Periodista en Serie

Sobre el blog

Las “víctimas” de un periodista en serie son muchas y constantes. No tiene relación con ellas. Las elige al azar y sin que tengan conexión unas con otras, en un área geográfica determinada, como Iberoamérica. Les arrebata su historia y la hace pública sin ningún pudor. No planea “entregarse” ni realizar “ataques suicidas.” Este blog es su particular SALA DE RETRATOS. Pasen y lean.

Sobre el autor

Víctor Núñez Jaime es un escribidor de historias. Estudió periodismo y literatura hispanoamericana. Sabe que el periodismo es más de nalgas que de cabeza, porque hay que estar sentado durante largos ratos escribiendo, corrigiendo... Es autor de tres libros: Un periodista ante el espejo, Los que llegan. Crónicas sobre la migración global en México y Una cabrona de Tepito. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo Cultural (México) y el Premio a la Excelencia Periodística de la sociedad Interamericana de Prensa. Con libreta y pluma en mano, sale a por las historias. Contrasta estadísticas con los testimonios de la gente. Visita a los escritores y periodistas de renombre. Está obsesionado con el buen uso del idioma español. Le apasiona leer y estudiar. Devora libros. Él es lo que ha leído. Y también lo que ha escrito.

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Siete años sin Oriana Siete (III)

Por: | 30 de septiembre de 2013

Oriana_FallaciDesde la publicación de Inshallah (1990), novela sobre la guerra de Líbano, Oriana dejó ver su antagonismo respecto a algunas organizaciones musulmanas, en ese momento, especialmente, la Organización para la Liberación Palestina (OLP). Pero fue hasta después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, presenciados por ella misma pues radicaba en Nueva Yorrk, cuando denunció el fanatismo islámico y lo comparó con el nazismo.
Fallaci había roto su silencio de más de 10 años con un largo artículo publicado en el diario italiano Corriere della Sera. Sus planteamientos causaron revuelo en la opinión pública. Rizzoli, su casa editora, decidió convertir en libro con ese extenso artículo.
Cuando apareció La rabia y el orgullo, Howard Gotlieb, profesor de la Universidad de Boston, le preguntó a Oriana Fallaci cómo podría definir su texto. “Como un sermón dirigido a los italianos y a los otros europeos”, contestó la periodista. “¿Y cómo esperas que lo tomen los italianos y los europeos?”, inquirió de nueva cuenta Gotlieb. “No lo sé. Un sermón se juzga por los resultados, no por los aplausos o silbidos que recibe”, remató Fallaci.
Pero apenas se publicó su “sermón”, las críticas brotaron en forma masiva. “Fustiga a los árabes sin piedad. Su pensamiento es reaccionario, intolerante, fascista, revisionista. Un eructo visceral.” Incluso la amenazaron de muerte. Para muchos, uno de los símbolos del periodismo internacional se estaba desvaneciendo. Las ventas, en cambio, se dispararon hasta que el libro se convirtió en best seller.
Enferma de cáncer desde 1992, la autora que había logrado la fama gracias a sus entrevistas con los poderosos de la Tierra a quienes calificó como unos “pobres comemierdas”, estaba concentrada en una “densa y laboriosa novela”, a quien llamaba “su niño” sin dar más detalles, cuya escritura interrumpía sólo cuando necesitaba ir al hospital para atender la enfermedad que acabaría matándola. (Después trascendió que en ese manuscrito hablaba de su familia ilustrada y de la analfabeta y de cómo forjó su carácter a causa de sus vivencias).
“Es imposible dialogar con los musulmanes. Razonar, impensable. Tratarlos con indulgencia o tolerancia o esperanza, un suicidio. Y el que crea lo contrario es un iluso. ¿Qué sentido tiene respetar a quien no nos respeta? Y si en algunos países las mujeres son tan cretinas que toleran el chador y el burkah, peor para ellas. Si son tan tontas que aceptan no ir a la escuela, no ir al médico, no dejarse fotografiar, etcétera, etcétera, peor para ellas. Si son tan necias que aceptan casarse con un maniaco sexual que necesita cuatro mujeres, peor para ellas”, sentenció en su escrito.
ONG´s, asociaciones antirracistas, de inmigrantes y defensoras de los Derechos Humanos interpusieron querellas penales contra la escritora florentina radicada en Nueva York. “Una cosa es la libertad de expresión, pero otra muy distinta es la criminalización de un colectivo y el fenómeno de la xenofobia”, argumentaban. Pedían un año de cárcel para Fallaci y el desembolso de  “una sustanciosa indemnización.” No obstante, en 2006, el periódico ABC le concedió el Premio Luca de Tena por su trayectoria periodística y fue finalista del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
“No fui condenada ya se sabe. Un defecto de forma me salvó de la cárcel, de la indemnización, del secuestro, de la advertencia idéntica a la que afea los paquetes de cigarrillos. Con notable capacidad de raciocinio, el juez recordó, además, que la primera edición se había agotado en menos de cuarenta y ocho horas, que las siguientes se vendían como rosquillas y que, por lo tanto, admitir alguna de las dos demandas sería como cerrar la puerta del establo cuando ya se han escapado los bueyes”, escribió luego en La fuerza de la razón, el siguiente libro de la calificada “saga de la islamafobia”.
OrianaiDespués de la guerra en Irak de 2003 escribió una obra más con su ya famoso coraje, en donde lanza durísimas acusaciones y arroja furiosas expresiones amargas y violentas: sus incómodas verdades para trastornar las conciencias. En La fuerza de la razón, Fallaci critica el discurso políticamente correcto del “encuentro cultural.” Asegura que Europa se ha convertido en una colonia del Islam: Eurabia. Se lanza contra los que considera falsos pacifistas, colaboracionistas, traidores, profesionales del cinismo y la mentira. “Para recobrar un poco del sentido común. Un poco de razón. Con la razón, un poco de coraje, un poco de dignidad”, expresa.
Casi al final de La fuerza de la razón reconoce: “he caído en la tentación. Me he dejado llevar nuevamente por la rabia de hace dos años. Pero ahora me siento mejor y puedo hablar del matrimonio poligámico que ha entregado Italia al enemigo, es decir, de lo que yo llamo la Triple Alianza. La de la Derecha, la Izquierda y la Iglesia Católica.”
Su texto fue nuevamente condenado por varios sectores de la sociedad y demandado jurídicamente. Se exigió un juicio por “difamación del Islam e incitación al odio religioso.” Eran más problemas legales, pero también más ventas.
—Fallaci se hace la valiente porque tiene un pie en la tumba, escribió un lector del Corriere della Sera.
—No, pobre idiota. No. Yo no me hago la valiente. Yo soy valiente. Y siempre he pagado un altísimo precio por eso. No gozo de buena salud, es verdad, pero los enfermizos como yo acaban muchas veces por enterrar a los otros..., respondió la periodista florentina. CONTINUARÁ...

