Periodista en Serie

Sobre el blog

Las “víctimas” de un periodista en serie son muchas y constantes. No tiene relación con ellas. Las elige al azar y sin que tengan conexión unas con otras, en un área geográfica determinada, como Iberoamérica. Les arrebata su historia y la hace pública sin ningún pudor. No planea “entregarse” ni realizar “ataques suicidas.” Este blog es su particular SALA DE RETRATOS. Pasen y lean.

Sobre el autor

Víctor Núñez Jaime es un escribidor de historias. Estudió periodismo y literatura hispanoamericana. Sabe que el periodismo es más de nalgas que de cabeza, porque hay que estar sentado durante largos ratos escribiendo, corrigiendo... Es autor de tres libros: Un periodista ante el espejo, Los que llegan. Crónicas sobre la migración global en México y Una cabrona de Tepito. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo Cultural (México) y el Premio a la Excelencia Periodística de la sociedad Interamericana de Prensa. Con libreta y pluma en mano, sale a por las historias. Contrasta estadísticas con los testimonios de la gente. Visita a los escritores y periodistas de renombre. Está obsesionado con el buen uso del idioma español. Le apasiona leer y estudiar. Devora libros. Él es lo que ha leído. Y también lo que ha escrito.

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Ricardo Salazar, fotógrafo de escritores (I)

