramos lo bastante jóvenes como para permitirnos eso”, recuerda ahora.
El Premio Nobel de Literatura para uno de los autores que editaba era el gran espaldarazo que su editorial requería.
Para entonces ya hacía más de un lustro de que había fundado Muchnik Editores. Su padre, Jacobo Muchnik (1907-1995), era hijo de unos exiliados rusos que se establecieron en Buenos Aires, donde él se hizo editor. Organizaba reuniones en su casa a las que acudían escritores como Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Mario Muchnik era entonces “un chaval” y comenzaba así a adentrarse en el mundo de las letras. No obstante, el día que tuvo que elegir una carrera universitaria se decidió por la Física. Estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Después trabajó en el Instituto de Física Nuclear de Roma. Y hasta descubrió una partícula: la antisigma+ (“sin ninguna trascendencia”). Luego se fue una temporada a Londres, donde comenzó a inmiscuirse en las labores editoriales, y llegó a París en el mítico 1968. Entonces fue contratado por la editorial de Robert Laffont. Fueron cuatro años en los que aprendió lo que se hace en todas las áreas de una empresa editorial: producción, corrección, ventas, publicidad. Esa fue su escuela. Su “Universidad de la Edición.” Así que con eso y con lo que también aprendió de su padre se animó a ser editor independiente. “El primer paso para una aventura de este tipo es conseguir financiación ajena y un buen distribuidor.”
Lo consiguió y puso en marcha su propia firma en Barcelona. El primer libro que publicó Muchnik Editores fue Y otros poemas, de Jorge Guillén. “El libro lo iba a hacer un editor mexicano que se llamaba Joaquín Diez Canedo, de la editorial Joaquín Mortíz, de México. Lo iban a hacer ellos, pero Jorge Guillén quería que el libro apareciera cuando él tuviera 80 años, antes de cumplir 81. Él cumplió 81 en enero del 73. Se hizo la fiesta en la casa de mi padre en Niza, Italia, y Joaquín Mortiz todavía no había publicado nada. Pedimos el libro y el original nos los trajeron de México. Jorge lo revisó, fotocopiamos y lo enviamos a Buenos Aires para que se imprimiera. Y debe estar por aquí…”
Mario Muchnik se levanta de su sillón y en unos instantes vuelve con el libro en la mano. Es gordo, beis, únicamente con el título en la portada, Y otros poemas, en mayúsculas negras. “Está dedicado. O sea: es un libro muy valioso. Por ser el primero de mi editorial y por ser de él. Míratelo un momento. Mientras, bajo el toldo. Porque la luz que entra por la ventana me deslumbra. Así tendremos un aire mediterráneo.” Y sonríe.
La dedicatoria dice:
A Mario Muchnik
deseándole
las mejores aventuras
personales y editoriales
muy cordialmente
su amigo
Jorge Guillén
Cambridge, 27 de abril -1974.
Mario Muchnik vuelve a sentarse: “Guillén pensaba que ese iba a ser su último libro, porque ya cumplía 80 y se sentía muy viejo. Por eso se llama Y otros poemas. Porque Guillén quería que fuera algo así como en las biografías: “escribió tal y tal. Y otros poemas.” Pero vivió más. Todavía hizo otro libro que se llamó Final. Claro, porque ya no sabía cómo llamarlo.”
Lo que Muchnik tampoco sabía cómo llamar era la noticia del Nobel para Elías Canetti. ¿Suerte? ¿Consecuencia del buen olfato de editor? “No lo conocía a Canetti. Yo no tenía una cultura literaria cuando empecé en esto. Mi cultura literaria empezó con la editorial. Porque tenía que leer cosas para publicar. Un amigo americano, músico, me recomendó un libro de Canetti: Masa y poder. Lo leí en una semana. Es denso, pero lo leí en una semana. Me gustó. Luego leí Auto de fe, su única novela. Era cuando estaba a punto de crear mi editorial. Luego, ya con ella en marcha, uno de los primeros títulos que edité fue El otro proceso de Kafka. Yo no sabía que llegaría la aventura del Nobel. Pero llegó. En aquella época todavía los reyes de Suecia eran unos chavales. Y Canetti me contó que en el gran banquete del premio hubo una reunión previa y todos los comentarios eran sobre la belleza de la reina. Y sí, ¡era para enamorarse! “Si”, me dice Canetti, él era muy sentencioso. “Y lo más importante”, dice, “es que era plebeya.” Claro, ¡ella era más inteligente y más bella por ser plebeya!”
“Después”, continúa Mario Muchnik, “Canetti me muestra el Premio Nobel: una medalla en una caja negra acolchada. Me dice: “los del banco me proponen guardarla ellos.” Y hace un silencio. Y enseguida: “a usted ¿qué le parece? Yo tengo mis reparos, pero dicen que es más seguro.” Y yo le digo: más seguro, seguro que es. Y él: “¡qué bonita frase! Bueno, yo les voy a decir que usted me autorizó.” Es que para él esa medalla no era su gran tesoro. Su gran tesoro me lo mostró: los papeles. Abrió un mueble en donde había, no quiero exagerar, pero quizá eran unas diez mil páginas. Unas pilas enormes de papel. Eran los originales de lo que había mandado a imprenta. Pero lo que no había envidado era mucho más. Era impresionante ver la obra de ese hombre. ¡Tantos papeles escritos no he visto en ninguna parte! Él escribía a mano, con lápiz. Eso lo mandaba al editor. El editor ponía a unas secretarias a mecanografiarlo. Luego Canneti corregía y, finalmente, se tenía la versión definitiva. Era el duplicado del original lo que él guardaba.”
El calendario de 1981 estaba por expirar y Muchnik Editores ya había reimpreso los cuatro libros de Canetti que tenía en su catálogo con la leyenda “Premio Nobel de Literatura 1981” en las portadas. “Le llevé unos ejemplares. Y me dice: “ah, ¿cómo logró usted esto? Estamos en diciembre de 81 y usted ya tiene estos libros con la leyenda del Premio. ¿Cómo?” Abre el libro y dice: “veo que ha cambiado la calidad del papel.” Y le digo: veo que tiene usted mucha sensibilidad para eso, para el papel. Y él: “me gustan mucho los papeles. Pero, vamos a ver, los franceses son mis peores editores.” ¿Por? “Se equivocan, siempre se equivocan.” ¿Por ejemplo? “Mire: en la página cuatro de este, ponen una palabra que yo no uso.” Y yo, discretamente, miro el que edité, a ver si no cometí la misma metedura de pata. Y él dice: “pero el suyo está bien. No se preocupe.” ¡Uf, qué alivio!” CONTINUÁRÁ...
Hay 1 Comentarios
¿Piso "onceavo"? Sí que eres "escribidor", sí,
Publicado por: José Ramón | 16/07/2013 0:43:53