Siete años sin Oriana Siete (II)

Por: | 23 de septiembre de 2013

Orianaplaza_070745
La noche del miércoles 2 de octubre de 1968, Oriana Fallaci subió a la tercera planta del edificio Chihuahua en la Plaza de las Tres Culturas, en México DF. Junto a ella estaban, entre otros, Sócrates Campus Lemus (más tarde, delator de sus compañeros de lucha). Desde ese tercer piso, la italiana presenció una matanza peor que cualquier matanza que hubiese visto en la guerra. “Porque la guerra —dice— es una cosa en la que la gente armada dispara contra gente armada. Y aquella noche, mataron a más de 300 chiquillos, y hay quien dice que mataron a más de 500. Fue como la matanza de Herodes: eliminar aquellos que todavía no se hacían hombres. Y Herodes, en México, se llama Partido Revolucionario Institucional (PRI)”
Cuando en el cielo apareció un helicóptero del ejército, casi idéntico a los que Oriana había visto en Vietnam, se empezó a preocupar. Dos bengalas fueron arrojadas de las portezuelas abiertas del helicóptero. “Eran las mismas bengalas que durante meses había visto en Vietnam: macabras estrellas fugaces que descienden lentamente dejando una negra estela de humo”, cuenta.
Mientras tanto, tanques y camiones avanzaban por las entradas a la Plaza. De los camiones saltaban soldados gritando, apuntando con los fusiles. Se oyó el primer disparo y fue la orden para que se escucharan más. Y los cuerpos empezaron a caer. “Me parecía ver una escena de aquel film ruso, El acorazado Potemkin, cuando la multitud escapa por la escalinata y a medida que huye va cayendo alcanzada”, recuerda la periodista.
Luego, un soldado con la mano izquierda enfundada en un guante blanco llegó frete a Oriana Fallaci. “¡Comunista, agitadora!”, le gritó al tiempo que le apuntaba con un revólver. La agarró del cabello y la lanzó contra la pared. Se dio un golpe en la cabeza. Se tiró al suelo. Cerró los ojos. Se tapó los oídos. Entonces, sintió como si tres cuchillos de fuego entraran en ella (es lo que cuenta ella misma): uno en la espalda y dos en una pierna. Y comenzó a desangrarse.
Después metieron a una ambulancia y la llevaron a al hospital. “Algunos médicos tenían lágrimas en los ojos —evoca—. Uno pasó junto a mí y me susurró: escriba todo lo que ha visto, escríbalo.”
Dice que la acusaban de haber estado en el balcón del edificio Chihuahua para incitar a los estudiantes. “Y los italianos fascistas exiliados en la ciudad de México dijeron lo mismo y que no me habían herido. Y Sócrates Campus Lemus denunció a sus compañeros y a sus amigos. Porque así están hechos los hombres.”
Apenas se repuso un poco, Oriana decidió tomar el primer avión que saliera de México. “Podría ocurrirle una desgracia”, le dijeron. Y el primer avión de la noche iba a Río de Janeiro. Ahí se encontró con su amante francés, el corresponsal  Francois Pelou. Más tarde, los dos, caminaban sobre la arena de la playa Copacabana ante la indiferencia de cuerpos tendidos bronceándose.