Por: | 26 de agosto de 2013

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Con su cámara Roliflex al hombro, Ricardo Salazar asistió a una comida ofrecida por el periódico mexicano Novedades a sus colaboradores. Era la época de esplendor del suplemento México en la Cultura. Los contertulios estaban reunidos en un hotel del centro de la ciudad de México. De pronto, alguien le avisó a Salazar que entre los presentes se encontraba el escritor Gabriel Zaid (a quien no le gusta ser fotografiado), pero estaba a punto de retirarse. Mientras Zaid se despedía de sus compañeros, Salazar se adelantó a la salida. Entonces, al pie de unas escaleras, cuidándose de no ser visto, el fotógrafo disparó su cámara. El clic pasó desapercibido y se obtuvo así una de las poquísimas imágenes del poeta y devastador ensayista cultural. Al otro día, la foto se publicó.
Poco tiempo después, en la entrada de El Colegio Nacional, en el centro de la capital mexicana, Zaid se encontró a Salazar y, enojado, casi a gritos, le reclamó por la fotografía que le había tomado en aquella ocasión. “Supuse que comenzarían los golpes y tendría que defenderme”, recordaría muchos años después Ricardo Salazar. Pero en ese momento, el ascensor se abrió y de él salieron cinco escritores muy amigos de Salazar, entre ellos Salvador Elizondo, y lo saludaron efusivamente. Al darse cuenta de esto, el autor de Cómo leer en bicicleta desvaneció su coraje.
Para ese entonces, Ricardo Salazar ya había elaborado parte (quizá de manera inconsciente) de su crónica gráfica del acontecer cultural y en especial de la vida literaria del México contemporáneo. Desde mediados de los años 50 del siglo pasado, en la Revista de la Universidad de México, “Emmanuel Carballo le pedía fotografías de los escritores y artistas de diversas generaciones, de hacedores de la cultura mexicana en pie, desde los más viejos hasta los más jóvenes, y de este y el otro sexo y el de más allá, y ya fuesen escritores o pintores o escultores o músicos o científicos o ya intelectuales inclasificables, etcétera, y Ricardo Salazar salía disparando a todos los puntos cardinales y a todos los domicilios de la ciudad, y a las salas de conferencias, de exposiciones, de cócteles, y a los cafés y a los bares y las cantinas y los restaurantes y las calles y las plazas, etc., para disparar con la cámara a los susodichos, fotografiándolos…Y esa ha sido la historia de Ricardo Salazar, una historia indisolublemente ligada a la historia de las figuras, las figurillas, los figurines y los desfiguros de la vidita cultural del país”, escribió José de la Colina en noviembre de 2003, dos años y medio antes de la muerte del fotógrafo.
En Jalisco (occidente de México), su estado natal, Ricardo Salazar Ahumada había estudiado algunos cursos de fotografía después de trabajar durante varios años como carpintero. También leía y repasaba libros y revistas de reproducción de imágenes. Sus técnicas fotográficas las había perfeccionado gracias a las enseñanzas de sus principales maestros: Silverio Orozco y Rodolfo Moreno.
En Guadalajara, Salazar era uno de los habituales en las tertulias del Café Apolo en donde se reunían escritores y artistas, entonces noveles, que hacían la revista Ariel, entre ellos Alfredo Leal Cortés (novio de Pina, hermana de Ricardo) y el escritor Emmanuel Carballo. Cuenta éste último que en aquel entonces a Salazar lo apodaban Lolito, “ya que sus fotos en algo nos recordaban a las de Lola Álvarez Bravo, excelente fotógrafa y amiga y la única influencia realmente importante en la vida profesional de Ricardo”.
En los inicios de 1953, Salazar se trasladó a la ciudad de México. Carballo cuenta ahora con precisión el por qué de ese viaje: “en 1953, en Guadalajara, Ricardo Salazar violó a una muchacha y la embarazó. Entonces fue a platicar conmigo y yo le ayudé a que cometiera una vileza y se viniera a vivir a la ciudad de México. Pocos meses después, yo también me fui a la ciudad con una beca del Centro Mexicano de Escritores. Pronto trabajé en Difusión Cultural de la UNAM y llamé a Ricardo para que fuera nuestro fotógrafo.”
Las órdenes de trabajo de Salazar consistían en retratar a escritores, ya fueran jóvenes principiantes o consagrados. Además de seguir los lineamientos de Carballo, Jaime García Terrés, entonces al frente de Difusión Cultural de la Universidad, le encargaba registrar la efervescencia cultural cotidiana: el arte escénico universitario, montajes del grupo Poesía en Voz Alta, el grupo de Teatro de Arquitectura, los artistas que se presentaban en la Casa del Lago y, en general, la vida cotidiana de Ciudad Universitaria y otros recintos pertenecientes a la Máxima Casa de Estudios.
Además, recorría las salas de redacción de publicaciones como Novedades, Siempre! y años después Unomásuno y Vuelta. Y también se iba a esas otras “salas de redacción” que suelen llamarse bares y cantinas. Se reunía con sus amigos (Efraín Huerta, Jaime Sabines, Rubén Salazar Mallén, Jesús Arellano —quien le dedicó un poema: Barbas para desatar la lujuria—… entre muchos otros) en el Salón Palacio y otras cantinas por el rumbo de la calle capitalina Bucareli para departir con ellos y, al mismo tiempo, recoger con su cámara esas sesiones.
Pero también los escritores llegaban a su hogar. “Juan Rulfo y yo —dijo Salazar— fuimos muy buenos amigos. Seguido llegaba a mi casa, como a las dos o tres de la tarde y, como nos encantaba beber, nos poníamos hasta las chanclas con tequila. Algunas veces íbamos a una cantina en Avenida Chapultepec y Niza. Juan José Arreola fue otro de mis buenos cuates. Le tomé cantidad de fotos. Cuando el fue director de La casa del Lago, decía que yo era su fotógrafo de cabecera.”
RicardoSalazarAlto, flaco, barba de candado crecida, gafas grandes, pelo negro engominado, muchas veces de camisa y traje pero sin corbata, Salazar “fusilaba con la cámara” a sus personajes cada vez que se los encontraba. Precisamente, su cámara era una más de sus partes vivas. “Ricardo tenía una forma muy curiosa de fotografiar que no era sorprenderlo a uno, sino ponernos contra una pared y como si nos fusilara tomaba la foto”, recuerda José de la Colina.
Lola Álvarez Bravo había descrito la forma de trabajar de sus colegas, entre ellos Salazar, y de ella misma: “en el fotógrafo se desarrolla un tercer ojo que lo capta todo. El proceso es el siguiente: ve, recibe el impacto, pasa al cerebro, lo transmite a la mano y ésta a la cámara: entonces lo visto cobra vida.”
Y conforme pasó el tiempo, Salazar acumuló cientos de imágenes. Se trata de rostros de hombres y mujeres, quienes solos o integrados a un escenario o paisaje, expresan su soledad, su amor por el trabajo, su desconcierto, su esperanza, su amistad, su inteligencia o hasta sus deslices. De esta manera, quedaron congelados los rasgos, los gestos, las actitudes de los principales exponentes de la literatura mexicana. La cámara de Salazar aguardó, rastreó, descubrió los secretos de una figura o un rostro, hasta arrancarle su expresión más profunda.
Son fotos que constituyen lo inmediato y lo lejano de los personajes de la literatura mexicana, luces que iluminan un instante y lo aíslan antes de extraviarse en el caudal vertiginoso del tiempo. Varias de esas imágenes se han quedado para siempre en nuestra retina: Arreola frente al tablero de Ajedrez. Reyes en medio de su capilla alfonsina. Elena Garro bailando. Agustí Bartra en la salida del viejo edificio del Fondo de Cultura Económica. Elena Poniatowska sonriente a los 20 años de edad. Siqueiros en Cuernavaca poco después de salir de la cárcel. Max Aub frente a los micrófonos de la radio universitaria. El doctor Alt montando en un burro mientras observa los ríos de lava del volcán Pihuani, en Jalisco. Josué Ramírez, José de la Colina, Fernando García Ramírez y Noé Cárdenas frente al edificio del periódico Novedades. Carlos Valdés, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos y Juan García Ponce en el décimo piso de la torre de Rectoría…, por citar sólo unas cuantas.
Porque en el archivo de Ricardo Salazar también existen varios retratos de personajes como Octavio Paz, Nellie Campobello, Francisco Monterde, Eduardo Lizalde, José Luis Martínez, José Revueltas, Martín Luis Guzmán, José Vascocelos, Juan Rulfo, Juan Vicente Melo, Federico Campbell, Juan José Reyes, Carlos Fuentes, Inés Arredondo, Ramón Xiaru, Luis Buñuel, Celestino Gorostiza, Ricardo Yáñez, Elías Nandino, Diego Rivera, Carlos Monsiváis, Beatriz Espejo…Varias de esas series fotográficas, permiten ver cómo ha evolucionado la vida o la carrera de cada escritor. Salazar les tomó “la primera foto conocida”, “la foto de la suerte” o, de plano, “la foto clásica”. CONTINUARÁ...

Las razones de Ripstein (y II)

Por: | 19 de agosto de 2013

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“Rip.” Paz Alicia Garciadiego le dice a su compañero de vida y de trabajo “Rip.” Me contó que en el año 2000, después de realizar La Virgen de la Lujuria, le planteó a su esposo otra historia para filmar. Era el primer borrador de Las Razones del Corazón. Pero Arturo Ripstein le dijo que necesitaba un descanso, que luego leería su propuesta. Ese “luego” llegó hasta 2009 y la llevaron a cabo en 2010. 
Cuando Paz Alicia comienza a escribir un guión busca un equilibrio “entre lo que se quiere y lo que se puede y estructura la historia de manera progresiva. “Porque el final nos dice cómo armar la historia, a dónde queremos llegar. Se la cuento a varias personas y en el momento en que alguien me escucha con toda la atención del mundo sé que tengo una gran historia. La dejo reposar un mes y si, pasado ese tiempo, la sigo teniendo en la cabeza sé que voy a dar la vida para lograr filmarla. Entonces voy con Rip y se la cuento. Vemos todos los peros y las necesidades que puedan surgir, cuál es el tema fundamental que está detrás de esa historia, nos preguntamos si eso es lo que realmente queremos contar y comienzo a seleccionar y a ordenar escenas pensando en dos horas de pantalla. Este trabajo puede durar años, ¿eh? Así es el proceso.”
En el proceso de armar Las Razones del Corazón hubo un especial cuidado en los diálogos para que reflejaran reflexiones verosímiles. “Los diálogos de los personajes son concomitantes a los planos de Rip. Son planos con alas, porque la cámara se mueve, vuela. Yo, simplemente, trato de que las palabras acompañen a la cámara. Y desde hace más de diez años, cuando hicimos Así es la vida, trato de que los diálogos tengan el mayor ritmo y sonoridad posibles.”
Ese ritmo lo lleva Emilia, la protagonista a la que da vida Arcelia Ramírez. La actriz, más delgada que nunca y tan atractiva como siempre, me explicó después: “Cuando leí el guión”, dijo con media sonrisa, “volví a leer Madame Bovary, vi algunas de las películas sobre el personaje que se han hecho, y yo creo que pasó algo muy importante. Estaba viviendo en París y le dije a Arturo que si quería que fuera preparando el personaje. Y me dijo: “no quiero que hagas nada, lo único que quiero es que te pongas muy contenta porque vas a hacer el personaje”. Eso me dio mucha confianza, algo fundamental para acceder a un personaje así. Finalmente, el trabajo concreto comenzó tres semanas antes de empezar la filmación. Hicimos trabajo de mesa y hablamos sobre la trayectoria emocional del personaje en cada una de las escenas. Era un desafío muy grande el hecho de que sean sus dos últimos días, entonces había que sostener un estado de ánimo de crisis y desesperación durante toda la película.”
Arcelia reconoció que fue necesario cuidar la precisión de los diálogos. “Eso fue todo un desafío porque la escritura de Paz Alicia parece muy coloquial pero está muy bien construida. Después hubo que asimilar la coreografía y la puesta en escena de cada uno de los planos-secuencia, porque Arturo trabaja así. Para mí, con formación teatral, fue muy gozoso, porque hacer el cine en cortes tiene sus ventajas y desventajas. Pero trabajar en plano-secuencia y de una toma a otra ir haciendo precisiones aquí y allá, fue muy gozoso. Es trabajar en el cine como si fuera teatro.”