Image002Pero Francois no fue el gran amor de su vida. El jueves 23 de agosto de 1973 conoció a Alejandro Panagulis (Alekos para los amigos, para la policía y para Oriana), poeta, fundador y jefe de la Resistencia griega contra el régimen encabezado por Georgios Papadopoulos (1967-1973). Fallaci había viajado a Atenas para entrevistarlo. Entonces, deslumbrada por ese “símbolo de los hombres” que vio en la figura de Alekos, se enamoró. El personaje sedujo a la incisiva periodista. Le cautivó escuchar que sus artículos le hacían compañía al activista griego. Le fascinó ver “la dureza trasformada en dulzura: como la sonrisa de un niño. La manera como te servía la cerveza, por ejemplo. El modo en que te rozaba la mano para agradecerte una observación. Y se ocupaba escrupulosamente de mi persona.” Para ella, ese personaje, iba más allá del valor político.
Alekos se convirtió en el compañero de Oriana. “Tras haber salido de Grecia en mi compañía, Alekos escogió Italia como base política y geográfica de su lucha. Hablaba el italiano con gran corrección. Lo escribía casi sin faltas. Se vestía y comía a la italiana.” Luego, Alekos fue elegido para formar parte del Parlamento griego como uno de los representantes del Partido de la Unión del Centro. “Con muebles italianos puso su apartamento en Atenas, haciendo de él una réplica exacta de nuestra casa de Florencia.”
Pero Alekos ya era prácticamente el hombre más incómodo de Grecia. Sabía demasiadas cosas acerca de la “democracia falsa y vacilante” de su país. Trascendió que entregaría documentos para probar la complicidad de varios políticos del “nuevo sistema” con el régimen de los coroneles. La noche del primero de mayo de 1976, justo antes de entregar los archivos, Alekos murió en un aparente accidente automovilístico. “Hasta ahí llegó el hombre a quien amé, a quien amo y que me amó”, decía melancólica. “Y a sus funerales acudió un millón y medio de personas.” Tres años después, en 1979, Fallaci le escribió a Alekos una novela de casi 500 páginas: Un hombre, en donde plasma la “vida de héroe” de su amado.
Antes, en 1975, había publicado Carta a un niño que no llegó a nacer, un libro sobre la experiencia personal de un embarazo y un aborto. La obra fue un best seller mundial. En éste y otros de sus libros (Penélope en la guerra, Los antipáticos, El sexo inútil, por ejemplo), siempre desde posiciones liberales y laicas, podemos apreciar su estilo literario apasionado, controvertido y polemista, quizá el principal motivo por el que se venden millones de ejemplares y se han sido traducido en más de treinta países. CONTINUARÁ....