Arturo Ripstein acudió en 2011 por octava vez al Festival de San Sebastián para presentar una de sus películas. Ya había obtenido dos Conchas de Oro por Principio y fin y por La perdición de los hombres y el Premio Especial del Jurado por El lugar sin límites. Quiso una tercera Concha pero no la obtuvo. El reconocimiento fue para Los pasos dobles, una producción española sobre historias y aventuras de los habitantes de Mali.
Entonces Ripstein concedió una entrevista al diario vasco Gara y arremetió contra el festival, su director y el jurado. Dijo que esta edición había sido “lamentable”, que un festival que recordaba serio, entre los cinco de Europa, de repente se había vuelto “subnormal”, que el director del certamen sólo era un experto en “peliculitas de miedo”, por haber sido director de la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián durante más de 20 años; que la actriz Frances McDormand, ganadora de un Oscar por Fargo, presidenta del jurado, era “una actriz que no ha salido nunca de Pensilvania y además los gringos nunca entienden nada, nunca han visto una película con subtítulos, no saben leerlos”; que el guionista y director Guillermo Arriaga era “un enemigo personal en la competencia por el hecho de ser mexicano”; que Sophie Mantingeux es una fotógrafa “desconocida”, al igual que al director noruego Bent Hamer y que a Álex de la Iglesia “le había ganado una Concha de Oro en el festival del 2000 y eso no lo olvida.” En suma, dijo, “la dirección del festival en este momento ha logrado convertirlo en un festival en vías de desarrollo” y se trata de “un lugar que me gustaba muchísimo y no volveré”.
Días después emitió un comunicado arrepintiéndose de lo que dijo: “habló la ira. Esa furia agónica de la derrota. Y la ira es como una borrachera. No la pude controlar. Y como era una entrevista donde dije lo que dije, me arrepiento una vez más. (…) Hago mías las palabras de Jorge Luis Borges cuando escribió... 'No es que tenga razón, es que así soy'...”
Y el asunto quedó zanjado. Aquel día de otoño, en medio de ese jardín madrileño, prefirió hablar sobre el tema central de su nueva película. “Yo creo que el amor es una emoción muy peligrosa. En su primera fase es enormemente antisocial, nada existe salvo yo y el objeto de mis amores. Es una emoción muy extraña. Muy rápidamente el amor se domestica y se vuelve otras cosas. A mí me gustaba esta pasión desenfrenada, delirante de Emilia, que represento de un modo muy esquivo, hasta el punto de que cabe preguntarse si es un amor que existe de verdad. Trato de recoger todas sus contradicciones y los personajes se transforman unos en otros, trascienden su condición de arquetipos.” Arturo Ripstein no sonreía. Pero no estaba serio. FIN

Las razones de Ripstein (I)

Por: | 12 de agosto de 2013

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No sonreía. Pero no estaba serio. Quizá un poco cansado. No lo dijo en ese momento, pero Arturo Ripstein llevaba varios días en España hablando sobre su nueva película, Las Razones del Corazón, sobre su forma de hacer cine y sobre su participación en el Festival de San Sebastián, de donde se fue sin ningún premio. Vino a Madrid, acompañado por la guionista Paz Alicia Garciadiego, la actriz Arcelia Ramírez y el actor Vladimir Cruz, para seguir explicando su más reciente trabajo.
Ya era otoño, pero las temperaturas veraniegas no acababan de irse y por eso Ripstein secaba con un pañuelo las gotas de sudor que brotaban en su frente. Estaba sentado en una banca del jardín de la Casa de América, situada en una esquina de la Plaza de Cibeles. Así que había ruido y antes de comenzar la entrevista el director de cine modulaba el pequeño aparato que traía en el oído. “Tiene tres programas. Para espacios cerrados y abiertos. Es finlandés y es una maravilla. En Finlandia todos deben ser sordos y por eso inventan estas cosas. Ya está”, dijo.
Ripstein –el cuerpo grueso, el pantalón de mezclilla y el saco azul marino, los zapatos marrón, la camisa de rayas coloradas, la barba y el pelo blanco, la mirada de la experiencia detrás de unos finos lentes– me lo dijo sin rodeos: “acabo de hacer mi mejor película.”
-¿O sea que… usted no ejerce la autocrítica?
-Para valorar lo que hago están los demás. Cada película trato de hacerla lo mejor posible. Hace unos años, cuando hice unos anuncios para el gobierno mexicano, me decían lo mismo: “¿y la autocrítica?” Yo respondí que eran los mejores anuncios de México, los mejores. Cuando presento algo al público es porque estoy seguro de que está bien hecho. Pero cada quien tendrá su opinión, desde luego.

Un epígrafe antecede la historia: “El corazón tiene sus razones, que la razón desconoce.” B. Pascal. Y enseguida el espectador se adentra en una sucesión de planos-secuencia en blanco y negro. En “escala de grises”, mejor dicho. Porque la tecnología de hoy ya no tiene los mismos contrastes de antes. Son los últimos dos días de la vida de Emilia, un ama de casa frustrada por la mediocridad de su existencia, esposa de un hombre pusilánime, madre de una niña a la que no atiende y amante de un saxofonista cubano que vive en un cuarto de azotea. El escenario es un viejo edificio en el que no falta la portera metiche, la vecina cómplice y el vecino abusivo. No saldremos de este espacio, a propósito, para que nos invada la asfixia. Es cine, pero bien podría ser teatro. De pronto, a Emilia la abandona el amante y, literalmente, el uso excesivo de la tarjeta de crédito la embarga. En su descuidado y desolado departamento sólo ve una salida: el suicidio. Y entonces, paradojas de la vida, el marido cornudo y el amante esquivo se vuelven dos seres cercanos.
Salpicada de las típicas escenas de los melodramas mexicanos (“no me dejes, cabrón, estoy dispuesta a ser tu esclava”) y con diálogos y monólogos existencialistas, a veces barrocos, a veces cursis, pero siempre coherentes con los personajes, Las Razones del Corazón es la “versión libre” que Paz Alicia Garciadiego y Arturo Ripstein hicieron sobre Madame Bovary
El director dijo que le hubiera gustado contar la historia desde el punto de vista del marido cornudo porque es un personaje muy contemporáneo. Pero Emma Bovary surgía una y otra vez. De manera que se dejó hipnotizar por la angustia y el pacto de muerte del personaje y se dedicó a “capturar su rabiosa desesperación durante sus últimas 48 horas de vida”, porque “su muerte la explica y la engrandece, la saca de su miseria cotidiana.”
La película se filmó en un mes, en una sola localización, con pocos actores, con un equipo técnico pequeño y con un presupuesto de poco menos de un millón de euros. “Le dije a Paz que no volviera a leer la novela, que escribiera el guión basándose en lo que recordaba de la historia. Por eso, seguramente, hay recuerdos de otras novelas de adulterio, no sólo de Madame Bovary. Están La Regenta y Ana Karenina, por ejemplo”, agregó. 

  