Siete años sin Oriana Siete (I)

Por: | 16 de septiembre de 2013

Oriana_Fallacidecapitada
Sentada frente a Henry Kissinger, entonces “nodriza mental” del presidente de Estados Unidos Richard Nixon, la periodista se las ingeniaba durante la entrevista para arrancarle alguna noticia a uno de los hombres determinantes para el destino de la humanidad.
Nguyên Van Thies [presidente de Vietnam del Sur de 1967 a 1975] no cederá nunca, dijo la entrevistadora en tono distraído, refiriéndose a la guerra entre Estados Unidos y Vietnam.
Quizá en ese momento, corto de inteligencia y sobrado de fuerza, Kissinger cayó en la trampa y repuso:
—Cederá. Debe hacerlo.
—Y ¿no tiene la impresión, doctor Kissinger, de que ésta ha sido una guerra inútil?
—En esto puedo estar de acuerdo.
Pero, con su grabadora y libreta de por medio, la sagaz reportera fue a por más.
—¿Cómo explica el hecho de ser casi más famoso y popular que un presidente?
—La razón principal… Sí, se la diré. ¿Qué importa? La razón principal de mi éxito nace del hecho de haber actuado siempre solo. Esto les gusta mucho a los norteamericanos. Les gusta el cowboy que avanza solo sobre su caballo, el cowboy que entra solo en la ciudad, en el poblado, con su caballo y nada más.
¡Zas!...
Era 1972 y la declaración levantó varios comentarios críticos en la prensa. El  presidente Nixon no perdonaba a Kissinger por atribuirse el mérito de aquello que obtenía como enviado de él.
Unos días después, furioso, el secretario de Estado norteamericano, declaró a otro reportero:
—Haber recibido a esa periodista italiana es la cosa más estúpida que he hecho en mi vida… Ella altero mis respuestas, mis ideas, inventó palabras…
Entonces la reportera aludida se encontraba en París y desde ahí envió un telegrama a Kssinger para preguntarle si “era un hombre de honor o un payaso.” También lo amenazó con publicar la grabación de la entrevista “para refrescarle la memoria y la corrección.”
Un año después de este incidente, en Estocolmo, Henry Kissinger recibía el premio Nobel de la Paz. “Pobre Nobel. Pobre paz”, reflexiona después la autora de Entrevista con la historia, libro donde se recogen sus principales encuentros con los “los poderosos” para comprender la forma en que ellos establecen el acontecer del planeta y finalmente concluir que el poder es “un fenómeno inhumano y odioso.”

Pequeña de estatura, delgada, enjuta, blanca, de “ojos azules de ángel psicópata”, taladró hasta el fondo de sus entrevistados para desenmascararlos. Fueron, principalmente, veintiséis personajes políticos analizados, radiografiados, diseccionados por la Fallaci. “Veintiséis monstruos sagrados de espaldas a la pared”, dijo el crítico y novelista Michele Prisco. Pero, a pesar de la fuerza e importancia de cada uno de sus interlocutores (el General Giap, Golda Meir, Yasser Arafat, Indira Gandhi, Giulio Andreotti, Hailé Selassié, Mohamed Reza Pahlevi…), la protagonista es la entrevistadora porque, como dijo ella misma, no era simplemente una fría registradora de lo que escuchaba y veía: “sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma.” Y reconocía: “no es raro, ante un acontecimiento o un encuentro importante, que sienta como una angustia, el miedo de no tener bastantes ojos, bastantes oídos y bastante cerebro para ver y oír y comprender, como una carcoma infiltrada en la madera de la historia.”
Sin embargo, a la lúcida, curiosa y encorajinada periodista —ya famosa por su estilo apasionado, provocador, controvertido y hasta temible— a menudo se le acusaba de que, una vez transcritos los diálogos con sus entrevistados, reacomodaba a su gusto las preguntas para ajustarlas a las respuestas. “Las manipulaba”, afirmaban algunos. Pero ese poderoso arsenal técnico utilizado, su estilo brillante, indagador, ágil, crítico (“un verdadero duelo de inteligencias”, diría el escritor mexicano Vicente Leñero) es presentado a los aprendices de periodismo como uno de los mejores ejemplos a seguir.
A veces Fallaci no ocultaba sus simpatías hacia el personaje sometido a diálogo, como fue el caso de Indira Ghandi, “aquella mujer increíble que gobernaba sobre casi 500 millones de seres y que además había ganado una guerra frente a los Estados Unidos y China.” Entre lo gris y mediocre de los líderes internacionales, Indira Gandhi destacaba para la escritora italiana “como un caballo de raza.”


1158301822_extras_ladillos_2_1Oriana Fallaci nació en Florencia el 29 de junio de 1929. Su infancia transcurrió en la Italia fascista de Benito Mussolini. Su padre era un activo antifascista, quien sin duda influyó en las ideas de una jovencísima Fallaci que, todavía adolescente, se unió a la resistencia armada contra la ocupación nazi en su Toscana natal. Nacida en una familia sencilla, estudió Medicina en la Universidad de Florencia gracias a varias becas, pero no terminó la carrera e inició entonces su extensa trayectoria informativa y literaria. Su primer trabajo en el periodismo fue como reportera de sucesos en las páginas del Gionarle del Mattino. A los 20 años empezó a colaborar en el semanario L´Europeo, donde publicó sus más famosas entrevistas. Como corresponsal de guerra siguió todos los conflictos contemporáneos, desde Vietnam a Medio Oriente, desde India-Pakistán a Latinoamérica.
En Nada y así sea (1969), libro donde aborda principalmente la guerra de Vietnam, Fallaci recuerda la matanza de 1968 en Tlatelolco. La periodista había viajado a México con el propósito de cubrir los Juegos Olímpicos de ese año. Pero se encontró con el movimiento estudiantil. CONTINUARÁ...

Ricardo Salazar, fotógrafo de escritores (y III)