Muchos años antes de Las Razones del Corazón, Ripstein fue un aprendiz de Luis Buñuel. “Es una leyenda eso de que yo haya sido su asistente. Ni tenía los conocimientos ni el Sindicato lo hubiera permitido. Yo era un jovencillo que un día fue a casa de Buñuel para decirle que quería ser cineasta y él me cerró la puerta. En seguida la volvió a abrir y me invitó a pasar. Vimos Un Perro Andaluz y me asusté. Me explicó de qué se trataba esto de ser cineasta y yo le pedí que me dejara colarme en sus filmaciones y él me dijo que sí. Todavía no había escuelas de cine en México. Uno tenía que ser autodidacta.”
Pero Arturo Ripstein ya conocía de sobra los sets cinematográficos. Desde niño lo llevaba su padre, Alfredo Ripstein, uno de los productores de la Época de Oro del cine mexicano. “Mi hábitat eran los estudios de cine, de tal manera que cuando alguien me preguntaba cómo era un avión, yo les decía: un mastodonte de metal que adentro tiene unos asientos y cámaras y reflectores. Y si me decían que cómo era un barco, les respondía: una nave enorme que adentro tiene cámaras y reflectores. Para mí no había un mundo distinto a ese.” 
Ripstein tenía 15 años cuando observó de principio a fin el rodaje de Nazarín. Y tiempo después el de El Ángel Exterminador. “Buñuel fue muy generoso conmigo. No sé qué hubiera sido de mi carrera sin su magisterio.” Luego hizo dos cortometrajes y cuando cumplió 21 años dirigió su primera película: Tiempo de Morir. Era 1965 y había obtenido los derechos del guión escrito por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. A partir de entonces sería habitual que varios escritores trabajaran junto a él, sobre todo en la adaptación de novelas a la pantalla.
“He realizado trabajos importantes con los escritores. Después de sanas discusiones llegábamos a buenos acuerdos y convertíamos sus textos en imágenes. Sólo tuve algunas dificultades con Manuel Puig. Cuando estábamos adaptando El Lugar sin Límites, a él le preocupaba mucho que al personaje homosexual le fuéramos a dar un trato estereotipado. Fue difícil porque era un homosexual de pueblo. Hicimos lo que pudimos y el guión y la película salieron adelante”, recordó.
“En cambio, con José Emilio Pacheco todo fue extraordinario”, continuó el director. “Nos reuníamos en su casa para escribir El Castillo de la Pureza. En la casa de José Emilio hay libros por todas partes, ¡por todas! Sólo en su recámara había un poco de espacio. Así que él se sentaba frente a la máquina de escribir y yo en la cama. Por eso digo que ese guión lo hice en la cama con José Emilio. A veces invitábamos a esa recámara a nuestras respectivas esposas para leerles lo que llevábamos hecho. La historia iba de un hombre que tenía encerrada a su mujer y a sus hijos en la casa porque estaba convencido de que el mundo exterior era dañino para ellos. Pero el encierro se complicaba a medida que los hijos crecían. Les leíamos los diálogos a nuestras esposas y ellas se reían y se reían. Entonces, a José Emilio y a mí, nos quedaba claro que en realidad estábamos escribiendo una comedia.”
¡Una comedia! Nada más alejado de ese “universo ripsteniano” que ha ido creando con el paso de los años. Porque, aunque sus películas tengan cierta dosis de humor (casi siempre “negro”), Ripstein se ocupa, sobre todo, de mostrar la soledad de los individuos comunes y extraordinarios y sus esfuerzos inútiles por cambiar su destino. Son las sombras y las opresiones, lo sórdido y lo siniestro, lo complejo, lo que invade sus historias en las que el plano-secuencia es su herramienta fundamental para contarlas. “Utilizo los planos-secuencia”, explica, “porque es lo más fácil de hacer. ¡Porque la vida misma es un plano-secuencia! Así la he visto siempre. Así fluye. Y porque soy un hombre de mí tiempo. Hacer un cine con tantos cortes y efectos no es lo mío.”
¿Y por qué volvió al blanco y negro? “Porque es una fotografía veraz, porque la vida es para mí en blanco y negro. Yo hubiera hecho todas las películas así, con esa iluminación tan contrastada. Pero por razones comerciales no he podido. Para mí la ausencia del color siempre ha sido fundamental para la comprensión de las cosas.”
Desde 1985 trabaja con Paz Alicia García Diego. “Nos entendimos profesionalmente. Ella iba a la casa, trabajábamos muy bien y un día le dije: “¿por qué no te quedas a vivir conmigo?” Se quedó y siempre ha sido una extraordinaria mujer, una extraordinaria profesional. Hay veces en que llego desconsolado y le dijo: “fíjate que todo el proyecto corre el peligro de caerse: falta dinero, gente…” Y ella se pone peor que yo. Y yo acabo consolándola en vez de ella a mí. Pero luego luchamos para que todo se componga. Con Paz es con quien mejor trabajo. Sin duda.” CONTINUARÁ...