Por: | 09 de septiembre de 2013

Sem-victor3En octubre de 2004 el fotógrafo jalisciense tenía 82 años y una invaluable obra fotográfica por haber sido, durante medio siglo, el fotógrafo de grandes autores. El vestíbulo de la Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario de la UNAM albergó su última exposición. Se aprovechó el marco de las Jornadas de la Autonomía para exhibir la memoria gráfica de la vida cultural citadina durante el periodo 1956-1970. El día de la inauguración, junto a Salazar en silla de ruedas, estaban personajes como Juan José Gurrola, José de la Colina, Helen Escobedo, Eduardo Lizalde, Julio Estrada, Margo Glantz y Alberto Dallal, entre otros.
Para la muestra se utilizaron más de 50 fotografías seleccionadas por la fotógrafa Claudia Cabrera, la archivónoma Julieta Rivas y Angélica García, investigadora del Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli (CITRU), quien dice que “después de conocer el archivo, se armó un proyecto de rescate. Pedimos una beca al FONCA, tuvimos apoyo de varios escritores, pero no tuvimos suerte. El FONCA no nos dio el apoyo para limpiar todo el archivo y catalogarlo. Entonces le propusimos al doctor Gerardo Estrada exponer algunas fotografías de Ricardo Salazar. Coincidimos con el aniversario de la Autonomía Universitaria y armamos la exposición. Seleccionamos fotos que presentaban diferentes caras de la Universidad: las instalaciones, la vida académica en las aulas, los laboratorios, gente importante de la cultura que trabajó durante los años 60 en la Universidad…”
Según Georgina Rodríguez, responsable del Archivo Fotográfico del Centro de la Imagen, las condiciones ideales para conservar un archivo como el de Salazar, es “que los negativos estén en un lugar seco para evitar la humedad. Lo mejor sería una bóveda con clima controlado. Guardarlos en sobrecitos de polipropileno con unas guardas de plástico. Con eso se garantiza que no se rallen, que no tengan hongos… No hay que tallar para quitar el polvo. Pero dependiendo del volumen total del archivo, puede llegar a ser costoso.”
Por su parte, la fotógrafa Paulina Lavista recomienda que “todo el archivo se positive, aunque sea en contactos, como yo tengo el mío, para que así no se toque el negativo más que al momento de amplificar. Sobre todo hay que considerar que el archivo en blanco y negro es lo que perdura, no estamos muy seguros si con la computación en 20 años se van a poder abrir todos los programas. Al ser un archivo en blanco y negro, su perduración puede ser muy grande. Hay que medir la acidez, clasificarlos y guardarlos en bolsitas antiácido y positivarlo todo en contactos para saber qué hay realmente.”
“También —continúa Lavista— hay que identificar a todos los que parecen en las fotos, porque seguramente habrá personajes que los hijos no reconozcan. Es importante recurrir a las personas de edad que hayan tenido contacto con la época retratada y así clasificar a las figuras que aparecen en las fotos. El archivo de Ricardo Salazar es muy importante porque registra una época en la que no hay muchos fotógrafos de los años 50 a los años 70. Están ahí retratados varios personajes de manera exhaustiva. Estos son los archivos que merecen la pena ser recatos.”
“Yo creo que la fotografía de los grandes artistas como Rogelio Cuellar, Ricardo Salazar quien retrató a todos mis protagonistas de la literatura, Graciela Iturbide, Paulina Lavista y como unos cuatro más, son los fotógrafos más interesantes de este país”, subraya Emmanuel Carballo. Y José de la Colina atribuye que el archivo ha pasado desapercibido debido a la costumbre de Ricardo Salazar: mirar a los demás pero no así mismo. “Así como Ricardo fue generoso con su cámara —señala el autor de La tumba india—, no fue generoso con su archivo. Regalaba fotos pero parecía no preocuparse por su increíble maremagum de fotos. Ricardo fue excepcional con su gran ojo fotográfico. Pero no tuvo ninguna vanidad de artistas, sólo disfrutaba hacer sus fotos como un carpintero disfruta hacer sillas. Simplemente vivía al momento, de lo que le pagaban por la foto publicada, que era muy poco.”
El 29 de abril de 2006 fue sábado. Hacía dos días que Ricardo Salazar Ahumada había cumplido 84 años de edad y poco más de  seis años que persistía en cama y silla de ruedas debido a la embolia que sufrió. También estaba enfermo de diabetes. Había permanecido en el hospital, prácticamente inconsciente, durante el último mes y medio. Según los médicos, la mitad de su cerebro estaba muerto.
“Ya no permití que le hicieran algo más, porque lo querían entubar y yo sentía que mi padre no hubiera querido verse así, en una larga agonía. El doctor me dijo: “como usted no quiere que le hagamos algo más a su papá y nosotros ya hicimos lo humanamente posible, pues mejor lléveselo a su casa. Quizá, inconscientemente es lo que su papá quiere.” Y sí, lo trajimos para acá, pero sólo nos duró cinco días y le dio un infarto cerebral que le quitó la vida”, cuenta su hija María Ondina.
RicardoSalazarNinguna autoridad cultural lamentó entonces la muerte del fotógrafo. “No hubo siquiera una esquela, seguramente por ignorancia. Pero Ricardo Salazar es uno de los personajes de nuestra cultura a quien el tiempo le dará un lugar notable en tanto cubrirá de olvido a las insensibles y estúpidas autoridades, para las cuales siempre pasó inadvertido. A pesar de su enfermedad y precarias condiciones de vida, nunca lo ayudaron con una beca y a su muerte no le dedicaron ni una mínima esquela”, escribió José Luis Martínez en  Milenio diario. La indiferencia fue tal que, incluso, varios escritores consultados para este reportaje no estaban enterados de la muerte de Salazar. “Me hubiera encantado acompañarlo en sus últimos días y acudir a su sepelio. Pero no supe cuando murió”, dice Emmanuel Carballo. “¿Ya murió?... No sabía”, comentó con sorpresa Alí Chumacero, al igual que la fotógrafa Paulina Lavista: “no me había enterado que Ricardo Salazar ya murió.”
“Al velorio —recuerda María Ondina— sólo fuimos mi hermano, yo y otras tres amistades. No fue nadie del medio cultural, nadie de sus amigos. Yo quise avisar algunos escritores, pero no encontré a ninguno. Como la muerte de mi papá ocurrió en el puente del primero de mayo, yo creo que muchas personas salieron de la ciudad y ya no los localicé.”
Los restos mortales de Salazar fueron depositados en una cripta de la Basílica de Guadalupe. “Él no era creyente, pero yo lo metí allí, pensé que era lo más adecuado, es un lugar muy bonito”, agrega María Ondina, quien poco después, a bordo de un taxi, llevó el archivo fotográfico de su padre a las oficinas de Difusión Cultural de la UNAM.
Así, se confirió a la Universidad Nacional el derecho de utilizar el acervo fotográfico con fines académicos y culturales, pero no lucrativos.
En espera de que se cumplan esos propósitos y así la justicia post mortem le llegué a Ricardo Salazar al cielo de los fotógrafos —quizá de sólo dos dimensiones—, sus fotos de caras y hechos arrebatados al fluir del tiempo seguirán cobrando existencia cada vez que alguien las vea y las recuerde, aunque no piensen en su autor, pues siempre hay ese espacio en donde el espectador entra en la placa, se vuelve parte, cómplice de una imagen que ya jamás se alterará ni volverá a ser tangible en todas sus dimensiones y pasará a formar parte de su memoria, de nuestra memoria. Porque “nadie —dice José de la Colina— tiene un archivo icónico de toda la literatura mexicana como él. Ahí estamos todos los representantes de la literatura mexicana del segundo medio siglo XX, desde los grandes hasta los pequeños. El que no está ahí es porque era un falso escritor o porque era una pura ilusión, un ectoplasma que no salía en las fotos.” FIN

Ricardo Salazar, fotógrafo de escritores (II)

Por: | 02 de septiembre de 2013

Sem-victor2El ya fallecido escritor José Luis Martínez contó que una de las fotos de Salazar sirvió como un eslabón más para el reencuentro amistoso, luego de diez años de distanciamiento “por asuntos literarios”, entre José de la Colina y José Emilio Pacheco. En el restaurante Covadonga de la colonia Roma, “de la Colina le entregó la placa a José Emilio. Al observarla, Pacheco identificó de inmediato cuándo y dónde había sido tomada: noviembre de 1959, en la Ciudadela. Hombre prevenido, de la Colina llevaba otra copia y, cuatro horas de conversación después, casi para despedirse, le pidió a José Emilio que se la dedicara dos veces, una en cada copia. Él hizo lo mismo para que ambos tuvieran el testimonio que ratifica su amistad.”
Cuando los escritores ven las fotografías tomadas por Salazar, reviven varios momentos específicos. Es como si las cosas estuvieran pasando frente a sus ojos otra vez. Así, reconstruyen visualmente una parte de su pasado.
“Hay una foto que recuerdo mucho —dice Emmanuel Carballo—. Estamos retratados Jesús Arellano, a quien le decíamos “el perro” y yo. Arellano y yo teníamos constantes pugnas de carácter literario e incluso personal. En una galería que estaba por el barrio de Perlavillo, durante una exposición de pintura, coincidimos Arellano y yo y Ricardo, por supuesto tomando fotografías, y consiguió que Arellano y yo, todavía con nuestras pugnas vivas de pésima relación, posáramos para él: Arellano haciendo cara de perro y yo con una cara horrible. Pero esa foto ponía fin a la enemistad y empezaba una nueva etapa en la relación entre Arellano y yo. La foto fue muy comentada en su momento. Debió ser, más o menos, en los años 70… Y también hay una gran foto de Octavio Paz que yo recuerdo haber visto en la Revista de la Universidad: Paz está colocado junto a un árbol y una bicicleta, él está en camisa y mirando al infinito. Una hermosa fotografía.”
“Ricardo Salazar —comenta José de la Colina— tiene fotos extraordinarias que han sido muy usadas. Hay una foto que se ha hecho muy famosa. Se ha usado, por ejemplo, en la portada de un libro de Homero Aridgis en la colección de Lecturas Mexicanas. Está tomada en un burdel, en donde hay una puta joven, bellísima, desnuda totalmente y enfrente unas señoras viejas que deben ser las patronas del prostíbulo, una foto como para ilustrar La Celestina… Y esa foto ha aparecido por muchos lugares y no se le ha dado crédito a Ricardo.”
“Me acuerdo —me dijo un día Alí Chumacero, quien había conocido a Salazar en Guadalajara— que un día Ricardo nos retrató a Emmanuel Carballo y a mí jugando billar. Fue en un lugar que se llamaba La Casa de Coahuila, por el Paseo de la Reforma de la ciudad de México. Carballo era pésimo jugador de billar y yo también. Entonces, Ricardo dijo: ´si ustedes son tan malos jugadores pues sí pueden jugar conmigo, yo también soy muy malo.´ Jugamos un rato nada más y luego pasamos a comer.”
Después de innumerables clics, de revelar varias de sus imágenes en el cuarto oscuro de su antiguo departamento, de elaborar, cuando así se lo requerían, estudios fotográficos de figuras de la cultura para sus “egotecas”, de recorrer los centros culturales, casas y caminos de la ciudad de México y otras partes del país, rescatando escenas, historias, referencias: pedazos de vida, cual andariego con ideas, Salazar se acercaba a los editores de las publicaciones culturales. De la Revista de la Universidad se iba a México en la Cultura de Novedades, posteriormente a La Cultura en México de Siempre! Tiempo después a Plural, a Vuelta, a El Semanario Cultural de Novedades, a Sábado de Unomásuno…