Mario Muchnik, el último editor (y IV)

Por: | 05 de agosto de 2013

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Hay un sitio web donde este editor muestra su otra faceta, la de fotógrafo
. Pero en esas fotos también están los escritores. Están paisajes y edificios, obras de arte… que ha visto en sus constantes viajes. Está buena parte de su pasado. Todas las fotos son en blanco y negro. Puede verse, por ejemplo, a Miguel Ángel Asturias. Roma, 1965. El maduro escritor guatemalteco, de traje y corbata, mira fijamente un cuadro. O a Ítalo Calvino, París, 1968, recargado sobre una mesa, mirando fijamente a la cámara, con la mano en la cabeza. O a Ryszard Kapuscinski, Oviedo, 2003, cuando fue a recoger el Premio Príncipe de Asturias, de saco y camisa, sin corbata, cabello blanco y rebelde. O a Julio Cortázar, Saigón, 1974, pelo y barbaba abundante, guayabera, unas gafas de sol como ojos de mosca donde se ve el reflejo del fotógrafo.
Muchnik comenzó a interesarse por la fotografía en la Universidad de Columbia, cuando era estudiante de Física. “Había lo que se llamaba el Photo Club, que a cambio de una pequeña cuota te daba derecho a utilizar el cuarto oscuro, las ampliadoras… Y organizaban exposiciones. Yo fotografiaba edificios. Pero empecé a fotografiar en serio en Roma, a finales de los años 50, con una buena cámara Rolleflex. Luego descubrí la Leica con su excelente visor, con su gran precisión en las aperturas del diafragma. Y hasta hoy sigo con la Leica. Yo sabía que mi padre era amigo de David Douglas Duncan, el fotógrafo de Picasso, como se le conoce. Un día le di unas fotos para que se las enseñara a él, esperando algún comentario consagratorio. Mi padre me dijo: “Mirá, Duncan dice que mejor no te metás a esto. Que tus fotos son muy buenas pero que te morirías de hambre.” Luego, cuando David ya era mi amigo y edité algunos de sus libros, me dijo que no recordaba que mi padre le hubiera mostrado alguna vez mis fotos.” 
Pero Muchnik tiene otra afición: Rusia. “Yo debería saber hablar ruso. Yo he leído siete veces Guerra y Paz. Lo leí y releí, hasta que llegué a editarlo. Y para editarlo lo leí dos veces. Es que tengo debilidad por la mentalidad rusa. Estuve en Rusia, por primera vez, en 2001. Primero fui a San Petersburgo y luego a Moscú, llevado de la mano de mi mujer. Porque era un viaje que ella me había regalado por mis 70 años. En Moscú estábamos alojados por amigos en una casa típicamente moscovita. O sea: un tugurio mal oliente en toda la parte de entrada. Y luego abres la puerta y encuentras un parque vitrificado, fabuloso. Te quitas los zapatos y te pones unas pantuflas y la tertulia tiene lugar en pantuflas. Lo que más me halagó es que… yo veía que todos cuchichiaban de vez en cuando. Sobre todo después de que yo hacía un comentario. No sabía si estar molesto o qué. Les dije: “¿por qué se ríen?” Y me dijeron: “es que pareces ruso.” ¡Cuando me dijeron eso me levanté y le di un beso a cada uno! Porque los rusos se besan mucho. Y fue una fiesta para mí.”
Sobre la mesa de centro de la sala, Muchnik tiene un libro titulado Pushkin, Tolstói, Chéjov. Tres tormentas de nieve. Es su más reciente trabajo editorial. El dibujo original que ilustra la portada, un retrato de los tres autores rusos, está colgado en un extremo de la habitación. Es una obra del pintor Eduardo Arroyo. “Esto también tiene una anécdota. Una vez cenamos en la casa de Arroyo. Y él me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que iba a editar, en asociación con El Aleph, a los clásicos rusos. Me dijo: “tú me dices, yo te hago las portadas y no te cobro. Aquí hay testigos.” Nos dimos la mano y con eso quedó sellado el acuerdo. Cuando empezamos la colección lo llamé a Arroyo. Y me dijo que claro, que ya tenía las cubiertas. Hasta ahora van cinco títulos. Estamos haciendo dos por año. Bien hechos, eso sí. Con cuidado… Es que yo viajo a remos. Otros editores me pasan con motores, de esos que echan el agua para arriba. Huelen mal, a gasolina. Pero yo sigo a remo. De cabeza, viajo con más seguridad y hago las cosas mucho mejor. Soy consciente de que en cada momento de mi actividad he ido a lo mejor. Al mejor escritor, al mejor traductor. Siempre he pretendido estar en lo más alto de la técnica: márgenes, tipografía, papel... Pretendo que la edición de mis libros se distinga porque está hecha con mucho cuidado.” Por eso Mario Muchnik es el último editor. FIN

El País

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