“Vi a Ricardo innumerables veces en casi 50 años, porque me mandaba fotos para el Sábado de Unomásuno, a través de Víctor Villela, quien sabía cómo dar con él. Le pedías determinadas fotografías de escritores y te traía un montón extra y te las dejaba “para cuando se ofrecieran”, insistiendo siempre en que “algún día” le pagáramos sus derechos. Nadie le pagaba o, si lo hacía, se le daba una miseria. No hay revista o suplemento cultural que no haya utilizado fotografías de Salazar, tantas o más que de su contlapache Héctor García”, expresa el editor Huberto Batis.
Ese conjunto de imágenes es una sucesión icónica que, como un río, fluye por un lecho, desde una época remota a otra más reciente. Un río empeñado en no desaparecer al filtrar su contenido en la tierra o al evaporarlo en la atmósfera., el cual, también, se resiste a ser cubierto de cemento por su alto valor memorioso. La cantidad de retratos que circula por ese caudal de tiempo, ha arrebatado caras y hechos a su fluir. Ha soportado tormentas y crecidas para no evacuar o desbordar su contenido de vital importancia para los literatos. De ahí que para su conservación y manejo sean necesarios ciertos cuidados.
RicardoSalazarDiez cajas con rollos fotográficos, negativos de 6 x 6 cm, de 35 mm y transparencias de 120 mm, con innumerables tomas de distintos personajes, permanecían hacinadas en un rincón de la pequeña vivienda en donde Salazar pasó sus últimos días: el departamento 7 del edificio C, en la calle Avena número 110, del barrio capitalino Granjas México.
Allí, entre montones de  periódicos, revistas, ropa, libros y trastes, estuvieron durante años, apretadas, expuestas a la humedad y al polvo, las cajas con los rollos y negativos de las fotografías de Salazar. No obstante, varias imágenes, sobre todo las de escritores,  habían sido clasificadas por nombre y fecha y guardadas en sobres de papel bond por el propio Salazar y su esposa, Yolanda Álvarez de la Cadena, actriz de teatro, con quien procreó dos hijos: Ricardo Iván y María Ondina.
Cuenta Ricardo Iván que desde pequeño acompañaba a su padre a tomar fotografías. Acudían a festivales literarios, exposiciones de pintura, escultura y fotografía, presentaciones de libros, cocteles y reuniones de escritores… “Recuerdo que en 1981 asistimos al Festival Internacional de Poesía de Morelia Michoacán. Fue una semana maravillosa en donde estuvimos conviviendo con muchos poetas de todo el mundo”, dice ahora Ricardo Iván, flaco, alto, de bigote y gafas, casi idéntico a Ricardo Salazar en su juventud. “Recuerdo una anécdota muy bonita a lado de mi padre —continúa—. Yo tenía 18 años y conocimos a dos chicas a las que retratamos desnuditas en una casa. Al día siguiente fuimos a las lagunas de Zempoala y fue algo muy bonito y divertido. Nunca hubo nada. No quisieron las viejas. Pero nos conformamos con el retrato, ya qué…Hay tantas anécdotas con él… ¡Ay, mi papito!…”
Pero el hijo del fotógrafo no siguió los mismos pasos que su padre. Sólo le ayudaba a tomar y  revelar algunas fotos. Y desde hace seis años, cuando a Ricardo Salazar le dio una embolia y posteriormente le amputaron la pierna izquierda, en el hospital Morelos, Ricardo Iván permanecía junto a su papá para atenderlo en lo que hiciera falta.
“Yo lo auxiliaba en todo. Era muy difícil sacarlo de aquí porque vivimos en un cuarto piso y en el edificio no hay ascensor. Pero yo fui su brazo derecho y lo digo con mucho orgullo. Cuando yo trabajaba como boletero en el Teatro Blanquita, le dejaba algo de comer a un lado de su cama, porque yo me iba alrededor de las cinco de la tarde y llegaba ya casi de madrugada. Sólo iba al teatro tres días a la semana. Afortunadamente estaba yo la mayor parte del tiempo para cuidarlo. Después de que me salí del Blanquita me dediqué sólo a cuidarlo. Vivíamos de su pensionsita y de uno que otro trabajo de fotografía. Así la íbamos pasando”, dice Ricardo Iván.
Postrado a ratos en una silla de ruedas o en su cama, Ricardo Salazar pasaba los días con sus libros, periódicos y sobre todo con su televisión. De vez en cuando recibía alguna visita, principalmente sus ex compañeros de trabajo y su hija Ondina y sus nietos. CONTINUARÁ...

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